Por Pablo Gamba
El palmarés del 21° Bafici pudo haber sido la campana que salvara otra edición que fue blanco de críticas, incluso desde antes de que comenzara. El galardón principal de la competencia internacional, otorgado a The Unicorn de Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, hizo justicia a una película en cuyo valor no se había reparado antes. La apuesta por el riesgo también triunfó en el Gran Premio de Vanguardia y Género, que recibió Children of the Dead de Kelly Cooper y Pavel Liska, así como en los otros dos galardones a las mejores obras de esa sección. Igualmente en el mejor film de la competencia latinoamericana, La fundición del tiempo de Juan Álvarez Neme.
A pesar de las críticas, el Bafici ha seguido siendo trampolín de realizadores emergentes argentinos y de otros países. Ayudó a catapultar al israelí Nadav Lapid en 2012, por ejemplo, con el triunfo en la competencia internacional de Policeman (Ha-shoter), y el año pasado fue el comienzo del destacado recorrido de la película nacional La flor de Mariano Llinás por los festivales internacionales. Lo mismo podría ocurrir con The Unicorn y con La fundición del tiempo, que tuvo su estreno mundial en el Bafici.
¿Por qué se lo ha venido criticando tanto, entonces? En parte es por la tensión de opuestos que refleja el perfil actual. Por un lado, está el impulso cinéfilo, que se mantiene en la búsqueda de lo nuevo y en el cuestionamiento de la noción difusa de “película de festival”. La tendencia irreverente del Bafici siguió viva este año, por ejemplo, en la selección de We Are Little Zombies de Makoto Nagahisa, una insólita película distribuida por Nikkatsu, absolutamente pop a la japonesa, que viola sistemáticamente las convenciones de lo estética, política y moralmente correcto en la representación de los niños y adolescentes. Pero hay gente que detesta ese tipo de cosas, mientras que a la cinefilia radicalizada le aburre la tendencia más conservadora que también estuvo presente en la competencia internacional, con títulos como Ray & Liz de Richard Billingham y L’homme fidèle de Louis Garrel.
El crecimiento del festival ha llevado, además, a una multiplicación de las competencias, que encima tienen un elevado número de títulos y una lógica demanda de que sean estrenos. Si una tendencia del Bafici es la exploración de los márgenes del “cine festivalero”, esta exigencia de cantidad y novedad es un factor relajante del rigor. Puede conducir a que encuentren cabida películas que no son “de festival” porque no tienen méritos para serlo, y nada más. Music and Apocalypse de Max Linz fue un ejemplo este año.
Las causas de esto trascienden a los programadores, sin que eso signifique que no tengan una cuota de responsabilidad, que esta vez se hizo extensiva a tratar de defender lo difícilmente defendible. La política del gobierno actual de Argentina para el cine independiente ha sido tratar de eliminarlo, y favorecer una producción pretendidamente industrial y taquillera. La municipalidad que organiza el Bafici, en la que gobierna la misma coalición política, tampoco entiende ese cine. Su único indicador para evaluar el festival parece ser el número de espectadores, lo que ha conducido a que se llegue a una realidad típicamente latinoamericana: el crecimiento sin que se produzca desarrollo.
Por si fuera poco, este año la municipalidad le propinó al Bafici un golpe bajo que lo afectó profundamente. Hubo un radical recorte presupuestario como parte de los “ajustes” que el Gobierno de la Nación pactó con el FMI y que la ciudad autónoma replicó. Trajo como consecuencia una reducción del número de salas –aunque la propaganda oficial afirmara lo contrario–, así como la imposibilidad de traer a un invitado de la relevancia de los que han venido en anteriores ediciones y el que este año no se publicaran libros, etc.
Un resultado favorable inesperado del recorte fue el traslado de la sede principal a un complejo de cines que no funciona en un centro comercial, sino que tiene dos sedes ubicadas en la misma esquina, cerca del hermoso jardín del Museo de Arte Español de Buenos Aires. La cultura del shopping, sin embargo, se impuso en el improvisado “maratón Bafici” callejero. Con él se intentó alcanzar una cifra de “asistencia masiva” recurriendo a actividades que desvirtuaban el sentido cultural del festival, programadas por otra gente.
Pasando ahora a la razón de ser de esta nota, que son las películas, The Unicorn y Children of the Dead fueron comentadas anteriormente, por lo que no hay nada que agregar aquí. También la ganadora del Premio Especial del Jurado de la competencia internacional, Los tiburones de Lucía Garibaldi, y el corto premiado en Vanguardia y Género, Ceniza verde de Pablo Mazzolo. Pero faltan unas líneas sobre otros títulos del palmarés.
Danny, la ganadora como mejor largo en Vanguardia y Género, fue otro descubrimiento del Bafici, donde tuvo su estreno mundial. Los codirectores son los canadienses Lewis Bennett, documentalista realizador de The Sandwich Nazi (2015) y a cuya obra dedicó un foco el festival en 2016, y Aaron Zeghers, realizador de cine experimental que en un pequeño evento paralelo presentó en Buenos Aires una selección de trabajos en fílmico, suyos y de otros cineastas de Winnipeg, donde dirige el Gimli Film Festival. Pero en realidad, Danny es un film del autor de las grabaciones de sí mismo en video en las que está basado, hechas por Danny Ryder en 1993, luego de que le diagnosticaran leucemia, y que Bennett y Zeghers editaron.
Se trata de una película de material encontrado luego de un prolongado reposo. En consecuencia interesa, en primer lugar, por el contraste que permite percibir entre las confesiones del personaje, a manera de testamento audiovisual, y lo que se ha transformado en práctica trivial y hábito frívolo, debido a la proliferación de los celulares con cámara y a la difusión instantánea que permiten las redes sociales. También, en segundo lugar, por ser revelador de las posibilidades de usar la cámara de cine como espejo, y no como ventana hacia la realidad o un mundo imaginario, con el contrapunto entre la transparencia que parece tener el performance de la confesión y lo borroso de las imágenes.
Pero, sobre todo, es un hallazgo en esta película la manera como el Danny del video medita sobre los problemas de un hombre maduro que ve llegar el fin de su camino por la vida. Es una lúcida expresión de conciencia de la situación existencial y de sus sentimientos, pero sin caer nunca en el sentimentalismo, aunque dé ganas de llorar. O, al menos así fue, el montaje que Bennett y Zeghers hicieron del material, quienes pudieron haber creado en la película un personaje para la posteridad, quizás distinto del real.
La fundición del tiempo es un documental uruguayo de aspiración universal. Confronta dos lugares, uno en blanco, y negro y otro en color. El primero es Nagasaki, donde Estados Unidos lanzó la segunda bomba atómica sobre Japón, lo que hizo que el enemigo se rindiera y terminara la Segunda Guerra Mundial. El personaje es allí un especialista que se ha dedicado a la salud de los árboles afectados por la explosión nuclear. El otro lugar está en el campo, en Uruguay, donde un hombre trata de domar un caballo hablándole en francés. También han dos tiempos puestos frente a frente: el de la historia, con la memoria de los acontecimientos decisivos, y el del cosmos y el mito.
No hay una voz expositiva convencional ni ninguna otra clave que aclare el sentido de lo que se quiere plantear. Por el contrario, se trata de abrir un espacio para que las imágenes y los sonidos lleven al espectador a meditar sobre temas que le conciernen, no solo como uruguayo, o latinoamericano o parte de la historia mundial, sino también como ser humano, habitante del planeta Tierra e incluso partícula del universo. Pero ese es también un problema de La fundición del tiempo: la huida hacia lo cósmico de un aquí y ahora que impone otras cosas en qué pensar. Faltan elementos para lograr una conexión entre lo inmediato y aquello otro, trascendente, hacia lo que quiere apuntar la película, lo que a su vez pone en cuestión el alcance al que aspira. Pero no por eso deja de ser una búsqueda singular y valiosa en el documentalismo latinoamericano, y el Bafici lo reconoció al premiarla.
La ganadora como mejor película en la competencia argentina, Fin de siglo, estuvo ubicada entre lo convencional de la selección, en particular de los documentales, y el extremo insólito: la galardonada por la Asociación de Cronistas Cinematográficos, Breve historia del planeta verde de Santiago Loza, una road movie con extraterrestre de plástico y lucecitas que había ganado el Premio Teddy en la Berlinale. Es un film que merece nota aparte, aunque no para compartir el entusiasmo de la crítica nacional. La película de Lucio Castro juega con ambos polos: al comienzo transita el camino del realismo documental, extensivo a las escenas de amor entre hombres, pero la historia estalla en la búsqueda de otra representación del espacio y el tiempo, que se acerca a lo fantástico en la medida en que desestabiliza lo primero.
El verdadero papel de rebelde fue asumido este año en la competencia argentina por Raúl Perrone con Ituzaingó v3rit4. Se trata de un rabioso panfleto fellinesco contra la frivolidad que el director percibe en el cine independiente de su país y en el Bafici. Se añade a las críticas implícitas el año pasado en La flor al cine nacional adocenado por las instituciones públicas creadas para fomentarlo y protegerlo. Ambos son llamados atención que siguen siendo pertinentes, aunque lo que haya tocado esta vez, en vista de las circunstancias, sea reclamar el apoyo que el Estado debe darle al cine.
Lo que el Bafici de este año requiere es crítica, pero también solidaridad. Hay que ser enfático en el señalamiento de los verdaderos responsables de la situación a la que llegó: los que decidieron apretarle el cuello con un recorte en línea con el “ajuste” acordado por el Gobierno de la nación con el FMI, sin dejar de exigirle por eso los números que necesitan para hacer demagogia en año electoral. Los convocantes a una protesta en el acto de inauguración añadieron cuestionamientos injustos, que se desprenden de un criterio ortopédico de la cultura en línea con sus clichés contra el “neoliberalismo”. Pero no por eso deja de ser válida su razón para quejarse públicamente. Con no menos razón los defensores de la frugalidad, como garantía de la independencia, argumentarán que se puede hacer un buen festival con poco dinero, y como se dijo valdría la pena repensar la relación tamaño-desarrollo. Pero no puede hacerse un Bafici sin el presupuesto que requiere un festival de esa naturaleza.