La sección de cortometrajes dedicada a la producción ecuatoriana reciente en la quinta edición de Cámara Lúcida propone una extensión geopolítica. El territorio se desmarca y cede a la experimentación, a la libertad plena de las subjetividades, desde el diario fílmico hasta la intervención matérica en el celuloide, pero ya no desde el mismo Ecuador, sino desde uno descentrado, desde Guayaquil a Nueva York, de Chile a Los Ángeles, de Quito a Buenos Aires. Una nueva cartografía marcada por los aprendizajes de los mismos cineastas que gracias a la mirada de Francisco Álvarez, programador y director del festival, compartieron programa para dar cuenta de una actividad creativa permanente, fluida, que explora incluso los sucesos recientes que dieron la vuelta al mundo a causa de la COVID-19.
Con Notes, imprints (on love): Part I (2020), Alexandra Cuesta, la cineasta radicada en EE.UU., anuncia el inicio de una serie en 16 mm marcada por la vida cotidiana. En este primer episodio, la mirada de Cuesta como sujeto en tránsito, y en plena despedida de una relación amorosa, se posa por paisajes, lugares caseros o personas que la rodean como si se tratara de chispazos de una memoria que se niega al desprendimiento, o que muestra una cierta incomodidad ante esa separación. De allí que la ciudad parece estar recuperada desde aquello que parece ser anodino: carteles de negocios, la observación de los exteriores desde un cafetín de suburbio, o paseos por un lago que parece ser eje de solaz, sin embargo, todo ese entorno externo se ve atrapado o encerrado por escenas que desmantelan un espacio común y doméstico: un departamento vacío, habitado por sombras o la espalda de un compañero que duerme. Es como si Cuesta hubiera encontrado en este entorno difuso, entre lo público y lo privado, una vía para exhumar sensaciones en posiciones liminales, atrapadas entre estos dos espacios.Si bien en Notes, imprints (on love): Part I prima un dispositivo de lo íntimo, este luce atravesado por otros componentes que aparecen en sus trabajos previos, de índole más exploratoria d de lo social, donde se auscultan espacios urbanos y nociones de ubicuidad y desarraigo, de desplazamientos, desde un montaje de asociaciones o encadenaciones, que en este caso van dando cuenta de un disyuntiva emocional.
Por otro lado, en Antonio Valencia (2020), la artista y cineasta Daniela Delgado Viteri mantiene un interés por identificar sensibilidades desde una perspectiva antropológica y desde el videoarte, y alejada de la estética de anteriores trabajos como Casa circular (2012) y para estar más a tono con propuestas recientes desde el documental y la entrevista, como el espléndido Atajos (Shortcuts, 2019). En este breve cortometraje, Delgado Viteri establece un diálogo con la idea de un futbolista conocido, a partir del registro de un partido informal de fútbol, una pichanga, a orillas del mar. A punta de subtítulos va generando esta correspondencia con imágenes de jóvenes goleando, pateando o atajando. Así, no solo infiere sobre la popularidad de este deporte, sino sobre la emoción que despierta un gol, libre de consumo, contratos y zapatillas de marca.
En E Unum Pluribus (2020) de Libertad Gills, el calco sobre papel de una moneda de 25 centavos de dólar se vuelve un acto repetitivo, que poco a poco se va volviendo un sistema de falsificación, en un crescendo visual y sonoro de superposiciones. El calco intenta la reproducción masiva de una moneda, y con ello, le resta valor, ya que al final de cuentas solo es un círculo sobre una hoja blanca, que parece que no logra alcanzar su cometido, ante la necesidad de verse imitado, sin satisfacción, una y otra vez.
Esta forma estructurada, de variaciones, van generando una decisión estética, pero también ética. Por un lado, una vivencia de carácter performativo, de idas y venidas, de manos haciendo nacer formas circulares superpuestas, en una coreografía donde el sonido del lápiz de carboncillo genera una cadencia. Y por otro, el sentido ético, ya que se trata de calcar una moneda que contiene la imagen del escritor, abolicionista y reformador social afroamericano Frederick Douglass. Esta reproductibilidad técnica se va particularizando, ya sea en su intención musical, en su crescendo, como en su tratamiento dialéctico hacia un clímax infinito.
E Unum Pluribus, que significa “De muchos, uno” en latín, fue uno de los lemas nacionales de EE.UU. hasta 1956, y que apela a la idea de un país diverso y plural, y que hoy se mantiene en las monedas de dólar. Sin embargo, con la elección del centavo, que remite a Douglas, a su figura, a su mensaje que ha perdido “el aura”, a las luchas vigentes por los derechos humanos, a una moneda que tiene un valor muy mínimo, a un lema sobre un país que emergió de la pluralidad de la migración, y con el movimiento que le brinda Gills, todos los conceptos quedan licuados, desarraigados de su intención original: la reivindicación o la capacidad de engullir y desaparecer sentidos de un sistema capitalista invencible.
En un tono opuesto, La enorme presencia de los muertos (2019) de José María Avilés, plantea un relato de ficción a modo de crítica social, basada en sutilezas y contraposiciones. Un albañil migrante olvida su teléfono móvil en la banca de algún parque en Buenos Aires. Una joven estudiantes de clase media que lo observaba de lejos, recupera el teléfono y lo vuelve un fetiche. Responde mensajes, husmea en las fotos, genera un “storytelling” imaginario de emprendimiento y de sublimación a partir de estos elementos. Pero lo que propone Avilés no es una simple dicotomía, entre seres diferentes, desde sus separaciones sociales, generacionales o incluso sexuales. Sino más bien que a través de su personaje impulsa una lectura crítica desde una perspectiva muy leve (y quizás esto al ser sugerido, no sabemos si admira o detesta a sus personajes) sobre la vulnerabilidad de los trabajos informales (que se ampara en la decisión del plano final, de una mujer observando los peligros de un subtrabajo).
Y desde el diario íntimo, desde la narración en primera persona, Flores de Fuego (2020) de Oscar X. Illinworth, retoma en 18 minutos el imaginario de la muerte en tiempos de la COVID-19. El cineasta usa el collage para retratar un sentimiento conflictivo: la desaparición de su padre quien elige ir a sufrir las consecuencias de la enfermedad a la casa de una segunda familia que estuvo años oculta. Desde este hecho, de sorpresa y decepción, Illinworth propone un abordaje de lo obsceno, usando las fotografías impresas en un diario de los fallecidos en las calles en Guayaquil a inicios de pandemia.
Estas imágenes de lo inmediato (teniendo en cuenta que esta pandemia nos comenzó afectar en marzo y que el corto se terminó en agosto) van reflejando la urgencia de ir repensando la fuerza de las representaciones y las mediaciones desde su lado más grotesco, pero a partir de un tubo de escape muy personal. Hay una conversación del cineasta con una profesora o asesora donde se cuestionan precisamente cómo extraer estas imágenes dolorosas sin herir susceptibilidades, sin atacar los tabués de la muerte, o ir más allá del poder político de este abandono.
La cura que idea Illinworth es el de la purificación, a partir de la distancia de ver los hechos a partir del tamiz de un diario impreso, de su mediación quizás sensacionalista, pero también desde el fragmento y un ritual de fuego, que limpia y redime.
La parte más experimental, junto al corto de Libertad de Gills, lo conforman también los trabajos Body Prop – Movement 1 [destroyed be forever all the bonds of nature] (2020) de Michael Woods y Preludio (a la siesta del Fauno y la Bacante) (2020) de Martin Baus. En el primer corto, Michael Wood plantea una intervención desde un formato que imita el ojo de pez y las texturas sobre un entorno urbano. Metros, calles, caminantes, personas en su intimidad, absorbidos por un montaje frenético, que los inserta en este soporte físico de un cineasta cyborg. Woods logra transmitir esta intoxicación visual, que apabulla, desconcierta, que genera una plasticidad incómoda, por el grado de hiperinformación e hipervisualidad.
>Mientras que el corto de Martin Baus, que toma su título de una pieza de Debussy (que también acompaña la puesta), va desmantelando una escena publicitaria con aires de western para proponer nuevos roles de género, entre una mujer que atiende un negocio de corte de cabello y un cliente, desde una estética pop muy de los años cincuenta. Desde los recursos de la apropiación, va fragmentando y generando nuevas “narrativas” sobre esta relación entre los dos personajes, cuyas acciones mínimas están al servicio de roles estancos, que Baus subvierte (también desde lo sonoro y la incursión del sonido óptico que “afecta” a Debussy).
En esta secuencia que se resignifica, Baus aprovecha el sonido industrial de la materialidad del frame, así como de esta necesidad de revivir lo que aparece como detrito o anexo a ese rollo, como dejar que respire ese detrás de cámara del celuloide: perforaciones, imperfecciones en la película, rayaduras, desgaste por el paso del tiempo, los intersticios entre cortes. Un preludio sobre aquello que suele estar fuera de campo, porque no se percibe como parte del cine, o desde la textura del descarte.