Por Mónica Delgado
En estos días de festival, la atención ha estado en cineastas de afirmada trayectoria, unos ganadores ya de la Palma de Oro y otros que quizás se lo merezcan. Mientras algunos reportes dan como más votada a Our Little Sister de Hirokazu Kore-eda, otros han fijado su atención en dos proyectadas ayer: Mia Madre de Nanni Moretti y Carol de Todd Haynes.
Mia Madre de Nanni Moretti es un filme sobre la naturaleza misma del cine. Si bien existe la madre como personaje que da vida literal al título, pareciera que la intención del cineasta italiano va en otra vía. Hay algo que Moretti exhuma en esta película, un tipo de demonio interior que afirma dos cosas: su relación con el cine así de descarnada y vital, y la analogía de la preparación del luto con el proceso mismo de rodaje.
La historia es en apariencia sencilla: una cineasta de estallidos histéricos ( Margherita Buy) que filma una ficción sobre reivindicaciones laborales, tiene que desdoblarse para visitar y atender a su madre enferma, lo que hace aflorar o visibilizar más su actitud irascible con su equipo de trabajo. La llegada de un actor estadounidense (John Turturro) añade la cuota escapista a una situación de por sí difícil. Nanni Moretti encarna al hermano de la directora, que la acompaña en el proceso, y se muestra como su reverso apacible y de balance ante la frustración. Sin embargo, las diversas correspondencias que Moretti desencadena entre la figura de la madre y la pasión por el hecho de hacer cine, van propiciando que emerja otro tipo de lectura, más oscura, por qué no, sobre aquello que mueve al cine.
A diferencia de La habitación del hijo, donde la perdida es el desencadenante, aquí Moretti parte de un proceso ante una certeza, y lo hace realizando un tejido metafórico con aquello que perdura o inspira en la figura misma de esta madre, ser admirado, y que se va recordando a partir de diversos episodios del pasado, que se insertan como ensoñación y reflexión en el presente. Quizás estos insertos hagan evidente lo que los diálogos o gestos ya dicen de la relación entre la protagonista y su madre, pero sirven para darle un halo más íntimo, ante los momentos de comedia o burla de otras escenas.
Lo mejor de Mia Madre es sin duda su protagonista, como una directora en aprendizaje, poco segura, pero enérgica en aquello de lo que cree, y que queda en evidencia en algunas escenas hilarantes, que también sirven como guiño cinéfilo del quehacer mismo del cineasta.
En Carol de Todd Haynes, el melodrama esta vez adquiere la virtuosidad de los sentimientos que describe. Planos de manos que desean aferrar, encuadres que encarcelan o aíslan a las protagonistas de aquellos que no pertenecen a ese río de sensaciones que las hacen desfallecer o vibrar, panorámicos que se comportan como el telón de fondo del dolor del desencuentro. Como en todo melodrama, hay divergencias sociales fuertes, que irrumpen en la felicidad, está la lucha contra el tabú y el prejuicio como motor poderoso que hace crecer el amor. Y Haynes, como en Far from Heaven, sabe muy bien cómo urdir este tipo de amores tormentosos, a punta de colores intensos dentro de un clima invernal.
Como si se tratara de la sensibilidad de un filme de John M. Stahl o de un Douglas Sirk en estado de gracia, Todd Haynes engrana como gran conocedor del género, esta historia de amor imposible en la Nueva York de mediados de los cincuenta, pero casi tratando de igualar la estética del melodrama de aquellos años, con las mismas reservas y sinuosidades. Pero Haynes añade algo que estaba vedado, las libertades sobre el modo de filmar los cuerpos de estas amantes, estableciendo así un camino distinto de enamoramiento y de devoción, y también a la manera de Sirk, desde la subversión.
Cate Blanchet luce tan seductora como una Gloria Swanson, glamorosa y elegante como una Lana Turner, mientras Rooney Mara desborda fragilidad e ingenuidad como típica heroína que tiene todas las de perder. Esta relación que aparece en un inicio como cuasi maternal, se va abriendo poco a poco a su erotización y enamoramiento, y que Haynes logra a partir de una cuidada puesta en escena de calidad geométrica. Un punto alto de este Cannes y una película perdurable.
Por otro lado, también están las decepciones. The Sea of Trees es un filme que huye de todo lo anterior de Gus van Sant. No hay indicios formales de nada, ausencia de largos travellings, del goce del silencio, o de una puesta en escena peculiar. Más bien el cineasta al parecer ha apostado por deshacer con facilidad lo que construyó a lo largo de más de treinta años de carrera. Lo que sí hay es un drama soso, una música enfática y demasiadas pistas pensadas en un espectador poco ducho en la afición de ver películas.
Todo en este mar de bosques luce parametrado, y con escenas encadenadas sin sutilezas ni sentido común. No es que The Sea of Trees sea una mala película, ls problema es que sea hecha por el mismo cineasta de Gerry, Elephant o incluso My Private Idaho. Repitiendo el plato de The Captive de Atom Egoyan en la edición de Cannes del año pasado, Gus van Sant se expuso a pifias, nada injustificadas, ya que su historia de un suicida en plan de redención no cuaja por ninguna parte, pese a dos momentos de interés con Matthew McConaughey.
Otra decepción, Journey to the Shore de Kiyoshi Kurosawa: es evidente que el cineasta de Pulse, Charisma o Bright Future ya dejó sus motivaciones por indagar en lo paranormal o fantástico de modo distinto, y desde Tokyo Sonata más bien decidió alejarse un poco del thriller y terror, para ir hacia el drama social. Sin embargo, en Journey… hay una intención por ligar las dos opciones, pero a partir de una historia de amor a lo Ghost, del fantasma que regresa en segunda oportunidad con la amada, pero sin recurrir a alguna cuota de suspenso. Más bien Kurosawa se inserta en la nueva moda new age que estamos viviendo en Cannes en estos días, con Kore-eda y Kawase, aunque ahora desde lo fantástico y en clave meláncolica y sublimada (cayendo en lo edulcorado en varios momentos). Lo hemos perdido.