Por Mónica Delgado
En sesenta minutos José Campusano logra la condensación de las motivaciones de gran parte de sus films anteriores: lucha contra la vulneración de la integridad de las mujeres y los hombres como únicos salvadores ante esta situación. En Cícero Impune el mal contra las mujeres es encarnado por un falso maestro sanador, quien droga y viola a las jóvenes que acuden en su ayuda por problemas de todo tipo, y que vive a costa del miedo y de los beneficios de tener amistades en los aparatos de gobierno. Sin embargo, pese a la historia que busca ser aleccionadora, no tiene la contundencia, el espíritu fresco y comunitario de sus trabajos previos.
Esta vez la historia se desarrolla en algún poblado pequeño de Brasil, en Acre, lugar que, como sucede en otros films de Campusano, se convierte en una comunidad de infierno, donde la única ley vigente es la del ojo por ojo. Así, en Cícero Impune la marca Campusano es evidente, no solo en el tratamiento temático, en la lógica justiciera que devuelve la posibilidad de cura a las mujeres abusadas, o en la moral que actúa sobre una sociedad corroida, sino en las mismas escenas narradas con pulso enfático y didáctico, en las actuaciones fantasmales de actores no profesionales, y en el uso de los recursos de los dramas incluso televisivos.
Si bien Cícero Impune es una obra menor o discreta frente a los riesgos de los otros films del director del conourbano bonaerense, funciona como summa de todas esas motivaciones de índole moral que han gobernado los films de este cineasta. Si bien la historia es sencilla y predecible en su visión de justicia ante la ausencia del estado, ofrece una mirada global o latinoamericana (si recordamos sus películas ambientadas en Argentina o Chile) sobre la violencia contra las mujeres y de la opción de solución, salvaje, cruda y mostrada como única alternativa. Los hombres -y no necesariamente los más ejemplares- ordenando nuevamente al mundo.
Competencia argentina