Por David S. Blanco
Tocaba redimirse de la primera jornada del FICX 55 bien pronto, con el pase de la nueva película de Marc Recha, La vida lliure, una notable cinta que recoge el testigo de su anterior trabajo, Un día perfecto para volar (2015), película con la que compitió en aquella edición del festival de cine de San Sebastián, y que fue tan incomprendida por el público y la prensa que la presenciaron.
En La vida lliure, el director catalán vuelve a contar en el elenco con Sergi López, aunque una gran parte del metraje recaiga en la fuerza de dos jovencísimos actores con mucho magnetismo, Mariona Gomila, y Macià Arguimbau. Este trio será el protagonista de una historia ubicada a mediados de 1918, en una remota parte de la isla de Menorca, y que le servirá como escenario a Recha, para volver a sacarse de la manga una historia poética, e incluso, mágica. Porque al igual que en Un día perfecto para volar, en esta cinta se respira ese amor primigenio por el cine, el amor por las historias, por la habilidad para contarlas y la ingenuidad para creerlas. Historias de fracasos, de miedos y de sueños. De fabular acerca del mundo exterior a partir del mundo interno. Esto es algo marca de la casa del catalán, que puede plagarnos la pantalla de historias vivas con tan solo dos personajes hablando entre ellos. Tan solo necesita el poder de la palabra.
Y si es cierto que, por este minimalismo, cierto tipo de espectador puede verse saturado e incluso hastiado ante una propuesta tan densa y críptica, y llegar a la conclusión de que estemos ante un director plúmbeo y contemplacionista en el peor sentido de la palabra. No es mi caso. A título personal, el único pero que le achacaría a la película es su aleatoriedad a la hora de construir ciertos planos. A veces, el director mezcla encuadres muy toscos e incluso feistas con imágenes realmente bellas, sin que haya una correlación directa entre ellas y lo que vemos en la pantalla.
Pero esto último, no empaña una notable cinta que demuestra que dentro del cine español – y el catalán- hay verdaderos autores con voces que merecen ser escuchadas, y, sobre todo, analizadas. Porque hoy en día, se echa en falta un ejercicio metafílmico que se replantee hacia dónde debería ir el cine. Y no hay mejor forma de encontrar esa respuesta, que buceando en sus orígenes.
En un tono más relajado y desenfadado, se nos presentaba al público Weirdos, la cinta canadiense del director Bruce Mcdonald, que nos narra la historia de un joven fan de Andy Warhol que decide abandonar su residencia familiar para irse a vivir con su madre, a la que hace años que no ve. Este punto de partida, marcará el comienzo de una simpática road movie camuflada en coming of age, que explorará los ya clásicos temas de la identidad sexual, las relaciones paterno filiales y el futuro incierto en plena época de efervescencia adolescente.
Y no lo hace mal Mcdonald, relegándonos a unos encantadores – y bastante desaprovechados -principios de los años 70, y apostando por un blanco y negro que bien podría recordar a la mexicana Güeros (2014), pero quedándose bastante por debajo de la cinta mexicana a todos los niveles. Porque si algo se le echa en falta a Weirdos, es la sorpresa, la ruptura, tanto a nivel narrativo, como formal. El espectador va en todo momento dos pasos por delante de la historia, y nunca se llega a crear un vínculo real con los personajes que sustente estar viendo la misma historia de siempre una vez más.
A nivel estético, la película parece cortada por todos los patrones del cine americano procedente de Sundance, lo que significa que es ágil, ligera y con un ritmo para todo tipo de público, de esas películas que a veces están bien para desengrasar la programación de algún festival, pero que probablemente hayas olvidado de tu mente en menos de un año. Correcta pero olvidable.
La tercera del día fue la gran película de la competición hasta el momento, la georgiana Scary Mother. La ópera prima de la joven Ana Urushadze, se mete de lleno dentro del proceso creativo de una escritora a través de su personaje principal, Manana, una madre de familia que vive prisionera de su propio entorno. A medida que va terminado su libro, las continuas referencias que toma de la vida real en su obra literaria levantan la cólera de varios miembros de su familia, presentes en la misma, llevando la propuesta a un extremo de la forma más contenida posible.
Mas allá de la historia en sí, que podría recordar a Dans la Maison (2012) de François Ozon, o la reciente El autor (2017) de Martin Cuenca, lo que hace de esta película un ejercicio notable de cine, es su control absoluto sobre los elementos que conforman una pieza única de séptimo arte. Urushadze utiliza muy bien el espacio, opresor y roto constantemente por composiciones verticales, sin miedo a crear rupturas divergentes en el cuadro, y marcando siempre una clarísima diferencia entre su protagonista y el resto de personajes. Este juego con su entorno tiene una importancia capital, ya que, en la espiral vampírica de desenfreno de su protagonista, todo lugar se irá contagiando de su necesidad de sobrevivir literariamente a través de los demás.
Lo mismo ocurre con el tremendo distanciamiento moral que existe entre el espectador y los personajes, ya que apenas hay primeros planos, y en varios momentos clave, incluso se nos relega a planos generales bastante opacos. Su directora no quiere hacernos participes de la locura del personaje principal, simplemente quiere contar los hechos, y que el espectador se posicione sobre ellos. Unos hechos que llevan a la fatal e inevitable pregunta; ¿Hasta dónde está dispuesto uno con tal de triunfar cuando no se tiene un talento innato?
La cuarta película del día prometía calmar un poco los nervios tras Scary Mother, pero lejos de traer la tranquilidad, ha credo un clima de humor doloroso e incómodo. “Existe Hollywood, Bollywood, y nosotros, como no tenemos nada, somos Nothingwood”.
Con estas palabras presenta a occidente Salim Shaheen, -la gran estrella del cine afgano-, su forma de ver el séptimo arte. El multifacético “artista” conocido por haber rodado, dirigido, y protagonizado más de 100 películas en los últimos años, es venerado por sus tierras como la mayor estrella de Hollywood, y no tiene miedo de mostrarnos su proceso creativo desde el corazón y los cimientos de su nación.
The Prince of Nothingwood, un documental firmado por una valiente Sonia Kronlund, no solo es una inconmensurable pieza de humor alrededor de todo el proceso de creación de una película, sino que consigue convertirse en un hiriente documento de cómo la guerra ha devastado a toda una región. Con una habilidad admirable y un tanto cruel, Kronlund consigue que las risas cómplices entre el público occidental a la hora de visionar algunas de las cintas de Shaheen, se conviertan en dardos punzante al estómago ante las barbaries que ellos mismos han documentado durante los últimos 30 años.
Al igual que ya ocurría con The Act of Killing (2013), el horror viene cuando empiezas a humanizar a unas personas que probablemente, vayan en contra de todos los principios y valores que respetas. La directora se mete en un peligroso mundo de hombres, en un entorno en el que día a día hay lapidaciones y atentados, para mostrar al mundo que incluso en los reinos del terror, el cine emerge como elemento educador y necesario para apaciguar el dolor del mundo. De esas cintas que te sitúa moralmente frente al mundo.
Y, por último, tocaba cerrar una notable jornada con Beach Rats, la cinta dirigida por Eliza Hittman y ganadora de la mejor dirección en el festival de Sundance 2017. Y no es para menos. Quizás la comparación con Larry Clark le venga grande – de momento – a esta joven directora, pero es cierto que en su segunda película consigue ofrecer una perspectiva diferente de ese micro mundo tan explotado en el cine que es la sexualidad en la adolescencia.
Y esto lo consigue apostando por una ruptura de la sobria planificación que estamos acostumbrados a ver en este tipo de festivales. Quiere mostrarnos la historia de un chico que niega su homosexualidad, y por eso, nos muestra en todo momento planos muy cerrados e inestables sobre él. La cámara se mueve al compás de sus emociones, e incluso, en los momentos más álgidos de la historia, le perdemos del cuadro sin que a la directora parezca importarle.
Por supuesto, no falta el clásico juego de espejos que toda historia sobre engaños y dualidades han de tener, pero tratándose de una película rodada en 2016, esos espejos se proyectan a través de pantallas. Pantallas que permiten ser quién eres en la intimidad y anonimato, que parecen ser más reales que la propia realidad, y que conforman el único resquicio de paz en una vida donde las apariencias te consumen poco a poco.
He de decir, -en un plano más negativo-, que estoy un poco cansado de ver en la gran pantalla como adolescentes perdidos en la vida abusan de manera descarada e incontrolada de las drogas. De una cinta que pretende ser transgresora, tanto en las formas, como en el contenido, esperaba un acercamiento distinto a esta temática, pero esto no deja de ser algo muy personal, y que desde luego no perjudica el cómputo global de una de las enésimas películas que intenta ser la nueva Kids (1995). Esta se le acerca con bastante honor.