TRES PELÍCULAS VENEZOLANAS RECIENTES: JAZMINES EN LÍDICE, HISTORIAS PEQUEÑAS Y YO, IMPOSIBLE

TRES PELÍCULAS VENEZOLANAS RECIENTES: JAZMINES EN LÍDICE, HISTORIAS PEQUEÑAS Y YO, IMPOSIBLE

Yo, imposible

Por Pablo Gamba

Jazmines en Lídice (2019), Historias pequeñas (2019) y Yo, imposible (2018) son respuestas a la pregunta de qué ha pasado con el cine venezolano desde el destacado recorrido por festivales internacionales de La Soledad (2016), El Amparo (2016) y La familia (2017); el primer León de Oro para una película de América Latina que ganó en Venecia Desde allá (2015) y la Concha de Oro en San Sebastián de Pelo Malo (2013). Es una interrogante que plantea también la situación del cine en un país en crisis humanitaria, cuya economía se redujo a la mitad desde 2014 y está sometido a sanciones; que tiene dos gobiernos, uno reconocido por la ONU y otro por la OEA; del que 4 millones han huido como si hubiera una guerra igual que la de Siria, y donde son sistemáticos la tortura, las ejecuciones extrajudiciales y otros abusos, según la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos.

La ópera prima de Rubén Sierra Salles, Jazmines en Lídice, tiene varias coincidencias con El Amparo, de Rober Calzadilla. Fueron escritas por Karín Valecillos, las produjo Tumbarrancho Films y están basadas en obras de teatro testimonial de la guionista, estrenadas por el grupo Tumbarrancho Teatro.

Las fuentes testimoniales son aquí las historias de 54 madres de personas muertas por la violencia de los delincuentes en Venezuela. Esto le da a la película un aire del que llaman “cine de ONG”, con una temática que se presta para el estereotipo de “pobres que matan pobres” del cine latinoamericano. Pero Jazmines en Lídice es una respuesta crítica a ese tipo de películas –al igual que La familia, de Gustavo Rondón–, y hay en ella una búsqueda expresiva que la diferencia de lo predominante en la televisión y en el cine venezolano. Tanto la obra de teatro como la película plantean así la apertura de otros espacios para tratar los problemas sociales, como es cónsono con la crítica de los lugares comunes del cine y de los medios masivos.

Casi todas las mismas actrices que estrenaron la pieza actúan en la versión cinematográfica, cuyo principal acierto está en captar parte de la dimensión existencial del problema de la violencia urbana: la imposibilidad de arraigarse en ningún lugar por esta causa. La necesidad de huir se debe al acoso que sufre una madre por haber denunciado ante los tribunales al delincuente que mató a su hijo Raúl. El título alude a la imposibilidad de echar raíces y florecer en un lugar como ese, mientras que Lídice es el nombre de un barrio obrero de Caracas que hace referencia a la guerra: fue llamado así en homenaje a una ciudad de Checoslovaquia que los nazis destruyeron con un bombardeo.

La historia trasciende lo melodramático al evocar una experiencia de precariedad y fuga constante. Lo primero se hace sentir en relación con la marginalidad a la cual está asociada la violencia. El mejor ejemplo es el plano de la lámpara de araña del comedor –signo del estatus que la familia creyó haber alcanzado al levantar una casa grande y confortable en el barrio– en contaste con el paisaje de miseria que se deja ver al fondo, por la ventana. Aunque el esfuerzo de toda una vida haya dado esos frutos tangibles, la estabilidad no es posible en un lugar al margen de la justicia social y de la ley.

Jazmines en Lídice

Más profunda es la expresión de la precariedad en la experiencia del tiempo. El presente de Mecha, la madre, es una constante fuga hacia los recuerdos borrosos del hijo perdido y un estado de permanente dolor que se hace tangible en la dura y circunspecta postura del personaje, solo rota por las terribles miradas enloquecidas que le da de la actriz Gladys Prince. Tiene un correlato en la banda sonora, en la que se destaca la mezcla de la música con el ruido de chicharras, que anuncia tempestad. También hay una parte oculta de los personajes que aflora en el gesto inesperado, que rompe con la manera como se venían comportando. Se parece al coraje que encuentran los dos humildes protagonistas de El Amparo para hacer frente al poder militar y político, y hacer escuchar su denuncia del asesinato de 14 pescadores.

En Jazmines en Lídice lo que más peso tiene es la catarsis. Es obra de artistas a los que mueve un compromiso cívico de ayudar a la sociedad a curarse de sus males a través de los testimonios del dolor y de la compasión. Pero si en El Amparo se logró un equilibrio entre el cine y el teatro, no ocurre lo mismo en este caso. La película está afectada por un desencuentro entre lo exterior, que quizás hubiese requerido un estilo más sencillo para hacer resaltar como merece el trabajo de las actrices, y la representación de la subjetividad de la protagonista, en la que se impone el trabajo de Sierra Salles como director. Pero no por eso deja de ser una ópera prima prometedora y una película que se destaca en el contexto del cine venezolano de los últimos años.

Yo, imposible es todavía más claramente “cine de ONG”, con una búsqueda estilística que también lleva a situarla en un espacio distinto de la televisión y de lo predominante en el cine venezolano. El segundo largometraje de ficción de Patricia Ortega es una obra comprometida con la problemática de la aceptación de la diversidad sexual. En este caso se trata de la intersexualidad, una característica que suele “corregirse” brutalmente poco después del nacimiento –y por ende sin que la persona lo decida– con operaciones que extirpan los genitales masculinos o femeninos “sobrantes”, y causan problemas a largo plazo. La protagonista fue convertida así en mujer.

Lo resaltante en Yo, imposible es la actuación de Lucía Bedoya, acompañada en este caso de un acertado acercamiento de Ortega al tema del “monstruo” creado al cambiar su naturaleza. Lo hace a través del estilo gótico que siempre ha estado presente en su cine y que tiene como principal logro el cortometraje documental Sueños de Hanssen (2010), sobre los últimos pacientes de una colonia para leprosos cercana a su Maracaibo natal. En su primer largo de ficción, El regreso (2013), había una representación gótica del ya entonces derruido centro de la ciudad, a donde la deriva lleva a la protagonista, una niña indígena sobreviviente de una masacre. Fue una imagen profética: Maracaibo es hoy la ciudad más afectada por la desastrosa situación del país.

En ninguna de estas dos películas, sin embargo, se tratan aspectos específicos de la crisis venezolana actual. En La Soledad y en La familia había  referencias a la escasez generalizada que comenzó a sentirse en 2013, como consecuencia de las políticas económicas de bloqueo interno, y que devino crisis humanitaria compleja antes de las sanciones extranjeras, pero están ausentes en estos dos casos. Tampoco hay referencias a la crisis política que ha causado la deriva del régimen de Nicolás Maduro hacia la dictadura y la designación de un presidente provisional por la Asamblea Nacional. Esto último es también un problema para el “cine de ONG”, porque sin democracia no pueden existir esos espacios alternativos que procura abrir para tratar los problemas sociales, ni ningún debate puede darse sin libertad.

Historias pequeñas

Historias pequeñas es el primer largometraje de ficción de Rafael Marziano Tinoco, director del mejor largometraje documental que se ha hecho sobre Caracas: El camino de las hormigas (1994). Se trata de un realizador perteneciente a la generación que comenzó a hacer cine nacional en la oscura década de los noventa, cuando la producción se redujo drásticamente en Venezuela. Se formó en la Escuela de Cine de Lodz, lo que se refleja en su aspiración a hacer un cine de inquietud moral como el de Krzysztoff Kieslowski en tiempos de censura y de derrumbe del socialismo en Polonia.

A diferencia de Jazmines en Lídice y Yo, imposible, Historias pequeñas es una película que tiene como eje un hecho político. Relata historias de gente común y corriente, las cuales se desarrollan del 11 al 15 de abril de 2002, cuando hubo manifestaciones de millones de personas contra el gobierno de Hugo Chávez, se produjo un golpe de Estado cívico-militar, y finalmente hubo una reacción popular masiva de rechazo y un contragolpe del ejército que restableció al depuesto presidente en el poder. Las decisiones y omisiones de los personajes, en circunstancias solo tangencialmente relacionadas con estos sucesos, ponen de relieve la problemática relación entre las responsabilidades de la vida privada y las abstracciones que parecen ser la sociedad, el país y la democracia, consideradas como ámbito público aparte.

La frugal producción de Historias pequeñas tiene como correlato el desafío artístico de hacer un cine de interiores y con el menor número de planos. Pero la película no cristaliza por las actuaciones, que no tienen el nivel alcanzado en los últimos años por el cine venezolano. También la afecta el clasismo que empaña la mirada del cineasta, lo cual se traduce en una problemática representación de los indigentes del centro de Caracas, que son protagonistas de un segmento, y de la empleada de limpieza del Palacio de Miraflores –sede del Gobierno y, por ende, de los hechos palaciegos del golpe y el contragolpe–, apenas esbozada como personaje para servir de contraste con esos hechos.

 Historias pequeñas es una valiosa excepción en el silencio predominante en el cine de ficción venezolano por lo que a la política respecta. Pero no se ha dado en el país un intento de hacer nada parecido al “cine del golpe” realizado en Brasil luego de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff por el Congreso. Luego del aplastante triunfo opositor en las elecciones parlamentarias de 2015 en Venezuela, comenzaron a producirse una serie de violaciones del orden constitucional que culminaron con la elección fraudulenta de la “constituyente” que hoy usurpa funciones de la Asamblea Nacional. Fue un golpe al revés del brasileño, del presidente al Congreso, y todavía no se ha hecho una película sobre eso, ni siquiera un documental.

Ninguna de estas tres películas tiene fecha de estreno en Venezuela, aunque la última ganó el premio principal en el Festival del Cine Venezolano de Mérida, que por los problemas de electricidad y de transporte, entre otros, se hizo este año en Caracas. Este galardón se ha convertido en un síntoma de la desconexión cultural del país con el mundo: lo ganó El regreso y no Pelo malo, y la fallida Hijos de la sal (2018), de Luis y Andrés Rodríguez, y no La familia. Tampoco ayuda a que el cine venezolano se conozca fuera del país que uno de los dos gobiernos solo promueva los títulos del estudio estatal, Villa del Cine, y los documentales de propaganda, mientras que el otro no tiene política cultural conocida hasta ahora, ni manera de llevarla a cabo. La Villa hizo su película sobre el golpe de 2002, Abril (2017), pero tampoco se ha estrenado. Pareciera que la censura alcanza a sus propias producciones, como llegó antes a El Inca (2016), película independiente prohibida en 2017 por una “medida cautelar” previa a un juicio que todavía no ha comenzado.

Jazmines en Lídice
Dirección: Rubén Sierra Salles
Guion: Karín Valecillos
Producción: Marianela Illas, Rafael Simón
Fotografía: Michell Rivas
Montaje: Paloma López, Maricarmen Merino
Música: Rubén Dhers
Interpretación: Gladys Prince, Patrizia Fusco, Rosana Hernández, Indira Jiménez, Tatiana Mabo
Venezuela-México, 2019

Yo, imposible
Dirección: Patricia Ortega
Guion: Patricia Ortega, Emmanuel Chávez
Producción: Patricia Ortega, Jhonny Hendrix, Laura Barbosa
Fotografía: Mateo Guzmán
Montaje: Mauricio Vergara
Interpretación: Lucía Bedoya, Belkis Avilladares, María Elena Duque
Venezuela-Colombia, 2018

Historias pequeñas
Dirección y guion: Rafael Marziano Tinoco
Producción: Belén Orsini
Fotografía: Alexandra Henao
Montaje: Giuliano Ferrioli
Sonido: Lino Ocando
Música: Gregorio Antonetti
Interpretación: Carlos Cruz, Marialejandra Martín, Sheila Monterola, Gonzalo Velutini, Yesenia Camacho, Hecham Alhadwah, Bárbara di Flaviano, Jean Franco di Marchi, Indira Saturno
Venezuela, 2019