Por Mónica Delgado
En el reciente festival de Berlín se presentó una copia restaurada digitalmente de Close-Up, la emblemática película del cineasta iraní Abbas Kiarostami, fallecido en 2016. Esta proyección no solo estuvo gobernada por la atmósfera de una elegía, o de una reunión cinéfila póstuma, sino que se convirtió en un homenaje silencioso, sobre todo porque la función a la que acudí no tuvo una presentación, como sí la tuvo On the Silver Globe y su gloriosa nueva versión llena de color. Mientras el film de Andrzej Zulawski incluyó un Q&A con Andrzej J. Jaroszewicz, el director de fotografía que explicó, de la mano de un video, el antes y el después del proceso de restauración, la función que elegí para el film iraní no contó con conversación alguna (quizás se dio en una proyección anterior), lo cual me resultó frustrante. Y menciono mi necesidad de contar con un espacio de intercambio sobre el film, de parte de los encargados de este proceso de restauración, porque sí se percibe una transformación significativa, realizada con la anuencia de Kiarostami y que me permite otra lectura sobre esta nueva versión.
La transformación de Close-Up solo se concentra en su viraje al blanco y negro en todas las escenas del juicio, mostrando así de modo más marcado su diferencia con el otro entorno de ficción del personaje protagónico, el obrero que se hace pasar por un reputado cineasta. La necesidad de mostrar la diferencia entre el mundo de la representación dentro de la representación, es decir, dejar en color los sucesos del personaje de Sabzian, mientras que el juicio, aquello que está libre de camuflaje o máscara, queda en un blanco y negro poroso, resuena como énfasis, en querer acentuar esta ruptura narrativa.
El uso del color en la original Close-up permitía de alguna manera la “linealidad” de esta ficción total; tanto en la mentira sostenida de Sabzian como en el juicio, donde se le confronta, quedando la posibilidad de que todo fuera aún mentira o juego del ser o no ser. Sin embargo, al transformar el juicio en un momento absolutamente documental, al cumplir un rol de radiografía o diagnóstico, a través de ese blanco y negro rugoso, se hace más claro así el registro del director que entrevista e indaga, y así se desnuda aún más el mecanismo, lo que puedo asumir como un afán didáctico.
Sin embargo, pese a esta resistencia al blanco y negro que tuve, Close-up se sigue afirmando como una de las película indispensables del siglo XX. Una obra maravillosa y precursora no solo en un aspecto formal sino de una complejidad de índole política inagotable. A continuación replico un texto que escribí sobre este film, a los días de la muerte de este gran cineasta.
Las derivas políticas y de clase desde un juego de máscaras
Close-Up (1990) es una crítica a las élites intelectuales y a su mirada clasista, sobre su modo de entender y configurar el mundo. Abbas Kiarostami, que sin duda no solo perteneció a la élite cultura de Teherán sino a la élite del arte y el cine de su país (artista plástico y cineasta de profesión) propone, en esta película que funda un modo de ficcionalizar la realidad desde las formas documentales, desnudar un microcosmos de relaciones que han divinizado la mal llamada “alta cultura”, que en esta invención del iraní, se traduce en un lugar idealizado o sublimado del hecho de ser cineasta y del acto de hacer cine.
En esta Teherán “aburguesada”, Sabzian, un obrero de imprenta inestable y de clase baja, suplanta al cineasta iraní Mohsen Makhmalbaf (director de El ciclista– film que se menciona varias veces- o de Kandahar, que es posterior), personaje a quien pocos han visto, salvo en notas en diarios, pero cuya fama ha llegado a los oídos de las clases sociales altas y medias altas, primer grupo consumidor de cine, segmento donde el estafador intenta entrar.
Hay una escena inicial que va develando precisamente cómo se compone este entorno de espectadores usuales en un país como Irán. El periodista, que es acompañado por dos policías, está de copiloto en un taxi rumbo a la casa donde han detenido a este sospechoso de suplantar a Makhmalbaf. El periodista comienza a dialogar con el taxista sobre el caso, y este le responde que no sabe nada de cine, que no tiene idea quién es Makhmalbaf porque solo tiene tiempo para trabajar y ganar dinero para vivir, señalando así que ir al cine es un privilegio.
El cine se propone así como un tema de interés reducido, para unos pocos, pero donde precisamente esta figura del usurpador emerge como enigmática: ¿qué llevó a Sabzian a querer imitar el estilo de vida de un cineasta?, ¿con qué fin se introdujo en una casa adinerada y simular la producción de un film? Y es a partir de estos datos breves que Abbas Kiarostami va componiendo una mirada sobre esa clase privilegiada que ve al cine con fascinación, tanto a los cineastas, como al modo mismo de hacer cine, valorando, por ejemplo, el éxito de un tipo de películas que sale al extranjero y gana premios.
En el encuentro de Sabzian con la mujer que le cuenta en el bus que tiene dos hijos ingenieros y una hija a punto de salir de la universidad, ella se muestra fascinada al enterarse de que él es un cineasta afamado. Hay un tipo de admiración y exacerbación, quizás exagerada, en la posibilidad de estar cerca a un cineasta renombrado, como si se tratara de una mega estrella, quien además tiene la humildad para ofrecerse como apoyo si es que uno de sus hijos desea terminar un proyecto de guión que tiene. Así, Sabzian entra en la vida de esta familia de clase media alta, que vive en un barrio residencial y en una casa inmensa. Allí, Sabzian encarnando a Makhmalbaf propone hacer un filme, que capte las acciones de estos personajes. ¿Si en el cine de los Motafavet o de Kiarostami, Makhmalbaf o Panahi, abordan con realismo a las clases sociales bajas, al “proletariado”, a los campesinos o a los marginados (sobre todo en el marco de esa nueva ola de los ochenta), acaso el simulador, el suplantador no quisiera fungir de cineasta, con su imaginario de marginal, y registrar esa interioridad de las clases altas, de la élite en su esplendor cotidiano? ¿Se puede invertir el proceso, o mejor dicho, se puede fabular con esta posibilidad?
Esta inmersión en la potestad de filmar, privilegio de unos pocos, es el motor que mueve Close-Up. Cuenta la anécdota que Kiarostami leyó el caso en un diario y que decidió filmarlo en la posibilidad de la inmediatez, cosa que tomó apenas unos días. Que alguien desee usurpar el lugar de un cineasta ya de por sí es extraño, pero más extraño aún que este personaje que quiere vivir las emociones de un cineasta quiera tomar el gobierno de la mirada que decide qué filmar, dónde filmar, qué diálogos decir. Esa magia de la creación, o de libertad es lo que Sabzian ansía.
En el desparpajo de Sabzian, en su admiración por el film El Ciclista de Makhmalbaf, se toma el derecho, mas bien lo usurpa, de crear y de convertir a su manera ese status quo del objeto filmado y del sujeto que lo filma. No solo es la recreación de un caso de índole policial, con la inclusión de una gran secuencia del juicio (con la inserción notable de varios flashbacks), sino de construir un imaginario piramidal de clases a partir del cine, en su subversión y proponiendo quizás su urgente transformación o, quizás, el posible el fracaso de esta proposición. Por ello, la secuencia final del encuentro de Makhmalbaf con su “gemelo” falso permite aterrizar la sublimación del ser “cineasta”: el director verdadero llega en moto, sencillo, atento, para rescatar a Sabzian de su fracaso, quien ya aprendió la lección de que es necesario para la sociedad que deje de seguir estafando, pero también de dejar de querer ser cineasta para asumirse de ahora en adelante un actor por completo. Porque en esta crítica que establece Kiarostami, los personajes como Sabzian solo pueden estar al servicio de la representación como objeto en la puesta en escena de alguien, puesto que el don creador se les ha sido negado.