Por Pablo Gamba
Al comienzo de Las hijas del fuego, su cuarto largometraje de ficción, Albertina Carri pareciera incursionar en un género afín a Los rubios (2003), el documental al que principalmente debe su fama: el porno lésbico autorreflexivo. Así la presenta el catálogo del Bafici: “Sin dudas una de las películas más provocativas del festival”. Por ende, es otro film que también pareciera dar continuidad a su reputación de cuestionar toda búsqueda de confort en los lugares comunes de lo correcto, y sobre todo en aquellos en los que puede tratar de basarse una identidad personal en relación con la historia. Es un tema que en ella tiene como trasfondo el ser hija de detenidos “desaparecidos” por la dictadura cívico militar que hubo en Argentina entre 1976 y 1983.
La directora utiliza para esas reflexiones la voice over, un recurso característico del ensayo. Lo incorpora a una road movie en la que se hilvanan escenas de sexo junto con otras que cometen un pecado mayor contra la ortodoxia cinéfila: la “bajada de línea”, como la llaman en su país. “El problema no es la representación de los cuerpos; el problema es cómo estos cuerpos se vuelven paisaje ante la cámara”, dice Carri, como si quisiera excusarse por desarmar así, ante el goce, la guardia de una razón que parece estar siempre a la defensiva con su cuestionamiento constante. Lo que en el fondo ocurre en esta película es eso. Lo más hermoso no es la orgía final sino el momento en el que el verbo de filosa inteligencia de la cineasta vuelca todo su poder expresivo hacia el erotismo.
Pero no por eso Albertina Carri deja de empuñar sus armas, de una manera excesivamente obvia incluso. Lo hace más notablemente contra los ataques violentos a las personas por su orientación sexual y contra la claudicación del deseo prohibido en falsos matrimonios. Lo menos logrado de Las hijas del fuego es eso, a lo que se añaden momentos en los que la realización no está a la altura de lo que se pretendió llevar a la pantalla, y que contrastan con la belleza de otras escenas y con la manera como se fue consecuente con la pornografía.
Pero incluso el porno es cuestionado en esta película, por el simple hecho de tratar de volver a hacer sobre esa base cine. Es algo a contramano del uso predominante de esas imágenes en la actualidad, que se ha vuelto análogo al de los juguetes que se utilizan en la intimidad para procurarse placer o estimularse.
Las hijas del fuego va también contra lo normativo en la definición del cuerpo sexualmente atractivo –con toda seguridad, al menos, por lo que respecta a la mirada heterosexual masculina dominante–. Si bien en el grupo que se va formando, y es el protagonista tanto de la historia como de las orgías, figura la actriz Mijal Katzowicz, cuya belleza se ajusta a ese canon, y también da la oportunidad de ver en una película de este tipo a Sofía Gala, hay gordas que desafían el lugar común fellinesco y una variedad de fisonomías que apunta contra esa “naturalización” de las diferencias sociales que es el racismo.
Hay en Las hijas del fuego –sobre todo al final– algo que recuerda una era de esplendor de la imaginación erótica en el cine: los años setenta. No deja de haber en ello una respuesta a la pregunta que se hacía Albertina Carri en su película anterior, Cuatreros (2016), acerca de qué habría sido de ella si le hubiese tocado vivir en la época de sus padres. Si allí decía que probablemente habría asumido un compromiso político como el de ellos, aquí la cinéfila corrige a esa militante imaginaria: lo suyo hubiera sido hacer películas eróticas.
En lo sexual también se insinúa otra respuesta para el problema de la identidad que siempre ha acosado a Albertina Carri. Se trataría, como dice la realizadora, de la posible formación de un “pueblo” por la vía del contagio, no de la herencia; de una búsqueda de la unión en presente de los cuerpos –que en este film no son solo física sino también socialmente diferentes–, no del reconocerse en un pasado que siempre es de los fantasmas. Sin embargo, hay menos de utopía que de autoindulgencia en esas palabras, que de alguna manera parecen ser expresión de la necesidad de un descanso para la cineasta que en Cuatreros se confesaba agotada por la presión de cuestionar incesantemente todo. La voz narradora que busca justificarse en el film es quizás también un síntoma de esto.
Competencia argentina
Dirección y guion: Albertina Carri
Producción: Eugenia Campos Guevara
Dirección de fotografía: Inés Ducastella, Soledad Rodríguez
Montaje: Florencia Tissera
Sonido: Mercedes Gaviria
Intérpretes: Mijal Katzowicz, Sofía Gala, Erica Rivas, Cristina Banegas, Carolina Alamino, Rocío Zuviría,Wanda Rzoncinsky, Ivanna Colonna Olsen, Maru Marcet
Duración: 115 minutos
Argentina, 2018