FESTIVAL DE LIMA 2017: RETABLO DE ÁLVARO DELGADO-APARICIO

FESTIVAL DE LIMA 2017: RETABLO DE ÁLVARO DELGADO-APARICIO

Por Mónica Delgado

Cuando el cineasta Álvaro Delgado-Aparicio propone una relación paterno filial desde lo candoroso, la sublimación o la idealización es que Retablo, su ópera prima, puede verse como un trabajo cuidado basado en gestos, en miradas, en la correspondencia de una gran admiración. El cineasta aborda esta simbiosis de padre e hijo unidos desde su dedicación al arte retablista, que se plantea como punto de conexión con el mundo, al cual observan desde las exigencias de detalle y color que su labor requiere. Por ello el opening, donde se ve al hijo memorizando a los personajes de una casa acomodada ayacuchana, quienes posan a modo de una foto- lo que podría remitir simbólicamente a una experiencia mnemotécnica de la realidad o de preservación de la memoria-, se convierte más bien en algo más sencillo, en la evidencia de la confianza a ciegas entre estos dos personajes, que tras un suceso capital reconocen la fragilidad de su relación.

Todo este proceso de reconocimiento de la relación de los personajes es lo que mejor plasma el cineasta en la primera parte: diálogos entre padre e hijo, o tardes o cenas con la madre que interpreta Magaly Solier, en un ámbito íntimo e familiar, en un film hablado totalmente en quechua. Sin embargo, todo este modo en que el cineasta nos ha mostrado este mundo queda frenado tras el punto de inflexión, que llega con el descubrimiento del secreto del padre (el actor Amiel Cayo), evento que transforma la mirada del hijo, Segundo (encarnado por el debutante Junior Béjar Roca). Este quiebre rompe su control del mundo y transforma al film en una coming-of age, debilitado por algunas escenas impostadas sobre todo cuando se trata de recrear las tradiciones y fiestas de los Andes en medio del drama.

Uno de los primeros problemas es el tránsito de este Segundo que duerme abrazado a su padre y el Segundo que lo desprecia, y que luego trata de recomponer la relación filial. Se percibe poca consistencia en el diseño del personaje, que más que adolescente se percibe como un niño pequeño, que se resiste a crecer, debido a la suprema transparencia de su amor filial. El cineasta coloca a su personaje en esa ambivalencia, entre reconocer al padre como pecador, o el de verse como un culpable sadomasoquista, pero también angustiado por un plano sexual que lo va empujando precisamente hacia un plano asexuado. Demasiados planteamientos entre sexuales, religiosos y edípicos que no se perciben como explorados completamente en la necesidad misma de la trama.

Pero estos detalles en el trabajo del personaje podrían lucir imperceptibles sino fuera por la imposición del espacio y lo tradicional. Para Delgado-Aparicio todo debe estar justificado, medido, por ello los elementos para mostrar una sociedad cerrada y conservadora no podrían escapar de algunos lugares comunes sobre el Ande como entorno violento y atrasado, donde la exploración sexual y el placer son tabú. El sexo y su disfrute se vuelve parte de acciones viciadas por el ojo que mira. Y este tipo de representación sobre los Andes y sus habitantes van justificando algunas decisiones dramáticas. Por ejemplo, el Takanakuy como marca de un mundo de machos, pero en una escena que luce artificiosa, igual que las fiestas o carnavales, que parecen ideados solo para cuando la cámara se detenga sobre ellos. El efecto Madeinusa.

Como en diversos films peruanos sobre el mundo andino, Álvaro Delgado-Aparicio propone un entorno al servicio de la trama, para usos del film, donde la vida está marcada por un destino trágico. En algún momento, tras la observación de un retablo histórico de Edilberto Jímenez, un personaje dice: “en tiempos de terrorismo estarías muerto”, pero la realidad que revela el film no escapa a esta visión marcada por la barbarie. Una sierra for export, de maravillosos paisajes, pero donde la convivencia parece imposible.