Por Alonso Castro
Diego Marcon hace un ejercicio visual y sonoro con Monelle (2018), en el que nos recuerda que el cine es una experiencia compleja que excede nuestra capacidad de contemplar imágenes y comprende también la apreciar los sonidos que se nos ofrecen, o incluso la ausencia de estos. Así, en Monelle, se presentan recursos sonoros -música que evoca lo sórdido o sonidos de cuerpos arrastrándose por el suelo o cayéndose- y visuales -imágenes de los espacios al interior de un edificio o los rostros o cuerpos de mujeres, algunas sangrando y otras con expresiones temerosas- que el espectador puede disponer, prácticamente, a su antojo para asumir un rol activo de constructor del relato -con o sin sentido- de lo que se observa y escucha.
Gracias al uso de los sonidos y los silencios, en la película se reconstruye una atmósfera que sobrepasa la comprensión racional. Se impone, más bien, el sentido de lo esotérico que linda con lo oculto e intuitivo. La historia detrás de la reconstrucción montada pareciera no ser relevante ante los estímulos que nos llegan con lo que emerge de los encuadres negros y discretos, pues se apodera una sensación de que lo oscuro está ahí viviendo entre nosotros. De hecho, todo lo mencionado se puede experimentar desde el inicio de la película.
Sin embargo, pese a lo potente que podría llegar a ser Monelle, surge un problema con el planteamiento de Marcon que se extiende después de unos minutos de haber iniciado el filme. A pesar de que la ausencia de imágenes, principalmente, pueda aportar a una mayor libertad del espectador como agente activo para la construcción de algún relato, eventualmente ocurre que los elementos sonoros y, sobre todo, los visuales se vuelven muy artificiosos, y llegan a interferir con la fluidez del proceso de construcción del relato que podría emerger.
Director: Diego Marcon
2017, Italia
16 min