Por Ivonne Sheen
La inauguración de Cámara Lúcida se caracterizó por la intimidad del evento, de una cuidada programación que se concentra en la no-ficción y el experimental afectivos, oníricos y políticos. El director del festival, Francisco Álvarez, aprovechó los protocolos para compartir con nosotros pensamientos que se detonan en nuestra región latinoamericana y que exigen un urgente diálogo. “Una sociedad sin cine, es una casa sin ventanas”, describió Álvarez, invitándonos a mirar más allá de nosotros mismos, a expandir nuestros pensamientos y experiencias. Sobre todo en el cine de no-ficción y experimental, los vidrios de las ventanas permiten un reflejo de nosotros mismos, que a simple vista es tenue, pero, que en su realidad son catalizadores profundos de pensamientos colectivos y personales. El cine como una constante actividad de percepción cinemática y desocultamiento.
¿Qué se podría desocultar? El misterio de aquello que el lenguaje no logra describir y atrapar. En Pirotecnia (2019) de Federico Atehortúa, el cine es exhibido, como artificio y simulacro de verdad. Tal vez, no solo el cine, si no las imágenes, las memorias oficiales y privadas, las subjetividades, los discursos, hasta el propio lenguaje. Pirotecnia es una no-ficción, pero, sobre todo, es un film-ensayo, es una investigación que funciona como una trampa, en la que el director desde su propia enunciación, nos relata la historia del cine en Colombia, la historia de la guerrilla y el conflicto familiar: la repentina mudez de su madre. Este último hecho, parece ser el detonante de la película, el despegue de este enjuiciamiento a las imágenes, para que estas revelen su propia naturaleza de simulacros, aspecto que ha sido aprovechado para la propaganda política y la sociedad de control.
En un entretejido complejo, la película nos convence y desconcierta constantemente, no hay nada que se pueda afirmar a partir de las imágenes. En ese sentido, surge la pregunta por lo verdadero. Atehortúa logra trenzar sus reflexiones en torno a la memoria colectiva y privada, partiendo desde una investigación ontológica de las imágenes, y por ende de nosotros mismos. La película, coherente con su propuesta, no busca llegar a conclusiones, porque esta es un proceso abierto que concluye con la voz de la madre llamándolo por su nombre, desde imágenes pasadas. Aquella voz de enunciación, que narraba mientras mirábamos, se convierte en una que es interpelada por la voz de su madre. En aquel momento, Atehortúa se sienta con nosotros en el cine, a mirar el cine y a mirarse a sí mismo.
No hay pruebas científicas, tal vez su madre se quiere morir- le dijo uno de los doctores-, tal vez es todo intencional, y como su padre en un momento comenta: tal vez nos está castigando. Este misterio lleva al director a esta indagación sobre la verdad, ¿existe alguna verdad entre las imágenes? Repasando hechos históricos en Colombia, relacionados a la manipulación y propaganda, valiéndose de las imágenes como dispositivos idóneos para aquel propósito, como la representación registrada en fotografías de la ejecución de cuatro hombres declarados culpables del intento de asesinato del presidente Rafael Reyes, y de las indignantes puestas en escenas oficiales, en la que se disfrazaban de guerrilleros a víctimas inocentes, los falsos positivos, para incitar en la población un deseo de exterminio de aquel otro, del enemigo.
Pirotecnia mantiene un flujo afectivo íntimo, que se desemboca en la complejidad y violencia que generan los discursos oficiales. Su madre -aparentemente- tuvo relación cercana con grupos guerrilleros en sus inicios. Ella, como educadora, registró distintas puestas en escenas con niños, en las que Federico también aparecía. La película carga un aura de especulación infundada de manera muy precisa, en la cual el mismo director pierde credibilidad, y hasta sus propias memorias resultan dudosas de realidad, ¿pero aquello importa? ¿importa que sean reales? En un ámbito social, es fundamental que las imágenes sean dispositivos de verdad, sobre todo, en momentos de conflicto. Que las imágenes puedan acercarnos a los hechos como gritos de justicia. Asimismo, revelar los artificios ideológicos en las imágenes, resulta en un acto político que nos confronta como ciudadanos, como personas que construyen sus memorias a partir de la intimidad, pero también a partir de la historia oficial.
Hay dimensiones en la experiencia que el lenguaje científico no podrá expresar. La poesía bifurca y expone aquellas grietas, en las que el entendimiento corresponde al inconsciente y psicología. En las imágenes oficiales se entretejen ideologías. Pirotecnia también se presenta como un mosaico de registros, en el que múltiples formatos se encuentran, con poca homogeneidad. Hay una fragmentación que las unifica en otros aspectos, en aquellos aspectos de los misterios que estas cargan y de un relato personal que va y viene entre lo documental y la ficción. El acto de volver a mirar imágenes personales y sociales, es un recurso recurrente en el cine latinoamericano de no-ficción. A modo de terapéutica, que se rebela ante los discursos oficiales y hegemónicos, y también como una búsqueda de los afectos personales como esencias.
Poema anexo:
En algunos versos finales del poema No se lo digas a nadie* de Tom Hoagland, este recita:
(…)
luego hacia debajo de nuevo hacia la fría máscara húmeda del inconsciente.
Que yo sepa, quizás todo el mundo está gritando
mientras van por la vida, en silencio,
educadamente guardando el gran secreto
de que no es todo risas
ser desgarrado por el chueco pico
de algo llamado psicología,
ser sumergido
una y otra vez al interior del tiempo;
de que el más verdadero, el más íntimo
placer que puedes encontrar algunas veces
es el húmedo beso
de tu propio dolor.
Allí va Kath, a la una pm, a nadar sus veintidós vueltas
de ida y de venida en la piscina comunitaria;
–¡qué disciplina la que tiene!
Veintidós vueltas como veintidós páginas
que nunca serán leídas por nadie.
*Traducción de Matheus Calderón