BAFICI 2021: ORPHEA DE ALEXANDER KLUGE Y KHAVN

BAFICI 2021: ORPHEA DE ALEXANDER KLUGE Y KHAVN

Por Pablo Gamba

Alexander Kluge y Khavn de la Cruz colaboran por segunda vez en la dirección de un largometraje en Orphea, que se estrenó el año pasado en el Festival de Berlín. El primero fue Happy Lamento (2018), que participó en Venice Days, en Venecia.

Puede parecer insólita esta junta del poeta, músico y cineasta digital filipino, que considera que “Khavn” no es un nombre sino la marca de las películas que realiza con gran velocidad, y una figura capital de la modernidad fílmica, firmante del manifiesto del Nuevo Cine Alemán, que llevó al cine El capital de Karl Marx en Noticias de la antigüedad ideológica (2008) y ha dirigido películas como Artistas bajo la lona de un circo: perplejos (1968), entre muchas otras, sobre todo por el trabajo de Kluge con el filósofo crítico de la industria cultural Theodor W. Adorno. No resulta extraña, sin embargo, si se cree que la ópera y la imagen digital, que son la base de Orphea, aún pueden abrir posibilidades de ruptura en tiempos del todo vale.

Hay una parte de esta película en la que la protagonista cita a Ingmar Bergman, que cuando estrenó Persona (1966) comparó el cine y el arte con la piel de una serpiente cubierta por miles de hormigas: “No tiene más veneno, está muerta, pero las hormigas la mueven con un fervor vital”. Eso es lo que se propone hacer Orphea, para lo cual recurre al comienzo a un contrapunto entre la imagen en movimiento grabada y lo que da vida a la imagen fija al ponerla en movimiento, que es la animación. Es otra pista por lo que se refiere al cine entendido como montaje de planos: eso no existe en la imagen animada, que se mueve fotograma a fotograma, cada uno de los cuales implica una decisión de puesta en escena, de composición, etc. Las hormigas son, además, un motivo sutilmente recurrente a lo largo de la película.

Los “zapatos de senderismo del inframundo” con adorno de la protagonista taconean un “suelo” empedrado que evidentemente es un fondo digital. Lo confirma su pronta transformación en una foto de restos de celulares sobre la que continúa el zapateo.  Es la otra dimensión de la imagen que no se presenta como registro sino como creación de un mundo. En este caso, se trata de un mundo de representaciones operáticas fragmentarias que permiten cualquier combinación imaginable en ellas y entre ellas.

Las “paredes” que separan esta creación de la vida se borran por la vía de un nivel de producción como de aficionados, en particular por los accesorios de vestuario que recuerdan la estética afropsicodélica del jazzista Su Ra. Lo digital presupone también otra forma de disfrute de la imagen más cercana a la vida –incluso íntima– en Orphea, que es la vuelta al disfrute privado del kinetoscopio, al cual cita. Es a lo que vuelve el cine que se ve hoy cada vez más en computadoras y menos en salas de cine.

El regreso al mito de Orfeo –que es también el tema de la que es considerada la primera ópera, de Claudio Monteverdi (1609)– trata de lo mismo que la animación: devolverle la vida a lo muerto, como el arte, trayéndolo de vuelta de los infiernos. Es algo que la película se propone hacer con el comunismo, por ejemplo, con una recuperación de imágenes de la Unión Soviética a cuya consideración irónica, en calidad de utopía, debería llevar Stalin, aunque están Lenin y Trotski también aquí.

Pero justo por ese flanco es que comienzan a aflorar los problemas de Orphea. Derrapa totalmente al incluir no una sino dos versiones de la foto del niño sirio Alan Kurdi, ahogado, en una playa. Es una imagen que dio tantas veces la vuelta al mundo y con tan nulos efectos que hace manifiesta la incapacidad de mover de toda imagen. Destruye, en consecuencia, el proyecto estético y político de esta película: puede que vuelva una vida como la de las hormigas en el arte, pero no da vida a nada más. Lillith Stangenberg podrá gritar y contorsionarse de la manera más salvajemente punk que pueda, pero nada de eso alcanza para que su personaje tenga un efecto real. Además, no se entiende por qué no se vio la relación entre la URSS y Bachar el Ásad, puesto que el régimen de terror del que el chico sirio y su familia huyeron a Turquía, tratando de llegar a Grecia, fue apuntalado por los soviéticos durante la Guerra Fría.

La cuestión se complica por circunscribirse el acercamiento a los refugiados a cómo afecta a la excluyente Europa. Es un problema insignificante, para ellos, frente al que representan hoy los millones de venezolanos que han huido a Colombia, Perú y Ecuador. El corolario de esta mirada eurocéntrica es el paradójico giro “progresista” del mito griego que pone a la mujer como protagonista: es una alemana la que viene a salvar a Eurídiko de su infierno filipino. La sensibilidad de esta película, en síntesis, es la de los que necesitan la magia de la ópera y la ideología para olvidar su muerte.

Competencia internacional

Dirección, guion y diseño de arte: Alexander Kluge, Khavn de la Cruz
Producción: Alexander Kluge, Stephan Holl, Antoinette Köster
Fotografía: Albert Banzon, Lawrence Ang, Thomas Willke, Walter Lenertz,Vincent Schaack
Montaje: Albert Banzon, Kajetan Forstner, Andreas Kern, Roland Forstner, Erich Harant, Toni Werner
Sonido: Michael Kurz, Frederic Krauke
Música: Khavn de la Cruz, Sir Henry Tilman Wolf, Stereo Total
Interpretación: Lillith Stangenberg, Ian Madrigal
Alemania, 2020, 82 min.