Por Mónica Delgado
Aita de José María de Orbe es una película apasionante. En ella no solo hay una voluntad de la contemplación sino del ascua ante un espacio que confronta al terror y al crujido atribuido al fantasma. Aita no es solo una casa, es la figura de lo inmutable, pero también de una filiación, es decir vestigio de la tradición pero también de su decadencia. Y en ese abandono del tiempo y lo familiar, pese al vigilante de la casona que vive atento a las huellas de los fantasmas, es que José María de Orbe nos muestra los rezagos de lo vital, de lo vívido, de lo que el alba aún hace brillar.
Aita (España, 2010) habla de espacios solos, es decir desde la mirada de la cámara de apariencia inmóvil que permanece en los interiores de una vieja casona vasca, conocida como el señorío de Murguía, en Astigarraga, para dar cuenta de su pasado dentro de la historia de la comunidad y que el cineasta muestra, por ejemplo, a través de una visita de estudiantes de primaria o de adolescentes en busca de acción, que más se sienten atraídos por el aura de casa embrujada que por el patrimonio histórico que simboliza.
Aita, voz que también significa padre en euskera, nos habla de un único habitante, el guardián, quien va hurgando en esas habitaciones como a la espera de encontrar algo más allá de la humedad, el crujir de la madera o los escondites de la oscuridad.
La propuesta de De Orbe no es sencilla. No solo forja su intención en algunos diálogos clave, en la contemplación de la casa como espacio que ya no existe como actor de una vida social, sino que agrega el found footage para darle un plus: la apropiación de imágenes de películas mudas y deterioradas (lo que recuerda a Decasia de Bill Morrison) como metáfora del acto de ver sin mediación, el cine que aparece como fantasma, el que se resiste a desaparecer. Pero también logra que Aita mute en película de terror, que atosiga y asusta.
Destaca en Aita el trabajo de Jimmy Gimferrer, director de fotografía de El cant dels ocells, quien centra su apuesta visual en las entradas y salidas de luz, como aquella luna en el techo que poco a poco va mutando en tragaluz, y la labor de Antoni Pinent en el envejecimieno de los fotogramas proyectados. Por otro lado, José María de Orbe, productor de cintas notables como El brau blau o Las horas del día, mostrando cierta disposición por un cine arriesgado y libre, realizó una versión de Aita, Carta al hijo (España, 2010), a la cual se le redujo el tiempo, personajes y escenas y se le dotó de una atmósfera más poética y melancólica. Un experimento sumamente personal.
Aita es la figura de una estancia vieja, abandonada por sus habitantes y que es recordada por una voz en off que advierte el desgaste del tiempo y la desilusión que eso propicia: como si el espacio revelara no sólo las ausencias sino la calidad de esas huidas, paredes enmohecidas, pasillos fantasmagóricos, dormitorios que no podrán cobijar más el sueño de nadie. Pero Aita también es una metáfora de un país fragmentado y que ha sometido al olvido decenas de momentos de su historia, y donde esta vieja casona funciona como ancla de aquella memoria que no quiere dejar de recordar.
Aita evoca, al final de cuentas, el cine de antaño que aún decide persistir, y es evidente este homenaje en los formidables minutos finales de found footage extraídos de películas vascas como Edurne modista de Bilbao de Telesforo Gil, o fragmentos de cintas de Aita Barandiaran, de los primeros años del cine mudo español. Fotogramas que fueron sometidos a procesos de oxidación, de deterioro y de envejecimiento para darles el sentido que el director donostiarra deseaba para homologarlos al clima de la casona. En Aita. Cartas al hijo, versos de César Vallejo rematan este hermoso filme sobre el paso del tiempo y la memoria.