Por Mónica Delgado
En The Neon Demon hay una contradicción: de alguna manera se quiere hacer una crítica a un mundo plastificado y de brillantina de modelos en un Los Angeles típico pero estilizado, y para hacerlo se utiliza también una puesta en escena que solo se sostiene en su vacío. Planos fijos y teatrales, posados, como para observar maniquíes, donde precisamente prima el neón, en una fotografía intensa y lograda, y que evoca fielmente al mundo del Cremaster de Mathew Barney, pero que resultan superficiales, como los diálogos y climas que el film establece.
En este film de Winding Refn, se pasa del thriller onírico o absurdo (con inevitables reminiscencias a David Lynch y a su Mullholand Drive) a la comedia negra grotesca de un modo dramático, en todo caso el film sin querer deviene en eso. Lo que sucede es que si bien The Neon Demon tiene desde el inicio una propuesta clara, que en su lógica de transmitir un mundo de inutilidades funciona, incluso con escenas que en el futuro podrían convertirse en «de culto», el film cobra un giro que echa al tacho toda esta alabanza al vacío, y se deforma hasta tal manera que se pierde el norte y se termina sublimando lo que se pretendía hundir.
Por primera vez el danés Nicolas Winding Refn explora un universo femenino, más allá de sus Bronson o asesinos guapos de chaqueta blanca, y lo hace desde una mirada también contradictoria, donde choca la fascinación con el cliché misógino: una virginal adolescente (Elle Fanning) desea convertirse en modelo y lo hace a partir de modestas oportunidades. En una sesión de fotos conoce a la maquilladora Jena Malone, quien luce seductora y experimentada, quien la introduce en un mundo de sofisticación, neón y música electrónica. Desde este encuentro, el cineasta propone un juego de vampirización, que luce aderezado con reyertas y envidias de modelos bellas y arribistas, que declaran la guerra a Fanning al considerarla un peligro de belleza natural.
Winding Refn propone una tesis: en un mundo artificial lo natural debe ser destruido. Y todo este proceso se hace desde un mundo vacuo que devora todo, pero cuya artificialidad radica en ritos criminales como los realizados por Erzsébet Báthory, la llamada condesa sangrienta, y que Jenna Malone y sus amigas encarnan de manera sorpresiva y masculinizada. Las modelos huecas tienen el control y deciden el orden que debe primar. Así, una puesta en escena de lo frívolo cobra sentido, porque el cineasta se siente cómodo y fascinado con el glamour, las miradas inexpresivas y las modelos de decenas de cirugías y delgadísimas: aquellas que deja sobrevivir y trascender.