Por Pablo Gamba
El título lo hace explícito: Malambo, el hombre bueno (2018) es una película sobre la virtud. También sobre el merecimiento, sobre cómo esa cualidad moral ha de hacer al héroe digno de su condición y de ser coronado por el triunfo.
La historia se desarrolla en torno a una competencia noble y justa. Gaspar Jofre, bailarín de la danza folklórica argentina del título, regresa, luego de ser derrotado por Lugones, para buscar una victoria que será el momento culminante de su carrera y, por ende, no podrá repetirse. En esa tradición parece haber una enseñanza contra la maldad inherente a la moderna competitividad.
El largometraje de ficción del guionista y realizador Santiago Loza –figura precursora del hoy prolífico nuevo cine de la provincia de Córdoba– fue estrenado este año en la sección Panorama del Festival de Berlín y forma parte de las Noches Especiales del Bafici. Tiene también algo de documental sobre los bailarines de malambo, con actores que interpretan personajes parecidos a lo que son en la vida real. Las imágenes en blanco y negro subrayan, sin embargo, el aire de fábula de la historia y contribuyen a resaltar la belleza de la danza. Hubo dos directores de fotografía: Iván Fund, quien hizo el mismo trabajo para Loza en La paz (2013) y codirigió con él Los labios (2010), y Eduardo Crespo, que filmó su película anterior, Si je suis perdu, c’est pas grave (2014).
El protagonista no solo debe competir contra sus rivales sino también contra las flaquezas de su propio cuerpo, por una lesión que tiene en la columna. Pero es sobre todo en la vida diaria donde Gaspar Jofre afronta la prueba de la virtud: en la relación con quien comparte la casa, con su madre y con abuela moribunda, y con sus estudiantes; incluso en el vínculo que establece con Lugones, así como cuando se decide a invitar a salir a una terapista. El acercamiento a la cotidianidad es la respuesta en este film a los lugares comunes de folklorismo.
Malambo, el hombre bueno es, además, una película sobre aquello que merece ser filmado. Se trata de lo fotogénico, que Jean Epstein definió así: …“cualquier aspecto de las cosas, de los seres y de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica” (A propósito de algunas condiciones de la fotogenia). Epstein destaca entre todo eso el movimiento y aquello, no tan obvio, que llama lo “personal”: …“solo los aspectos móviles y personales del mundo, de las cosas y de las almas, pueden ver su valor moral aumentado por la reproducción cinegráfica”.
Una historia sobre danza se prestaría naturalmente a que el cine la eleve de esa manera, por lo que respecta al movimiento. La cuestión de lo personal podría estar relacionada con la capacidad de captar lo real que André Bazin atribuye al cine. Por ello Malambo, el hombre bueno se rodó con una persona que es como el personaje, incluido el dolor. Se partiría de la base de que detalles como la manera de padecer el sufrimiento son únicos de cada quien, e inimitables.
Pero Epstein resalta algo diferente. “La personalidad es el alma visible de las cosas y de las personas, su herencia aparente, su pasado convertido en inolvidable, su futuro ya presente”, escribió. Eso también se procura y se consigue en Malambo: se llega a ver en el film el alma buena de un hombre. Sin embargo, hay algo más interesante que un cineasta puede proponerse: en vez de hacer resplandecer las aparentes verdades que se han dicho sobre el cine, indagar, a través de las películas, en los problemas que no dejan de plantear.
Noches Especiales
Dirección y guion: Santiago Loza
Producción: Diego Dubcovsky
Fotografía: Iván Fund, Eduardo Crespo
Montaje: Lorena Moriconi
Sonido: Nahuel Palenque
Música: Zypce
Interpretación: Gaspar Jofre, Fernando Muñoz, Pablo Lugones, Nubecita Vargas, Gabriela Pastor
Duración: 71 minutos
Argentina, 2018