CINCO SENTIDOS COMUNES SOBRE EL CINE PERUANO QUE HAY QUE DESTERRAR

CINCO SENTIDOS COMUNES SOBRE EL CINE PERUANO QUE HAY QUE DESTERRAR

 

Por Mónica Delgado

En los últimos años, sobre todo tras el éxito de la comedia taquillera Asu Mare, se han fortalecido algunos sentidos comunes sobre el cine peruano, tanto entre espectadores promedio como entre líderes de opinión e incluso críticos de cine, que afianzan un ambiente complaciente en torno a la realidad y reflexión sobre la producción audiovisual en el país. Análisis o conjeturas simplistas, que si bien lucen inofensivas, no impulsan visiones en diversidad, que promuevan públicos más críticos y atentos sobre films de calidad, que toda industria del cine, si es que la queremos tanto, requiere.

A continuación enumero algunos sentidos comunes recurrentes que debemos desterrar, no solo para sacar de la pobreza al debate sobre cine en el país, sino para ir en la ruta de crear una industria que no sea vista solo desde el punto de vista de un mero consumidor sin muchas expectativas sobre el producto que adquiere (sí, uso una analogía mercantilista y absolutamente gráfica, ya que se suele ver al cine peruano como producto antes que una expresión cultural), sino desde la mirada de un espectador consciente, que no es mucho pedir.

1. «El cine peruano es una industria». Lo que existe es una ilusión de que el cine peruano es una empresa gigantesca que da ganancias millonarias. Es una fantasía optimista, sí, que ha permitido incluso afirmar de que se puede impulsar una industria sin un rol activo del Estado. Pero lo que sí es claro es que una industria no puede surgir sin recursos estables, sin un sistema tributario que lo impulse, sin un público capturado, que no vaya al cine solo por sentir que apoya con una causa social, sin una ley de cine que genere una industria equitativa, sin incentivos más inclusivos para la producción y promoción del cine de todo género, ascendencia o motivación.

No podemos tener una industria si no existe un círculo que lo nutra, sin una presencia en festivales o mercados internacionales, sin un sistema de producción, distribución y exhibición fuera de la precariedad legal y de la informalidad, en un país donde las reglas no están clara para todos. No puede haber industria si estrenan un film peruano que dura solo horas en cartelera comercial. Sin escuelas públicas de cine, sin centros de enseñanza especializados, las grandes productoras de la «industria peruana» seguirán rotándose los profesionales. Estamos lejos de materializar ese sueño.

2. «Gran logro que un film peruano tenga estándares técnicos de calidad». Es un viejo problema de un sector de la crítica en general -sobre todo por culpa de los paradigmas que impone el Oscar- valorar un film de acuerdo al cumplimiento de un listado: la película es «buena» si tiene «buena» fotografía, es buena si tiene «buenos» efectos especiales, el film es interesante si tiene una «buena» edición, y así sucesivamente. Y este sentido común de darle nominaciones perpetuas a los films y esperar con cada visionado otorgarle una presea mental a estos compartimentos es restarle puntos a la posibilidad de tender otro tipo de puentes entre el espectador y la película.

Este lugar común también es un método de valoración de los espectadores, quienes están a la expectativa de la calidad de un film según los check que se les dé a cada uno de estos apartados. Y esto no es un sentido común propio del cine peruano, pero cuando sucede con los films de estos lares, la situación cobra una singularidad. Cuando un film peruano cumple con este acabado lógico, ya de por sí suele verse como un logro. Y la respuesta podría estar en dos opciones: a) hemos valorado al cine peruano como un subproducto donde nadie espera ver un trabajo profesional en la iluminación, en la edición, en la musicalización, en la edición del sonido, en la dirección de arte, etc., y b) necesitamos sorprendernos de que en Perú se haga un trabajo profesional en la iluminación, en la edición, en la musicalización, en la edición del sonido, en la dirección de arte, etc.

3. «Apoyar al cine peruano es amar a la patria». Y afirmar que el cine peruano tiene películas muy malas es una afrenta nacional. Prima una sentimentalidad primaria como si asistir al estreno del film colaborara con la memoria de los próceres de la Independencia. Una escarapela por ver Cebiche de Tiburón o El Elefante Desaparecido, dos nombres al azar. La asistencia a un multicine/sala alternativa/filmoteca/cine club debería ser resultado de una conquista, que implica un proceso arduo- de la mano de políticas hacia una industria- que busca cautivar a un público que podría ir a ver ¿Y dónde están las rubias? y también alguna película peruana por las mismas razones, sin buscarle la causa a la limeña, el cuy chactado o el caballo de paso, yendo más allá de un sentido manido de patrioterismo o de nacionalismo. «Un cine que nos una, que nos identifique, que nos haga mejores peruanos» solo puede sonar a una versión Coelho de atraer a los públicos, de hacer cine «con mensaje» sin aludir incluso a la finalidad elemental del cine, que nació como espectáculo de feria. Nadie va a ver la última película de la saga de Star Wars o Las Cincuenta Sombras de Grey pensando en identificarse, o que se trata de un «un cine que nos va a unir, reflexionar, hacernos mejores humanos». Nos hemos quedado en una etapa emocional, en todo caso de estímulo – respuesta básico.

4. «Bajemos la valla porque la película es peruana». Suele escucharse que si hay actuaciones forzadas, histriónicas o discordantes no hay por qué darle mucho interés, como tampoco si hay errores de continuidad: si en una escena los personajes salen con guitarras mientras en que la que sigue los instrumentos se esfuman, ni cuestionarlo porque lo que más que importa es la intención. Y así, podríamos hacer páginas con este tipo de argumentos. Como decir que el cine «regional» vale por su valor antropológico, social, ya que en Puno, Ayacucho o Cajamarca no se puede acceder a cámaras HD. O como decir que hay un «cine de guerrilla» porque hay torpeza en los planos, sonido sucio o se usa el blanco y negro granulado para contrabandear poca destreza con la iluminación o el sentido del encuadre, vendiendo la idea de un falso amateurismo que insulta al cine hecho desde el forro, como me diría hace poco un cineasta local. Hacemos comedias pero no pueden ser comparables a otras de la región, hacemos policiales pero son amagos, hacemos musicales pero quedan allí en la coreografía hiphopera de videoclip de Ritmoson. No importa, es cine peruano y hay que darle la oportunidad.

5. «Si es cine peruano de entretenimiento no hay que exigir mucho». Y aquí otro sentido común, que se empata con aquel de la solemnidad que hace que cada año ganen en las premiaciones mundiales los films con espíritu de ONG o de manual de mensajes solidarios. Las películas para entretener son valoradas como herramientas para desestresar, como productos televisivos, y se les va anulando por completo como obra expresiva. Lo que está claro es que un sector de películas del reciente cine peruano ha motivado el nacimiento de un nuevo tipo de espectador, el que va a la caza del humor involuntario, que va a ver películas como aquel que va a ver las clásicas de Ed Wood, a la espera del estallido de esos momentos que querían ser drama puro y terminan siendo sketches de un programa de sábado por la noche.

¿Cómo desterrar estos sentidos comunes? Es un proceso arduo, que debe ir de la mano con el fomento de una cultura audiovisual desde las escuelas, de políticas de formación de públicos, pero también apelando a otros sentidos comunes, reconociendo cómo se hace el cine en el Perú, viéndolo, no solo a favor de aquellos que están a la expectativa de ver cuántas cifras hacen el fin de semana, sino apelando a conformar una memoria colectiva para los cimientos de una industria en ciernes.