Por Pablo Gamba
Maggie’s Farm (2019), de James Benning, que se estrenó el año pasado en la Berlinale antes del apogeo de la pandemia del COVID-19 y que hoy forma parte de la edición online del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI), comienza con planos fijos abiertos en los que se destacan árboles entre una vegetación silvestre. Algunos de ellos tapan un fondo urbano lejano, del que, sin embargo, se perciben visualmente algunos detalles y está presente sobre todo en el sonido del ambiente, junto con los pájaros. En el fondo de otro encuadre puede verse parte de un auto y, finalmente, hay uno en el que se muestra en primer plano un letrero que prohíbe el tránsito automotor.
La descripción con palabras es tediosa y hace pensar en documentales experimentales del cineasta estadounidense como 13 Lakes (2004) y Ten Skies (2004). La falta de profundidad de campo del registro parece recordar también la fama de paisajista observacional de Benning, vinculada aquí incluso a una bidimensionalidad pictórica. Suele estar acompañada por la reivindicación del primitivismo –la comparación anacrónica con el cine de los Lumière–, la reivindicación de una contemplación análoga al aburrimiento y el conformismo con una “epifanía” trivial, aunque eventualmente puede ser maravillosa, como el eclipse de L. Cohen (2018), que fue parte del homenaje que se le hizo al cineasta estadounidense en el BAFICI en 2018.
Pero, después hay un cambio radical en Maggie’s Farm que desmiente todo eso y abre este film a una recuperación pertinente, en la actualidad, de preocupaciones del pasado que hoy es lugar común dar por “superadas”. Comienza con un plano de interiores de un techo del que parece ser un edificio industrial, aunque los créditos finales lo identifican como la sede del Instituto de las Artes de California. La bidimensionalidad se añade aquí a la abstracción creada por el uso del color en una composición que claramente recuerda los espacios característicos del cine de Michelangelo Antonioni. También el zumbido físicamente perturbador de los aparatos que, en el caso de esta película, se combina con ruidos de actividad humana siempre en off y de otros en que fusionan lo humano y la tecnología, como los de la radio.
En contrapunto con estos espacios abstractos, cobran relieve en otros planos objetos que no parecen tener ningún interés particular, sobre todo contenedores de basura, pero que tienen un aspecto extraño por su relación con el ambiente, intensificada por la manera como se los encuadra. Evocan con su inquietante presencia la olvidada alienación, que ya a comienzos de los años sesenta era un lugar común cuando Antonioni hizo la tetralogía que se relaciona con este tema –La aventura (1960), La noche (1961), El eclipse (1962) y El desierto rojo (1964)–. Se trata del problema de las cosas creadas por el ser humano que confrontan a la humanidad como una realidad enrarecida, un mundo ajeno al servicio del cual entrega su propia vida con el trabajo que le expropian. El cineasta italiano ya sabía este desgaste del concepto, y por eso se interesaba por investigar en sus películas los aspectos nuevos y aún desconocidos de la alienación que con la modernización se hacían sensibles en la época de esos filmes.
Finalmente, hay un encuentro entre el espacio natural y las instalaciones del instituto en las imágenes del exterior del edificio. Se anuncia con lucidez en un plano de interiores en el que fuera de campo se escucha una puerta que, al abrirse, deja entrar la luz natural y, junto con ella, el sonido de los pájaros que se imponen momentáneamente a la vibración de las máquinas. Este encuentro lleva a recordar los planos iniciales y a buscarle otro sentido al contrapunto entre los árboles y los elementos del paisaje urbano, incluidos otros objetos de presencia extraña e inquietante allí, como una cinta puesta como una corbata en el tronco de un árbol, sin que se entienda para qué, y el aviso de prohibición del tránsito en el contexto de un montaje que en un plano anterior incluyó un automóvil estacionado en el fondo.
También cobra significación de esta manera la canción de Bob Dylan de la que toma el título el documental y que es un llamado a salir corriendo del lugar de trabajo: “No, no vuelvo a trabajar nunca más en la granja de Maggie” (No, I ain’t gonna work on Maggie’s farm no more). La alienación, sin embargo, no se plantea aquí como una disolución de los personajes que pierden relieve hasta disolverse totalmente en el ambiente. En esta película de James Benning, la desaparición parece haberse consumado por completo y solo ha dejado tras de sí fantasmas sonoros híbridos humanos-electrónicos. Entre ellos está el de los Estados Unidos de América, que espanta en el himno que se escucha en off por radio al comienzo de un partido de beisbol, en un patio con residuos que parecen dejados por contenedores removidos.
Pero para que pueda hablarse propiamente de alienación, hace falta que haya historia, como sí la hay en la realidad cambiante del realizador de la citada tetralogía. En Maggie’s Farm, en cambio, la utopía de un futuro en el que los seres humanos se hagan dueños del mundo que crea su trabajo y restituyan su armonía con el mundo natural se diluye en un ingenuo llamado de la naturaleza, propio de una tradición crítica estadounidense. Lo que allí se plantea con relación a la historia no parece ser otra cosa que eliminarla, volver a cero la civilización, así como se trata de volver al comienzo de todo que son los Lumière en el cine. Eso es lo que ha llevado a críticos como Horacio Muñoz Fernández a calificar el cine de James Benning no como de vanguardia sino de retaguardia, en un artículo de Cine Documental n.° 10 (2014). Esta “retaguardia”, sin embargo, es al menos aquí una posición de resistencia y fuga del “progreso” que con claridad representa en el arte la sede del instituto californiano.
Trayectorias
Dirección: James Benning
Estados Unidos, 2019, 84 min.