Por Pablo Gamba
La Soledad es una película arriesgada. Trata de un litigio sobre una propiedad en el que está involucrada la familia del director, Jorge Thielen Armand, y, de manera particularmente estrecha, su padre, por razones de amistad. El título viene de una vieja casona en Caracas que fue ocupada por Rosina, una señora mayor que fue sirvienta de los Thielen, y también por sus familiares y allegados. Entre ellos hay algunos que incluso se desenvuelven en la periferia del hampa.
Los protagonistas del film venezolano son los mismos del conflicto real. Los fragmentos de películas familiares con los que comienza y termina La Soledad permiten identificar personajes, a pesar del paso del tiempo. Jorge Thielen Hedderich hace el papel de Jorge y José Dolores López también se interpreta a sí mismo, como “el Negro”. Son dos amigos de la infancia a los que divide un caso concreto que agudiza el conflicto de clases. Está enmarcado, además, en la espantosa situación económica y social que atraviesa la Venezuela socialista, y que los pobres, paradójicamente, padecen más que los ricos, como siempre.
Una de las cosas que se destacan en La Soledad es la expresión de los personajes. La manera característica de hablar de la gente humilde y afrodescendiente que vive en Caracas quizás nunca se había escuchado de una manera tan verosímil en un film. Contrasta con la vociferación estridente que pasó por auténtica en el Nuevo Cine Venezolano de los años setenta. Pero sobre todo cobra importancia en esta película la capacidad del director de observar cómo una situación agobiante repercute en los cuerpos que la sufren. Se hace crudamente patente en su postura, sus gestos y la manera como se contienen al dialogar, como a conciencia del estallido que puede causar cualquier palabra.
Además de la capacidad de observar, Thielen Armand también supo encontrar la mirada amorosa entre las fuentes neorrealistas del film, esa que André Bazin atribuía en particular a Vittorio de Sica. Así como el pequeño Bruno ilumina Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), al acompañar a su padre en la búsqueda desesperada de aquello que la familia necesita para sobrevivir, la luz de La Soledad son las expresiones de cariño de Adrializ, la hija del Negro.
También sobresale la película por su sensibilidad para la experiencia del tiempo que acompaña la disputa del espacio. No se trata solamente de que registre parte del desgastante sufrimiento cotidiano actual en Venezuela, como la escasez de alimentos y medicinas, o la necesidad de hacer interminables colas para cualquier cosa. Algo más profundo se siente en la manera como el deterioro de la casa da la impresión de ser el retorno a un mundo originario. Se percibe en el contraste entre los ruidos de la calle y los que se escuchan cuando se entra en la mansión, y también en el crecimiento de la vegetación, que parece reclamar para la jungla tropical el lugar que le fue arrebatado por el establecimiento de la propiedad.
No se trata, sin embargo, de un edén perdido cuando el hombre, al imponerse a la naturaleza, estableció la división de clases. El pasado remoto de los sirvientes de los Thielen fue un tiempo de esclavitud, en el que los blancos podían matar a los negros luego de hacerles enterrar un tesoro para que no revelaran el secreto, por ejemplo, como se escucha contar a la abuela. Los fragmentos de home movies con los que comienza el film dejan claro el lugar que ocupaba Rosina. Lo reitera el hallazgo de un álbum de fotos familiares, documento de un pasado de los amos en el que ellos nunca aparecen. Aunque la naturaleza abrace la casa, entre los hombres nunca hubo, ni parece existir, la posibilidad de reconciliación.
No solo con referencia a la crisis nacional, sino también a ese enrarecido trasfondo espacio-temporal, hay que ponderar la intención de José de permanecer en la propiedad –que justifica por la enfermedad de su abuela–, así como los planes de emigración de su esposa. También su ilusión de acompañar a Jorge en el proyecto de recuperar La Soledad, y otro sueño que decide llevar a la práctica y que recuerda a El tesoro (Comoara, 2015) de Corneliu Porumboiu. La manera de entender la esperanza de los desesperados es particularmente lúcida. Si Cesare Zavattini dijo que el neorrealismo se trataba de contar lo real como si fuera una historia de ficción, esta es también una película sobre las fantasías que pueden surgir cuando la realidad es demasiado agobiante para afrontarla.
Tampoco los Thielen están libres de ilusiones parecidas. La madre de Jorge, por ejemplo, trata de mantener la relación paternalista con Rosina, dándole ayuda material. Es su forma de no lidiar con las inevitables consecuencias del conflicto. Jorge intenta conservar la amistad con José, y establecer con él una relación de iguales, haciéndolo socio paritario en trabajos que hacen juntos. Pero que él quiera diferenciarse así del resto de su familia no es una solución para el otro. El lugar y el tiempo para realizar ese sueño de fraternidad simplemente no existen.
El propio film no puede escapar de ilusiones como esas, puesto que la posición del realizador frente al conflicto es análoga a la de su padre. Al narrar la historia desde el punto de vista de los otros, La Soledad es un intento no menos desesperado de entender a José y a su familia que el de Jorge por mantener la amistad del Negro. Pero esa opción –aunque además parezca moral– podría ser sintomática: la parte fea de los propietarios que tratan de hacer valer su derecho legal no está desarrollada. El haber recurrido a la ficción es al menos una manera de aceptar que todo conflicto empaña la verdad, y hay que destacar que José y su familia le otorgaron el beneficio de la duda, al colaborar para que se hiciera la película.
Óperas Primas
Dirección: Jorge Thielen Armand
Guion: Rodrigo Michelangeli, Jorge Thielen Armand
Fotografía: Rodrigo Michelangeli
Edición: Felipe Guerrero
Sonido: Eli Cohn
Reparto: José Dolores López, Adrializ López, Marley Alvillares, Jorge Thielen Hedderich, María Agamez Palomino
Venezuela-Canadá-Italia, 2016