Por Arnau Martin Camarasa desde Cannes
Por supuesto que Parthenope retrata a una joven veinteañera desde el punto de vista de un cineasta de mediana edad, y es lícito preguntarse sobre la verosimilitud, la implicación y la dimensión de dicha aproximación. Sin embargo, en el momento en el que Paolo Sorrentino asienta la base narrativa de su película, esto es, la captura atmosférica y poética de la Nápoles de su infancia, el tono de la historia se apoya en una lírica alérgica a todo realismo. En otros términos, este filme no es un coming of age ni quiere ser la historia de una hermosa joven que cosecha éxito en sus estudios. Es una idealización, una proyección de la sensibilidad de Sorrentino para convertir la pantalla en el motor de sus fantasías.
Gracias a la expresividad renacentista de este director, el espectador comprende que el secreto del cine tiene que ver con la creación de un ambiente y con la mancomunión de los instintos. Cuando Jacques Rivette filmaba a su musa en La Belle Noiseuse, a través de los ojos pigmaliónicos de Michel Piccoli, su figura se equiparaba con la que aparecía en el cuadro hasta poner en crisis la experiencia vital del pintor. En Parthenope el camino es inverso: lo que comienza como un romance puntual de juventud termina encontrando el camino de lo sublime, que como siempre en Sorrentino, se contornea alrededor del ridículo de la existencia.
La maravillosa Parthenope, que es uno de los tesoros de la sección oficial del Festival de Cannes, se ve y se sigue como una sinfonía. Sorrentino no es un director de cine contemporáneo, sino una especie de compositor que entiende las películas como pinturas en movimiento y como grandes conjuntos orgánicos. El trabajo sobre lo urbano destila mucha verosimilitud, y es ahí desde donde el director de La Gran Belleza empieza a labrar su gran escultura, siempre al borde de un mar azul que es símbolo de libertad. Gracias a este despliegue de referencias visuales y simbólicas, la película está dotada de un carácter compacto y de un aura que la distancia sobremanera de la producción cinematográfica convencional. El movimiento de cámara y la edición, en Parthenope, vienen a reforzar el pathos y el sentido del momentum, antes que alimentar causalmente la narración.
Con Parthenope asistimos a una clase magistral de estética brindada por un artista que abre su corazón y que se entrega a un concepto inagotable de belleza. Esta no se agota en la captura del cuerpo femenino, sino que se abre a lo abstracto y a la dulcificación del pasado. Italia es la fértil tierra de Rafael y de Petrarca, y Sorrentino, quien lleva en la sangre y se amamanta de esta tradición, nos devuelve el placer de mirar una imagen. Su actitud consciente a la hora de no precipitarse en las trampas del “every frame a painting”, que afectan al pincel impresionista del Terrence Malick tardío, es la clave del éxito de esta pieza. De ella es difícil sustraer momentos puntuales, ya que está planteada como un recorrido hacia adelante en el que ningún instante pretende destacar sobre el otro. Todas las escenas se imantan por una dinámica aspiracional fruto de una pasión desbordante, transmitida especialmente por esta impresionante actriz que es Celeste Dalla Porta, y cuyo rostro concentra los pálpitos de muchas emociones soterradas.
Competencia oficial
Parthenope
Director: Paolo Sorrentino
Guion: Daria D’Antonio
Fotografía: Carmine Guarino
Música: Cristiano Travaglioli
Edición: Emanuele Cecere
Sonido: Mirko Perri, Silvia Moraes
Reparto: Gary Oldman, Luisa Ranieri, Stefania Sandrelli, Isabella Ferrari, Celeste Dalla Porta, Silvio Orlando
Italia, Francia, 2024, 136 min