BITÁCORA DEL FIC VALDIVIA: UN INTERCAMBIO CINÉFILO

BITÁCORA DEL FIC VALDIVIA: UN INTERCAMBIO CINÉFILO

Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse (Pablo Martín Weber, 2020)

Por Héctor Oyarzún y Alonso Castro Gutierrez

Con la pandemia, dentro del campo cinematográfico, las vinculaciones entre los festivales de cine y sus públicos han variado significativamente. Los espacios de interacción entre los “asistentes” al festival -y también entre las personas con las películas- pasaron momentáneamente por un proceso de transformación desde lo presencial a lo predominantemente digital. Si bien este corte parecía una condena a la soledad digital, con el tiempo, también posibilitó la interacción con diferentes personas y en espacios de diversas latitudes del mundo, contexto en el cual Héctor y yo nos conocimos. Nos juntamos a escribir, junto a Vanja Munjin, un texto hecho a tres pares de manos sobre El año del descubrimiento que se puede leer por acá.

Luego de esa primera experiencia, ambos nos trazamos el ejercicio de escribir, a modo de diario, sobre algunas de las películas proyectadas en la última edición del FICValdivia que hemos visto en paralelo de manera presencial y virtual, desde Valdivia (Chile) y Lima (Perú). El objetivo fue seguir colaborando en una escritura colectiva, aunque para esta ocasión las reglas hayan cambiado. El hecho de que uno se encontrara presencialmente en el festival mientras el otro asistía a la versión virtual desde casa nos sirvió como excusa para seguir conversando y, sobre todo, continuar pensando en la transformación en curso que vive la actitividad festivalera. Este diario doble presencial/virtual, como el propio festival, busca dejar testimonio de aquello.

Día 1

Alonso: Como es característico en mi vida dejar siempre al último lo que pude hacer para ayer, empecé a correr con el visionado de películas del Festival de Valdivia pocos días antes de que culmine su edición 28. Con la premisa de ver varias películas en un día, teniendo la ventaja de no tener que movilizarme estando en casa (Lima, Perú), me dispuse a empezar la mañana con dos películas que participaron en la Selección Oficial Cortometraje Latinoamericano: Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse (Pablo Martín Weber, 2020) y Mi última aventura (Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini, 2021). Todo eso gracias al poderosísimo acceso que posibilita contar con un VPN.

Primero empecé con Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse de Pablo Martín Weber, la cual fue reconocida como el mejor cortometraje argentino en la edición de 2020 del Festival de Mar del Plata. En la película se nos presenta al historiador natural británico Philip Henry Gosse, quien se empeñó por estudiar la vida marina, los fósiles y el devenir de la humanidad desde una mirada teológica cristiana. Sin necesariamente caer en lo biográfico, lo que hace Weber es tomar como excusa la producción intelectual de Gosse para ensayar algunas reflexiones en torno a su archivo de imágenes en movimiento, su origen y alcance para leer a la realidad contemporánea de su ciudad (Córdoba) y del mundo.

A modo del cine-ensayo, se hilvanan ideas con imágenes en movimiento y sonidos, con una voz en off en constante presencia a lo largo de la película. Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse recuerda mucho a películas del suizo-canadiense Peter Mettler, en donde hay un tono ensayístico alrededor de ciertos temas específicos como, por ejemplo, en The End of Time (2012), donde se explora las concepciones alrededor del tiempo y cómo se perciben alrededor de algunos eventos en distintas ciudades del mundo; o también en Becoming Animal -codirigida con Emma Davie- (2018), donde se nos hace parte de la discusión en torno a la división ontológica entre naturaleza y ser humano.

Pablo Weber nos hace parte de un intercambio de ideas tal como si fuera una conversación entre él y nosotros, es decir, más que una narración unipersonal. Así se explora y profundiza en una reflexión bastante sugerente sobre el fósil como objeto, o más precisamente su archivo (audiovisual digital) como objeto, producto de su recopilación personal por la internet. La característica intangibilidad de estos archivos digitales se materializa a través de los juegos entre imágenes en movimiento que presenciamos en la película, lo cual de alguna manera nos hace dimensionar el peso que tiene el mundo de archivos audiovisuales digitales en la realidad más cotidiana. Los juegos de la realidad virtual no solo simulan, sino que, por momentos, exceden lo representado de algunas escenas cotidianas, tal como se ve con explicitud en la secuencia del charco de agua registrada por la cámara de Weber, donde finalmente se confunde con una textura de píxeles que conduce nuevamente al mundo de la animación digital y el 3D.

Luego de ver la película de Weber, vi Mi última aventura, ganadora del gran premio de la Competencia Internacional del BAFICI de este año. A diferencia de Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, la película de los cordobeses Ramiro Sonzini y Ezequiel Salinas se adhiere a un estilo más convencional, pero no por eso deja de ser muy sólida en términos narrativos, así como su propuesta de puesta en escena. En ella se nos cuenta la historia, acaso soñada, del último encuentro entre dos amigos, Pelu y Jandro, dedicados a los atracos y robos.

A lo largo de Mi última aventura, se puede ver cómo se dispone la noche en la ciudad, adquiriendo un tono de ensoñación bajo los tintes verdosos, azulados y amarillentos que tiñen las escenas nocturnas que espectamos. Por momentos, algunos pasajes de la película remiten a la puesta en escena de las películas de Wong Kar-Wai, donde la línea argumentativa sirve de excusa para representar los espacios de una ciudad (tanto de interiores como exteriores como restaurantes, plazas, calles, vías, o túneles anónimos) como Córdoba que, para ojos extranjeros, parece un territorio atemporal; y también para retratar los cuerpos que se insertan en ese entramado urbano.

La atemporalidad de ese territorio citadino, o más precisamente la descontextualización de aquel, parece estar subordinada al relato, aunque por momentos nos den pistas de dónde estamos por cómo se habla o también por otras referencias culturales. Así, por ejemplo, a partir del uso de canciones populares se complementa eficazmente lo narrado visualmente, logrando fluidez narrativa. Ello se instaura como un recurso más para hacer que la película avance a su ritmo, concluyendo en lo que sería la última noche de complicidades y amistad como punto final de la historia.

Día 2

Héctor: Recuerdo que vi Homenaje a la obra de Philip Gosse después de ver varios comentarios en línea después de su paso por Mar del Plata. Desistí de verla en línea a través de un VPN después de la desastrosa experiencia de ver una versión intermitente de Los conductos (Camilo Restrepo, 2020), con pausas cada tres escenas por problemas de internet. Por suerte apareció un link al poco tiempo. Pensando en tu propia experiencia de verla en Lima –qué bueno que te corran mejor que a mí–, me queda todavía la duda de cómo será ver una película así en el cine. Este año no topó con mi cronograma en Valdivia, por lo que solo tengo el recuerdo de ese visionado en cuarentena.

Como dices, la narración de la película tiene bastante de conversación, con la cercanía del intercambio de ideas que tiene la voz narradora de algunas películas-ensayo. Lo curioso es que el cruce de conceptos acá, tan fácil de relacionar a Marker, por ejemplo, no parece producto tanto de un itinerario de lecturas o viajes como de una constante navegación digital (que incluye, evidentemente, su propio itinerario de lecturas). Si la vinculación en la película markeriana acerca el montaje al pensamiento, en el corto de Weber pareciera asemejarse a otra forma de pensamiento asistido por la máquina, a la navegación. Revisando el texto sobre el fenómeno del cine Flarf que el cineasta realizó para La Fuga, no es extraño encontrarse con nombres comunes al pensamiento contemporáneo de la digitalidad y la tecnoestética: Manovich, Steyerl, Stiegler, Groys, etc. Digo esto no tanto para rastrear las afiliaciones intelectuales de Weber en la película como para señalar que en este caso el soporte del visionado dialoga de manera directa con lo que vemos.

Haber visto una película así el año pasado gracias a un link que llega al WhatsApp o, como hiciste tú este año, desde la oferta virtual de un festival híbrido no solo me parece ad hoc, sino, quizás, la condición ideal. Incluir Homenaje a la obra de Philip Gosse en medio de una serie de clics o dentro de algún cronograma de programación online me parece también una forma de dialogar con la narración de Weber y la experiencia de la navegación. Por lo tanto, ¿cómo habrá sido ver esos pixeles y saltos en pantalla grande? Me parece que habría que poner atención a estos visionados que, posiblemente, discuten las nociones del “visionado ideal” que han aparecido con mayor fuerza post-pandemia y post-secuestro de algunas películas desde las plataformas de streaming.

Me parece una conexión pertinente considerando que mi segundo día de Valdivia tuvo como centro ir a Memoria (2021), la muy esperada última película de Apichatpong Weerasethakul junto a Tilda Swinton en Colombia. Poco antes de su exhibición en Valdivia se publicaron algunas notas describiendo el modelo de distribución que Neon estaba planeando para la película: una ciudad y un teatro por semana con funciones rotativas y no paralelas. Además de esto, afirmaron que la película no tendría ediciones en DVD o exhibiciones digitales (todavía queda la duda cómo se compatibiliza esto con su adquisición de parte de Mubi para algunos países). Weerasethakul afirmó que para Memoria: “la experiencia del cine es crucial o, quizás, la única opción”.

Este anuncio generó una división entre quienes veían un bello gesto de defensa a una experiencia amenazada y quienes acusaron un movimiento elitista. En un nivel más profundo, el detalle de que esta experiencia no pueda ser simultánea –solo una audiencia a la vez— es, sin duda, una reacción al modelo de distribución on demand, al mismo tiempo que una propuesta curiosa frente a la forma en que el cine se ha distribuido desde sus inicios. Durante esos días hubo una broma del usuario migo en Twitter, una versión propia del meme “Karl Marx failed to consider”: “Walter Benjamin failed to predict the re-auratization of film projections in times of digital streaming” (Algo así como: “Walter Benjamin no llegó a predecir la re-auratización de las proyecciones de cine en tiempos del streaming digital”). Más allá de la discusión sobre elitismo/no elitismo, la idea de la audiencia única como forma de distribución sirve para ver cómo algunas nociones sobre la asistencia al cine han ido cambiando, pensando también, por ejemplo, en la reciente tendencia de tomar fotografías al comienzo de una exhibición en un cine, algo que me ha tocado ver en varias funciones recientes en el Cine Normandie.

Con esta discusión en mente, no fue tan sorprendente que ya el primer plano de Memoria fuera enfático en su atención a la experiencia de la sala de cine. La disposición de un plano oscuro que deja ver con poca claridad la silueta de Swinton se ve de pronto interrumpido por un sonido extraño y fuerte. Y por fuerte, hay que pensar en muy fuerte, sorpresivo, extraño, similar los excesos de mezcla que llevaron a algunos técnicos en salas a bajar el volumen en exhibiciones de Dunkerque (Christopher Nolan, 2017) al pensar que se trataba de un error. Sin embargo, a diferencia de Nolan, no se trata acá de un atajo para lo que se entiende como experiencia “sensorial”, sino de una interrupción sonora que se vuelve vital para la trama y la forma en que se presenta la película.

Si bien es cierto que Memoria se corresponde al espacio liminal que presentan otras películas de Weerasethakul, este primer plano del sonido tiene algo de novedoso. El sonido no solo tiene lugar como elemento narrativo predominante (el personaje de Swinton está siendo “perseguida” por este golpe sonoro, algo que compartimos como audiencia en situaciones inesperadas) sino también como concepto y elemento de creación. La larga escena en que Swinton se sienta por primera vez con el ingeniero de sonido Hernán (Juan Pablo Urrego) para materializar este sonido no solo sirve para jugar con nuestro recuerdo inicial (es difícil no empezar a comparar el sonido que están creando con lo que escuchamos al inicio), sino también para pensar en las dificultades para llevar al sonido a palabras. La descripción no puede abandonar la guía de las metáforas visuales y texturales (“redondo”, “metálico”) para aproximarse a esa primera escucha, haciendo un guiño de paso a la propia construcción sonora de la película. Ya sea en su exhibición en algún lugar de Lima o en su llegada a torrent, espero que más temprano que tarde podamos comentarla.

Día 3

Alonso: Para solo cerrar (por ahora) lo de la proyección-exhibición de Memoria en Perú, por ahora parece que fuera  improbable, considerando que hay pocos espacios físicos que tengan el interés de proyectarla presencialmente. Espero que algún festival local se anime a hacerlo para el próximo año.

Hoy, en Lima, el cielo está teñido de un gris opaco (lo cual no es algo raro, a excepción de cuando es verano y el techo de la ciudad se vuelve celeste). Ese color grisáceo suele marcar mucho mi ánimo, sobre todo en los días fríos de invierno, lo que va cambiando con la llegada de la primavera. Los días se alumbran, aunque sea solo por ratos.

En uno de esos días de casi primavera, en una mañana de domingo gris y fría, instalado en casa (como parece ya ser costumbre de siempre desde que inició la pandemia), vi Charm Circle (2021), ópera prima de Nira Burstein, película que fue parte de la programación de la Selección Oficial de Largometraje del Festival Internacional de Cine de Valdivia. En ella se nos presenta a la familia Burstein, la cual podría ser catalogada como “disfuncional”, según algunos manuales estándares y conservadores de psicología y ciencias sociales. Sin embargo, mientras más nos adentramos en su vida íntima, a través del archivo familiar fotográfico y de videos caseros, así como de conversaciones e interacciones registrados por la misma Nira con su cámara, se pueden percibir matices que complejizan lo que es el espacio íntimo de quienes integran a los Burstein.

La mirada de Nira Burstein hacia lo que fue y es su familia permite capturar -de manera cuidadosa e interpelante- los rasgos de una vida doméstica marcada por tensiones y crisis emocionales y psicológicas. Percibo que llegar a ese punto de honestidad y mostrarse a ese nivel de transparencia posibilitó que pueda comprender, de una forma u otra, las complejidades de cómo se reconstruye una historia familiar a partir de visibilizar sus fisuras internas. Es casi como si fuera un ejercicio de memoria viva de la composición filial entre padre, madre e hijas. A partir de eso, queda claro que la constitución del entorno familiar no se da de forma gratuita, sino que, mal que bien, se recrea con cada gesto, interacción, discusión o intercambio afectivo cotidiano.

Me parece que Nira Burstein realiza un retrato detallista y transparente de los vínculos familiares enmarcados por el espacio físico de la casa ubicada en la calle Charm Circle. Lo íntimo-privado, finalmente lo personal, es (re)presentado a modo de un registro autobiográfico, a través del cual la directora deja constancia de sí como agente que representa y, al mismo tiempo, de su familia como grupo representado.

Por eso, creo que, al finalizar la película, me resonó aquella idea postulada por distintos movimientos feministas de los sesenta: lo personal es político. Al visibilizar las fisuras, conflictos, tensiones, añoranzas y frustraciones de la familia Burstein, se discute sobre lo que implica vivir en familia y colectividad en tiempos donde -parece- predomina la individualidad exacerbada y el aislamiento emocional.

Charm Circle (2021), ópera prima de Nira Burstein

Antes de despedirme por este día quería dejar anunciadas algunas impresiones generadas (muy preliminares) de El gran movimiento de Kiro Russo. Como primera impresión, se me vino a la mente cómo se retrata la ciudad de La Paz, y a su gente, viviendo en las calles, interactuando en espacios públicos (algo que, desde inició la pandemia, en muchos países de la región se vio restringido como medida de distanciamiento para evitar la propagación del coronavirus).

En varios sentidos, la idea y sensación de movimiento en la ciudad se hace muy patente: por ejemplo, están la serie de secuencias donde se ven a las personas estando en el mercado, lugar que típicamente puede condensar lo que es un entramado urbano. Esto último me recuerda a lo que mi profesor del curso de sociología de la cultura hace años mencionó: parafraseando, decía algo así como si alguien quiere darse una primera idea de una ciudad, no podía dejar de visitar mercados y cementerios. Esa idea cobra mucho sentido en El gran movimiento de Russo, pues puede apreciarse esa “vida” propia que se reproduce en la ciudad, por y pese a sus habitantes, en su cotidianidad en espacios como el del mercado u otros asociados a demás rituales diarios.

Día 4

Héctor: Curioso que menciones el retrato de la vida de ferias en El gran movimiento, una de las películas que más me ha costado digerir desde que la vi ayer en la mañana. Es cierto que el filme de Russo está colmado de esa entrada casi etnográfica a la ciudad: los postes de luz, las manifestaciones, la vida de mercado que mencionas. Incluso, recuerdo escuchar a un amigo mencionarla junto a la etiqueta de lo documental a la salida. Me llama la atención este foco en la parte documental porque estuvo lejos de la impresión que me había dejado, más allá de la negación u obsolescencia de este tipo de categorías. Sin embargo, pensándola ahora con cierta distancia, efectivamente la intromisión de lo “real” aparece en todas partes. Aún así, me parece que va un poco más allá de la categoría de película fronteriza.

Al conversar después e intentar ubicar El gran movimiento entre otras películas aparecieron conceptos y nombres como Carpenter, el Coppola de La conversación (1974), A febre de Maya Da-Rin (2019), Sanjinés, Agitprop soviético, sinfonías de ciudad y, por supuesto, el Thriller de Michael Jackson y John Landis. La película de Russo huye de un formato o un discurso claro. Los personajes enferman “socialmente”, como en una película de Sirk, y se incluyen consignas y protestas en las calles bolivianas, existe una pulsión crítica evidente. Aún así, también se trata de una película empapada por el estado de sus personajes, entre la fiesta y las fiebres posteriores. Una percepción alterada por lo que ocurre argumentalmente, por un lado, pero también por la distorsión óptica de los planos con el calor, o por el uso de tomas aéreas de extrañamiento, justo en un momento en que el plano aéreo se ha convertido en un estándar.

Ya en el último día, me dirigí a los cortos de inauguración y clausura. Si bien el programa prometía bastante gracias a los últimos cortos de Torres Leiva y Antunes (conozco muy poco la obra de Alexandra Cuesta como para agregarla a mi lista personal), mi motivación principal tenía que ver con ver Los huesos, el último cortometraje de Cristóbal León y Joaquín Cociña. Además de la poco común presencia estelar de una animación en un festival grande, el recuerdo de La casa lobo (2018) hace unos años en el festival persistía, especialmente con el “movimiento” de voces y la manera en que utilizaban el sonido en la sala.

Los huesos repite la idea de presentar la película como si se tratara de un found footage, donde la pareja de directores se presentan como los encargados de mostrar el material al mundo, no como sus creadores. Si esta idea ya era un absurdo en La casa lobo y el formato de propaganda animada hecha en Colonia Dignidad, en este caso el anacronismo es todavía más declarado: un stop motion chileno de 1901.

Si bien la fecha del inicio de la animación es una polémica no resuelta (¿1900? ¿1906? Muchas historias oficiales incluso proponen a Pobre Pierrot de Reynaud, tres años antes de la invención del cinematógrafo), los movimientos y la estética de muñecos de Los huesos resultan técnicamente imposibles para pensar el juego anacrónico de Cociña y León como algo posible. En una conexión improbable, el gesto podría verse como una versión animada de una película como La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1968) o de algunas obras de Peter Watkins, simulaciones de documentales directos “rodados” en pleno siglo XIX.

Aunque algunos aspectos de los muñecos se podrían comparar a los de Starewicz (por pensar en el stop-motion temprano), en realidad la obediencia a las reglas temporales podría tener más relación con el cine live action primitivo antes que con las animaciones de principios del siglo XX. Los planos de Los huesos funcionan con reglas de montaje básicas, planos generales y fijos, acciones e imágenes centrífugas, etc. El movimiento de la muñeca principal, en cambio, adquiere un detalle de movimiento que no solo es extraño para las animaciones primitivas, sino también para las películas anteriores de León y Cociña. Si hasta ahora el dúo había abrazado cierta “incorrección” en su técnica animada (siendo la visibilidad de sus hilos el elemento más notorio, pero también la inestabilidad de su cámara),  Los huesos sorprende por su precisión en el movimiento, algo que se puede apreciar mejor con el plano fijo. En algún momento, cuando cambian el muñeco de Constanza Nordenflycht por el cuerpo de una niña real en algunos planos, la transición y la diferencia de movimientos apenas se notan; los brazos que suben y bajan cuadro a cuadro no son realmente tan distintos a los de el movimiento real. Más que un salto de “calidad”, pareciera que Cociña y León necesitaran cambiar de formato después de llegar a una especie de conclusión de su animación más “sucia” en su único largometraje.