Por Mónica Delgado
Capharnaüm de Nadine Labaki, y Aika del Sergei Dvortsevoy, ambas de la competencia oficial de este Cannes 2018, son films siameses, en la medida en que la pornomiseria y el miserabilismo, liados a un desprecio a los personajes, son parte de la esencia de su visión del drama. Para ambos directores no existe la conmoción o la empatía con el espectador si es que no se alude a la crueldad y las consecuencias miserables de la pobreza como elementos del melodrama: hacer llorar a punta de niños golpeados, bebés vendidos a mafias o niñas violadas y embarazadas. La miseria es vista como única vía para conmover y lograr en el espectador lo que con otros mecanismos no se lograría, quizás, jamás.
Capharnaüm de la libanesa Nadine Labaki deposita todos los males del mundo en un barrio marginal de Líbano, donde niñas son vendidas a proxenetas con el disfraz del matrimonio, donde niños de cuatro años son vendedores de jugos y donde la desnutrición hace parecer un infante a un púber de doce años. Zaín (encarnado por un niño sirio refugiado) denuncia a sus padres ante la corte judicial. Los cargos: haberlo traido a un mundo de penurias. Con este arranque, y a punta de flashbacks, Labaki va acumulando diversas situaciones que someten a Zaín a toda la podredumbre humana: es humillado y golpeado por sus padres, es condenado a trabajar en la calle, fuma y compra medicinas con recetas falsas para venderlas como droga, huye de su casa y busca trabajos en las periferias de Beirut, donde no deja de ser explotado. la cumbre de su mala suerte aparece cuando se encuentra con una mujer etíope que le encarga un bebé, para luego desaparecer. Todos estos infortunios solo describen una parte de todas las vejaciones y torturas emocionales que el pequeño Zaín protagoniza en el film, narradas con un estilo sin personalidad, donde el ojo de Labaki luce presto a captar los momentos más infames.
La intención de Capharnaüm es la de la advertencia social, la de condenar la proliferación de migrantes y refugiados que viven en condiciones miserables y que son capaces de vender y matar a sus propios hijos. “No quiero que mi madre traiga más hijos al mundo”, grita Zaín ante el juez, lo que deviene en la suma moral del film: la culpa es de la reproducción y de cómo eso cambia la faz de Líbano, y claro, de Europa también. El crecimiento de una estirpe maldita.
Por su parte, Aika del Sergei Dvortsevoy, de Kazajstán, propone una lectura similar. Cuando una mujer euroasiática, pobre y sola, que da título al film, abandona a su hijo recién nacido en el hospital por ir a trabajar pelando pollos de modo clandestino, para luego sufrir el calvario de una infección vaginal, mastitis y demás consecuencias de un parto no deseado, la culpabilidad por tratarse de migrante, ilegal y sola en un país hostil cobra otra dimensión. Como Labaki, Dvortsevoy coloca en los hombros de su protagonista el desprecio de los rusos en Moscú, ciudad de crudo invierno que se alía a la indiferencia, así como a la falta de trabajo y la vida miserable en un gueto de refugiados ilegales. Todos los males del mundo nuevamente parecer confabularse para atacar a esta pobre mujer que luce incluso por momentos como egoista en su desesperación por conseguir dinero a como dé lugar y pagar una deuda. Esta vez, el miserabilismo ya no en barriadas sino en las calles heladas de una Moscú que se prepara para el Mundial de fútbol.
En una manifiesto Carlos Mayolo y Luis Ospina señalaron que en el cine colombiano la miseria “se estaba presentado como un espectáculo más, donde el espectador podía lavar su mala conciencia, conmoverse, y tranquilizarse”, donde se convierte al ser humano en objeto. Y casi cuarenta años más tarde de ese manifiesto, estas frases cobran una vigencia espeluznante al otro lado del charco, no solo porque Cannes se ha convertido en el primer consumidor de la miseria como espectáculo, sino que se ha vuelto en el máximo reproductor de una filosofía de valoración de films que se sostiene en la exposición de los temas sociales más vibrantes: guerras, masacres, refugiados. Si hay más crudeza, miseria, migrantes ilegales, niños apaleados, bebés que comen del suelo, el film es importante porque su tema es actual, urgente y necesario. Y hacer visible en la programación a este tipo de films refleja esa necesidad de tranquilizar conciencias, sí, sobre todo en medio de alfombras rojas y glamour.