Por Mónica Delgado
Este año, la sección Un certain regard del Festival de Cannes tuvo poca suerte con los directores más jóvenes seleccionados, o con las óperas primas, salvo excepciones como Bull de Annie Silverstein, que mencionaremos más adelante. Fue una competencia donde hubo de todo en cuanto a temas: melodramas marroquíes sobre la maternidad, amoríos LGTB en Nueva York, adolescentes en la guerra civil de Argelia, el juicio de Juana de Arco o encuentros furtivos de voyeurs en un bosque alemán del siglo XVIII. El premio dado a A vida invisible de Eurídice Gusmao confirmó que el jurado optó por la historia más clásica y convencional de una visión del mundo patriarcal, para dejar de lado a cineastas de renombre como Albert Serra o Bruno Dumont. Aunque el premio especial del jurado al film gallego O que arde hizo un poco de justicia ante los demás reconocimientos fuera de foco.
El mismo director de Tesnota (2017), el ruso Kantemir Balagov, que también ya había pasado por Un certain regard, regresa con Beanpole, el film de una perfección visual apabullante, de una estética pictórica de rojos y verdes que recuerdan las obras de artistas rusos realistas como Iliá Repin, y que se ambienta a inicios de siglo tras una guerra civil en Leningrado. La película de Balagov, como en Tesnota, da cuenta de un proceso social desde una posibilidad de revertir la memoria. Es decir, más allá de los nacionalismos que parecían exacerbar los triunfos de este periodo histórico de posguerra, el cineasta aborda en Beanpole el drama de dos mujeres que lidian con las consecuencias de este conflicto: pérdida de familiares en la guerra, subempleos, desolación y odio entre ellas, negación de la maternidad. Es como si la fotografía de Kseniya Sereda que luce notable, solo aportara a aliviar la miseria en la vida de estas mujeres. Incluso el perfil de los dos personajes es muy físico; una de ellas posee un tic producto de la guerra, que la deja en estado de inmovilidad, con un ruidito de cartílagos, que resulta molesto, y que hace que aflore una innecesaria misericordia hacia el personaje. Es más, el tratamiento que el cineasta da a estos personajes me recuerda a la cuota de tragedia y miserabilismo que Sergei Dvortesevoy hizo en Aika, que estuvo en competencia oficial el año pasado. El placer de ver sufrir a las mujeres.
Port Authority es el debut de la estadounidense Danielle Lessovitz, y se trata de una película irregular sobre la movida ballroom y vogue de la comunidad LGTB en Nueva York. Lessovitz plantea desde el inicio una debilidad: introducirnos a este mundo queer de la mano de un heterosexual, un joven desclasado que busca a su hermana en la Gran Manzana. Este joven, que sin dinero, es acogido en un albergue con otros chicos como él, de pronto se ve inmerso en el corazón de la comunidad ballroom, debido a que conoce a muchacha, de la cual queda prendado.
Hay fascinación en Port Authority por esta cultura, de baile y coreografías (que en algunos momentos remite a las danzas que aparecen en Clímax de Gaspar Noé), y la cineasta va describiendo a la comunidad a través de estos personajes de contorneos y en competencias. Pero, más allá de la oportunidad que ofrece la cineasta por mostrar este universo desde dentro, de drag queens y gays, la mirada del personaje de Fionn Whitehead resulta demasiado suelta, incluso la relación de amor con Wye ( la actriz transgénero Leyna Bloom) parece impostada. El film funciona mejor cuando el personaje de Whitehead comienza a fingir una vida que no tiene, pero desfallece con la historia de amor poco empática y con cero química.
Bull de Annie Silverstein tiene ecos a la descripción del mundo del white trash del sur de EE.UU. que aparece en los films de Roberto Minervini, pero también es una reconfiguración del western y del drama familiar. En la película prima un clima de decadencia, a través de la mirada de una adolescentes casi rebelde que sueña con que su madre salga de la cárcel para ir a trabajar como vaquera en otro estado. La relación de esta adolescente (Amber Havard) con un cowboy afroamericano (Rob Morgan), que se gana la vida domando reses en competencias de rodeos, se va haciendo en el camino, en una necesidad fraternal o de imaginario padre e hija.
Silverstein concentra toda la carga emocional de su film en las miradas y gestos de una estupenda Amber Havard, que parece adormecida e impávida en un mundo hostil de hombres, de traficantes y slackers, quienes la utilizan como vendedora de codeína, sin apego de tipo sexual. Como en otros films realistas, que buscan el toque documental al describir modos de vida marginales, en entornos de droga y desatención familiar, en Bull el contexto social define a los personajes, dependen del clima de su situación económica y de su papel de outsiders en relación a sus amigos o vecinos. Así, el personaje de Havard casi asexuado, es más bien un hombre más de la comunidad sin que esto afecte su femineidad. Y a partir de esta soltura o desinterés con su entorno, es que puede congeniar con el cowboy, adicto a las pastillas para el dolor, quien la comienza a entrenar para las competencias de rodeo.
El tono lánguido que Silverstein elige para su film, que estuvo en Un certain regard, se completa con un final abierto, donde los personajes encuentran un cobijo emocional, en un espacio social que tiene reminiscencias a la historia y locación de The Rider de Chloe Zhao. Pero más allá de este punto, la cineasta logra un retrato fuerte a través del personaje del cowboy que tiene que someter su cuerpo a ataques peligrosos de toros, donde las fracturas y moretones son pan de cada día. Su inusual rutina de trabajo. Un visión dura de la América profunda bajo la mirada de esta cineasta que promete dar mucho más.