CONJETURAS SOBRE JOSÉ VAL DEL OMAR. EL QUE AMA, ARDE.

CONJETURAS SOBRE JOSÉ VAL DEL OMAR. EL QUE AMA, ARDE.

por Eduardo A. Russo

 

 

                                                               “La vida es sólo una explosión al ralentí,

                                                               y yo pretendo comprimirla hasta convertirla

                                                               en éxtasis, en eterno instante”.

                                                                                                                             José Val del Omar

 

Descubrir a Val del Omar

José Val del Omar (Granada, 1904- Madrid, 1982) es todavía casi desconocido en los libros de referencia e historias del cine. Muy pocos han oído de él, menos son los que han visto su obra dentro del ámbito internacional, pero —lo que es más extraño aún— hasta es una presencia extraña incluso para muchos de sus connacionales, excepto para un núcleo de amigos que por suerte ha comenzado a crecer*. Y aquí estamos ante una de las claves de su producción, y el efecto principal de su contacto. Val del Omar encaraba sus obras para aquellos a quienes consideraba como semejantes cercanos; sus films, su discurso, aprojimaba (atendiendo a su grafía) a espectadores e interlocutores. Y la influencia, a corta escala, paulatina, ha venido creciendo —si bien en círculos restringidos— en los últimos años.

A comienzos de los 90 muchos de los convocados para participar en la valerosa operación de rescate de su obra —encabezada por su hija María José y su yerno Gonzalo Sáenz de Buruaga, que ya dio lugar a inapreciables documentos y estudios[1]— ignoraban o apenas conocían la existencia de su figura. Una década antes, al principio de los 80, precisamente cuando la existencia de VDO llegaba a su fin por las secuelas de un accidente de tránsito en Madrid, unos pocos realizadores vinculados al cine experimental y al videoarte  tenían noticia de su obra por fuentes llamativamente indirectas. El cineasta experimental e historiador Eugeni Bonet comenta que reparó en Val del Omar a través de un ya clásico estudio de Amos Vogel, Film as a Subversive Art  (1974). Allí, el autor norteamericano destacaba Aguaespejo granadino (1955) en los siguientes términos: “Una obra explosiva y cruel, de la más honda pasión: un grito silencioso, una evocación mística de las pesadillas de España. Reminiscente de Tierra sin pan, de Buñuel, logra transmitirnos un horror y una ansiedad sin nombre. Una de las grandes obras ignoradas de todo el cine mundial”.[2]  Más allá de que uno pueda coincidir con la muy opinable lectura del fundador del Festival de New York, lo indiscutible es que el llamado de atención se dirigía a otro punto; hacia la simple referencia. ¿Quién fue Val del Omar? No mucho tiempo atrás (tan sólo un año) el autor de este ensayo compartía el interrogante. Val del Omar era, para entonces y desde esta latitud sur, sólo el enigmático responsable de algunas arrebatadoras imágenes  emitidas en un programa sobre actualidad cinematográfica de la Televisión Española, donde se lo presentaba como figura destacada y a revalorizar en la historia del documental peninsular. Poco después tuvo la fortuna de deslumbrarse con el descubrimiento: pero a pesar de la inmersión intensiva en su cine, Val del Omar todavía hoy le resuena como el nombre de una terra incognita; que exige para su recorrido una posición tan inicial como aquella que él reclamaba para los espectadores ideales de su cine, o la que incluso reservó a lo largo de medio siglo para sí mismo el artista que hoy comenzamos a recuperar.

 

Tránsito de Val del Omar

Nacido un 24 de octubre de 1904 en Granada, Val del Omar se ligó muy tempranamente, en un oportuno viaje durante los 20, con las experiencias de la vanguardia poética francesa y el surrealismo. En su magistral texto sobre VDO, “El llanto de las máquinas”, Víctor Erice destaca la condición decisiva de ese encuentro, que aunque no se hiciera decisiva en forma explícita en el discurso del cineasta sobre su obra, puede evidenciarse en su misma concepción del cine.[3] Aunque Erice no lo consigne, es interesante resaltar que el mismo término de “cinegrafía” que VDO propiciaba para sus producciones es el mismo que Germaine Dulac propuso para su forma de entender el cine como una música visual: una cinegrafía integral[4]Vuelto a España, tras una  exitosa aunque fugaz gestión en el comercio de automóviles Buick (otra faz de la temprana pasión por la máquina) se le revelan el cine y la técnica; en un proceso cercano al de una iniciación, no sólo medita aislado sobre el sentido místico de la energía sino que procede a idear nuevos artefactos para el cine, visto como una maquinaria redentora por medio de la visión. Así, a los 25 años, en 1928, promueve la invención de una “óptica temporal de ángulo variable” (que tres décadas más tarde comenzaría a difundirse en la tecnología audiovisual con el nombre más familiar de zoom), un nuevo sistema de proyección sobre la sala de cine, desbordando la pantalla, y una técnica de iluminación en movimiento. Ideas de formulación temprana pero cuya concreción técnica abarcarían el resto de su prolongada tarea.

Además de ahondar en la técnica —una técnica muy especial, impulsada por una vocación metafísica, para la que ideó el nombre de mecamística— Val del Omar se sumó, como fotógrafo y documentalista, al Patronato de las Misiones Pedagógicas de la República. Junto a intelectuales y poetas como Luis Cernuda, María Zambrano, Manuel Bartolomé Cossio, Alejandro Casona y Federico García Lorca, emprendió una tarea a lo largo del país, fomentando el encuentro con la producción cultural de poblaciones rurales aisladas. Val del Omar produjo innumerables fotografías, y más de 50 documentales hoy perdidos —aunque de acuerdo al testimonio de alguno de sus interlocutores en alguna oportunidad dejó entrever que algo de ellos todavía podría subsistir—. Además, redactó en 1932 su manifiesto didáctico Sentimiento de la Pedagogía Kinestésica, en el que formulaba su ideario de una educación por la imagen, proponiendo al cine como una vía de formación por los instintos.

La Guerra Civil y luego el régimen de Franco podrían haber significado para VDO el exilio, el ostracismo absoluto o la muerte, como ocurrió con algunos de sus compañeros en las Misiones. En lugar de ello, subsistió mediante una maniobra no exenta de riesgos. Su perfil se transformó en el de un inventor, un desarrollador de nuevas tecnologías de sonido e imagen. Citamos al sonido en primer término, dado que como bien destaca Román Gubern, las primeras invenciones con aplicación práctica de VDO durante los 40 estuvieron ligadas a la amplificación y difusión acústica[5]. Primero colaborando en la Unión Radio de Madrid, luego fundando Radio Mediterráneo de Valencia, en 1940, junto a una participación decisiva en los sistemas de amplificación pública del sistema “hilo musical” —que propalaba incesantemente voz y sonido en el espacio urbano, y de lo cual luego VDO se arrepentiría amargamente considerándose “uno de los fundadores de la cretinización masiva”. Simultáneamente el cineasta preparó su sistema de sonido cinematográfico, la Diafonía, que patentó en 1944.

La época de inventos de aplicación exitosa, que accedían a la etapa de innovación práctica en la industria, pronto llegaría a su fin. El decurso de la carrera de VDO  se enrarecería de a poco, hasta llegar a un estado de exilio interior, del cual esporádicamente intentaba surgir mediante alguna nueva tecnología para la cual la tibia aprobación oficial o un subsidio para su desarrollo se convertía a la vez en un pequeño impulso para la subsistencia del creador y para su perpetuo relegamiento a la oscuridad. Su hija denominó al proceso como una lenta muerte de cuatro décadas. No obstante, Val del Omar siguió pensando refundaciones para el cine. A la Diafonía se le sumaría una década más tarde el sistema Tactilvisión, el perfeccionamiento del sistema de proyección que bautizó como Desbordamiento apanorámico de la imagen, el sistema Bi-standard de 35 mm. (que ahorraba el 50% de cinta cinematográfica  para archivos y proyección luego patentado en Italia como Techniscope), y el formato Intermediate, de 16 mm, que aumentaba dramáticamente su cuadro, haciéndolo fácilmente expansible a 35 mm. Más tarde sus experimentos sobre sinestesia lo llevaron a presentar el sistema Palpicolor (1963) y el proyecto de Cromatacto (1967). Invenciones presentadas en un discurso que desbordaba lo técnico, globalizador y de resonancias místicas. Había en VDO no el anuncio de mejoras técnicas, sino un proyecto radical de reorientación del cine, espectáculo al cual asistía entonces con creciente desazón. Sostenía una verdadera utopía cinematográfica, una suerte de cine total que avanzara sobre la sincronización de los sentidos que, a juicio de Gubern, lo acerca a los actuales desarrollos sobre realidad virtual.[6] También es posible detectar una considerable similitud de sus ideas con las propuestas de Gene Youngblood en su  Expanded cinema (1970). Rara ubicación geográfica y temporal la de Val del Omar; un vanguardista en tierra extraña, dando forma a su proyecto en el interregno entre las vanguardias históricas y el underground, en una Madrid indiferente y por momentos aplastante. En los últimos años de su vida experimentó con el video y los hologramas, en un aprendizaje continuo que se truncó sólo con su muerte.

Las décadas finales de VDO estuvieron signadas por la oscilación entre la desazón y la utopía. La soledad parecía un dato constitutivo de su presencia en convenciones científicas o en reuniones de la industria. Fue a instancias de su hija que sus films fueron exhibidos en festivales internacionales, mereciendo varios premios y con considerable repercusión crítica. Pero en su tierra siguió siendo un recluso, una presencia incómoda, que no encajaba en los moldes empresariales ni en los programas de innovación tecnológica del cine o la TV comerciales. Tampoco, como recuerda Erice en una anécdota de valor ejemplar por su perfil casi absurdo, encajaba en los esquemas del poder por complicarle —inadvertidamente, mejora tecnológica mediante— la vida a los censores.[7] Esta soledad valdelomariana atraviesa toda su producción y lo convierte en una suerte de héroe olvidado, el caballero andante de un cine por venir.

 

La técnica y la poesía

 

Lo realmente extraño es el modo en que los films de Val del Omar son a la vez, sin manifestar el menor conflicto en ello, intensos poemas audiovisuales y demostración de innovaciones tecnológicas. Un caso extremo de convivencia de dos discursos que el espíritu romántico quiere que pretendamos apartados, cuando no contrapuestos. En el caso de Aguaespejo Granadino, la Diafonía; en el de Fuego en Castilla, la Tactilvisión. Intentan alcanzar dimensiones inexploradas no solo en la forma poética, sino también en las modalidades sensoriales en las que percibimos el cine. En ese sentido, Val del Omar se postula como aquellos artistas-inventores del Renacimiento. Acaso por conocer de sobra el verdadero sentido de la palabra, rechazaba el apelativo “experimental” a menudo destinado a su cine, aunque presentase sus obras en secciones o festivales en las que el casillero formaba parte de lo establecido. Para él los experimentos estaban en el laboratorio, mientras que la experiencia ofrecida a los espectadores se ubicaba en la posibilidad de una revelación, de una contemplación del estado final de un poema acústico y visual, más del orden del descubrimiento que de la invención, del encuentro que de la búsqueda.

Para Valdelomar, la categoría adecuada para su profesión no era la de cineasta, sino la de “cinemista”; sus películas eran “cinegrafías”, su género era el de “elementales”. Más allá de una presunta manía denominatoria estaba su ubicación en una posición fundacional, como la de aquellos pioneros que veían como una necesidad tan imperiosa como la del diseño de un mecanismo aquella de ser dotados de un nombre para dar cuenta de eso distinto —cuya idea, a la par de su presencia en tanto dispositivo— agregaban al mundo. Se trataba de dar un lugar en el lenguaje al objeto nuevo, crear el espacio lingüístico apropiado a la experiencia sin precedentes. Y para Val del Omar, como para un puñado de realizadores en la historia —vienen a la memoria pocos más que Eisenstein, Vertov,  Bresson o Rossellini— la misión del cine no había sido consumada todavía. Esta creencia en los poderes de la imagen cinematográfica lo llevó a fundar en 1935 una Sociedad de Creyentes del Cine para la que incluso escribió el respectivo manifiesto.

Erice no duda: Val del Omar era ante todo un poeta, y la técnica era uno de los modos particulares por los que su poesía podría llegar a advenir. Como esos artistas contemporáneos que se proponen dominar el hardware y el software para producir su obra mediante una manipulación activa que se orienta más a desplegar la técnica hasta su forzamiento que a obedecer su manual de instrucciones, Val del Omar inventaba para que una  nueva idea pudiera tener lugar entre los hechos perceptibles por sus pares (jamás entendió a sus espectadores de otro modo que como sus prójimos). Comprendió de manera cabal la raíz maquínica de la poesía cinematográfica, y se decidió a potenciarla operando desde la máquina misma. Máquinas ajenas al discurso industrial, diseñadas y armadas en forma casi marginal, solitaria, como la de aquellos pioneros cuyos desarrollos avanzaban a despecho del descreimiento condescendiente del establishment. Lo asombroso es que Val del Omar pudo sostener esta posición riesgosa, casi suicida en lo profesional (“He descubierto que he sido ante todo un gran amateur”, confiesa insistentemente la narración del documental Ojalá Val del Omar) en una época donde el lugar “natural” del inventor no es otro que el de la gran corporación, la industria en la que desarrolla en forma colegiada su trabajo. El laboratorio PLAT (Picto-Lumínica-Audio-Tactil) era residencia -de actividad febril como de ocio escaso— de un sólo sujeto. Y algo similar ocurría con los prototipos en desarrollo. Luego de su desaparición, los instrumentos quedaron arrumbados en un subsuelo de la escuela oficial de cine madrileña. Nadie sabe qué hacer con ellos, pero las máquinas hablan, como bien lo advirtieron los jóvenes realizadores valencianos de Ojalá Val del Omar. Su presencia polvorienta, como enormes signos de una lengua perdida, de los que nadie adivina el sentido, puntúan los pasajes más melancólicos del documental. Como una instalación poética compatible con el estado de ánimo del último VDO, cuando apreciaba la eficacia de otras máquinas industrializadas por las grandes corporaciones para reproducir funciones degradantes entre un público planetario: “La verdad es que muchos de nosotros vivimos entre máquinas de ensuciar cerebros, donde conquistar, sugestionar, seducir, alucinar, son actividades encomiables, admitidas como excelentes.”[8]

El poeta de la técnica seguía  no obstante trabajando. Y a lo largo de varias décadas produjo una obra cinematográfica escasa, espaciada, pero de logros e intensidad insólitos, que hoy es preciso apreciar aunque no poseamos los medios tecnológicos que él dispuso para su adecuada presentación. Ver en video al cine de VDO, escucharlo en Dolby SR y no en su sistema diafónico, implica de seguro pérdidas y contraviene su deseo explícito. De todas maneras, algo pasa a través de las obligadas mediaciones del soporte, y la experiencia se sostiene en su cualidad deslumbrante.

 

El tríptico elemental de España

Val del Omar, fiel a su intento de definición permanente de un cine que requería de una propia dimensión fundacional, rechazaba para sus películas la denominación que la práctica impone para ellas, de acuerdo a la duración de su proyección. Ajeno a la clasificación genérica de documentales, pretendía la atención a su esencia, bautizándolos como elementales. De ese modo, Aguaespejo Granadino, Fuego en Castilla y Do Barro -Acariño Galaico eran, en su poética, puntos en perpetuo movimiento en transformación —en sus propias palabras, vórtices—  de un Tríptico Elemental de España, trazando un recorrido en diagonal, de norte a sur. Pretendía que el orden de su visión fuera inverso al de la cronología de su realización. Un cuarto vórtice , Ojalá, convertiría al tríptico en un cuadríptico. El esfuerzo programático determinó que sólo dos de los films (Aguaespejo granadino y Fuego en Castilla) llegaran a una versión acabada, luego de años de trabajo cada uno. En el caso de Do  Barro, poco antes de su muerte llegó a  una suerte de edición en video, de acuerdo a la cual en los últimos años se ha establecido una versión, que es la que actualmente permite recorrer el tríptico en su conjunto, trazar la diagonal elemental de su lírica exploratoria de la tierra española.

 

Aguaespejo Granadino

 

En un cortometraje de 20 minutos (estamos al tanto que VDO también habría rechazado esta idea de “corto”, de minoridad, ya que posiblemente sea la única duración viable para una experiencia de semejante concentración) Val del Omar ensaya sobre Granada y la Alhambra. La revela, con sus rostros moros y gitanos. Aguaespejo… es un prodigio tecnológico. Con sus 500 sonidos procesados con tecnología diafónica -puesta a punto en 1944- se adelanta más de un cuarto de siglo al concepto de sound design. La imagen también aporta al asombro permanente Muchos de los rostros humanos tienen, en Aguaespejo granadino  una dimensión líquida, al estar tomados a través de una lente de agua (otro invento de VDO), y los paisajes granadinos estallan en pulsaciones lumínicas por la acción de filtros, mientras la luna asciende veloz por el cielo o las nubes se agitan en fragmentos tomados con fotografía en time lapses. Pero los logros técnicos se encuentran al servicio de una visión. Aquí es donde Val del Omar —que gustaba de arabizar el  grafismo de su apellido— se demuestra como un cineasta oriental. En esa conexión milenaria entre oriente y occidente que es Andalucía, con su epicentro en Granada y su condensación arquitectónica en La Alhambra, VDO se ocupa —con tanta pasión como han demostrado algunos de sus pares orientales, como los rusos Tarkovski y Paradjanov o antes, Dovjenko— de filmar la materia. No por ímpetu científico, sino por un intento de fusión guiado por una mística. Gilles Deleuze observó alguna vez cómo ese escrutamiento de lo inmóvil parecía diferenciarse del énfasis puesto en el aparato desde el cine dominante, que desde sus más tempranos se dedicó a la impresión y reproducción del movimiento.[9] Val del Omar interroga lo inmóvil: lo escruta, le impone el movimiento de la cámara, le inyecta un movimiento artificial por la iluminación, lo promueve potenciándolo con el recurso del time lapse, lo analiza por el ralentí o lo agita con la cámara acelerada. Todo conduce a una apertura de la mirada que,  en los momentos privilegiados de Aguaespejo Granadino lleva al mismo éxtasis que el de sus personajes, especialmente el de una niña cuya mirada compartimos (otra conexión notable con algunos de los más intensos poéticos de Tarkovski, también ligados a una mirada infantil, que no es otra que la que el cineasta ruso reclamaba como ideal para asistir a sus ficciones). Val del Omar, formidable fotógrafo, también trabaja cuadros casi fijos, en los que uno puede encontrar un arte del encuadre difícilmente superable, con curiosas resonancias con el Eisenstein de Que viva México.

En sus tramos finales, los chorros ascendentes de agua en La Alhambra animan una danza con dos aristas destacadas: o bien sincronizan su fluir con los sonidos de las fuentes que se confunden por momentos con la música flamenca, o —en los tramos más sorprendentes— alteran el ritmo y exploran el silencio en instantes congelados, como esculpidos en el tiempo. La trayectoria dominante —acaso en todo el cine de VDO, pero más intenso en la misma tematización del ascenso y caída de las aguas en este film— es indudablemente vertical, así como su tiempo es el de los orígenes. Es en ese sentido que su cine no sólo es elemental, sino también original.

 

Fuego en Castilla

 

Descripta en su mismo inicio como “Una cinegrafía libre de José Val del Omar”, y definida como una “Tactilvisión del páramo del Espanto”, Fuego en Castilla  se abre con un exordio provisto por Federico García Lorca: “En España/ cada primavera viene la muerte/ y levanta las cortinas”. El registro de los exteriores del film recoge los oscuros rituales de la Semana Santa vallesoletana, y las procesiones lastimeras, en contraste con los signos de lo mundano —en las vidrieras de comercios o el confort de un tren ultramoderno. Val del Omar hasta sorprende con algún detalle que provoca una de aquellas junturas que tanto fascinaran al surrealismo, cuando filma un Cristo en procesión abrigado con una pieza de plástico para protegerlo de la lluvia. Pero su intención no es iconoclasta, no hace a una crítica social o religiosa, sino que suspende toda fijación de un sentido, para abrir camino a una contemplación fascinada. Con la siriguiya castellana de Vicente Escudero (que con zapateos y rasgar de uñas sobre la guitarra contribuye a la sequedad y la agitación acústica del trabajo) y las esculturas de Alonso Berruguete y Juan de Juni, Val del Omar diseña lo que denomina —evitando toda clasificación— su “cinegrafía libre”.

En lugar de la naturaleza, agua en el primer film y tierra en el último del tríptico, en Fuego en Castilla la materia es ya cultura: mineral y madera en los sufrientes San Sebastián, y Santa Ana. Materia dotada de forma por la mano y la pasión humana, expresando el éxtasis y el sufrimiento. Val del Omar pasó casi tres años iluminando y registrando estas esculturas para su cinegrafía, en el que es acaso el más solitario de sus proyectos. Luego de la vida acuática de Granada, el fuego nocturno de Valladolid, Val del Omar incendiado por el cine.

Una memorable foto del stand de España en Cannes 1961 instala una conexión ejemplar: Un anuncio promueve a Viridiana, de Luis Buñuel, la película del escándalo que llegó a ser abolida (no censurada, sino simplemente inexistente por la dictadura franquista) junto a otro cartel que promueve Fuego en Castilla, de Val del Omar. A la segunda le tocó en su tierra el desinterés y el largo olvido. Juntas, formarían parte de uno de los más formidables dobles programas que pudieran pensarse en el cine, a la vez de un compendio insuperable sobre el catolicismo en el imaginario español. Val del Omar no era un “ateo, gracias a Dios” como el aragonés. Ni siquiera era católico practicante. Era un andaluz de raigambre mora, místico a medio camino entre San Juan de la Cruz y los sufíes, entusiasta seguidor del jesuita Teilhard de Chardin. Pero en su convivencia con las esculturas del Museo de Arte Religioso pudo exprimir algo del corazón sangrante de la religiosidad hispana, del drama inherente al catolicismo que aquí se convierte en una epopeya del éxtasis y del terror, de la elevación y de la sensualidad. Filmando estatuas. Interrogando lo permanente mediante el cambio perpetuo.  De la fluidez de Aguaespejo… a los espasmos cinematográficos de Fuego en Castilla  hay una inversión crucial. Si en la primera VDO espacializaba el agua en todos sus estados, hasta llegar a la imagen detenida que la convertía en una escultura suspendida, en Fuego en Castilla temporaliza las estatuas y las anima, las hace crepitar por el fuego hasta que parecen gritar ante un espectador casi alucinado. Hay algo terrorífico en este film, que lo hace arraigar íntimamente en las fantasmagorías  que precedieron al cine y que revelaban a sus espectadores aspectos del mundo ultraterreno. Los planos finales de la obra, en color y describiendo un apacible paisaje campestre, son la vuelta obligada a una naturaleza armónica, el punto de contacto entre esa nocturna experiencia límite y la vida a la salida del cine. Pero “en la noche de un mundo palpable”, Val del Omar se ha permitido enunciar su fusión mística que en lugar de renegar del cuerpo se apoya en su sensorialidad más inmediata: “El que ama, arde/ Y el que arde vuela a la velocidad de la luz/ porque amar es / ser lo que se ama”

 

De Barro-Acariño Galaico

Rodado entre 1961 y 1967, Do  Barro era la secuela lógica de las anteriores y a la vez, en el proyecto valdelomariano, un viaje hacia el inicio del mundo, el destinado punto de partida para la trayectoria del Tríptico Elemental de España. Su evolución cuenta con otro viraje decisivo. Al principio, según lo estipulado por su autor, iba a ser una película sobre el aire, rodada en Galicia. Poco a poco, se fue transformando en un film sobre la tierra.  La tierra y los rostros humanos —estos últimos, más aún que en Aguaespejo granadino— son el sujeto de Do barro. Rostros de carne y de barro. Las esculturas de Baltar, el artesano, puntúan la película en la que también se deja armar cierta lógica situacional, con más insistencia que en los films anteriores. El hombre sobre la tierra, en contacto estrecho con esa masa de barro de la que extrae la forma con sus manos, es una presencia dramática más intensa que la de esa vida al borde de lo mineral que fluye en extensos tramos del film granadino. A la mirada de niño y casi desencarnada, angelical, de aquel Aguaespejo… le corresponderá una erótica intensa y acaso más primaria que aquella que se guía por la luna y las aguas dóciles de la Alhambra. Iba a ser un film del aire, y termina siendo de tierra. La participación sensorial del espectador —atravesando las mediaciones propias del soporte video, el único en el cual Do Barro conoce la existencia— se hace más intensa al provocar, mediante lentes especiales y movimientos de cámara que refuerzan la anamorfosis, la impresión de que los volúmenes tienden a salir de la pantalla. A la vez, las imágenes del film evocan ese relieve que llama, desde el ojo, a la aprehensión táctil. Piedras, esculturas, tallas, modelados y yesería, como siempre en Val del Omar pero aquí más todavía: un ojo prensil, respondiendo a la sinestesia que su autor intentaba probar, contemporáneamente a su rodaje, en distintos encuentros internacionales sobre tecnología audiovisual. Hasta el zoom, ese invento que Val del Omar perfiló en 1928 y que en la década del registro de Acariño Galaico se había convertido en un verdadero tic del lenguaje audiovisual, responde en este film a la lógica impuesta por su creador. En lugar de funcionar como una lente de aumento, de acercamiento, de exacerbación del recorte de una imagen en el cuadro para su escudriñamiento, el zoom es lanzado como un látigo hacia los objetos, como si fuera a asirlos, a apropiárselos en detalle, a tocarlos.

Como en Fuego en Castilla, este film explora también el peso de la imaginería religiosa. Aunque aquí no se extienda en el análisis exhaustivo de algunas figuras privilegiadas, sino que más bien revisa su presencia en la imaginación popular, en los ritos oficiales de una procesión y misas en Santiago. Las catedrales, del Medioevo al Barroco, se contrastan con la roca y la vegetación que albergan a los humanos en contacto con la tierra. A su vez, los rituales, desde la iglesia al ejército con sus cuerpos uniformados, se avecinan con otras figuras humanas, modeladas o esculpidas, que hablan de otros códigos. En un registro que toma —más que en sus antecesoras— modalidades de la toma documental, donde el agua sale caliente de la tierra, donde los seres del barro —ranas, anguilas— se convierten en hermanos menores de los hombres que se afanan en los bosques, entre la niebla o bajo la luz del sol, confundidos en el barro o con la tierra reseca sobre la piel. Acariño Galaico es el vórtice más arcaico del Tríptico de España, así como Aguaespejo —vía el refinamiento de la cultura árabe— es el más civilizado. Algunos enigmáticos pasajes del film, respetando la falta de decisión de su autor al respecto, han quedado desprovistos de sonido. No está ausente en él, sin embargo, el homenaje, como lo demuestra la piedra funeraria de Rosalía de Castro (que aquí podría ser una referencia tan crucial como lo fue Lorca en los films anteriores) aunque el final, de violencia inusitada a partir exclusivamente de su banda sonora, abra un espacio insólito en la obra valdelomariana: voces de una rebelión, tambores y disparos de una represión (llamativamente cercanos a los de algunas experiencias sonoras del último Buñuel) parecen dar cuenta de la dimensión trunca de un proyecto, de la tensión inherente a una obra cuyo lirismo cósmico no desecha un costado de la más humana amargura por la incomprensión y el desencuentro. Como si en este punto resonase de nuevo la exclamación que abre Aguaespejo granadino: “Qué ciegas son las criaturas que se apoyan en la tierra”.

 

Apéndice, en forma de documental: Ojalá, Val del Omar

Un elemento destacado dentro de la empresa de rescate de la obra y figura de Val del Omar es, desde 1994 (cuando se estrenó en Venecia), un largometraje documental dirigido por Cristina Esteban y producido por el Equipo Civic. Su título, Ojalá Val del Omar, retoma en su primera parte la denominación del último proyecto inconcluso del granadino, con esa voz árabe que ha pasado a nuestra lengua como expresión de deseos, de voto por el cumplimiento de un anhelo, que VDO había elegido como título para la película que iba a cerrar su colección de elementales. Estructurado a partir de una meticulosa investigación y animado por un amor por la figura del cineasta que se compenetra en su discurso hasta permitirle ser el enunciador de su historia a través del recurso ficcionalizante de un viejo grabador de cinta a través del cual se oyen sus memorias, Ojalá Val del Omar  asume un tono meditativo, casi de confesión, que arroja nueva luz sobre el enigma, a la vez que un núcleo de éste permanece en el misterio. Lejos está el documental de pretender una versión definitiva de la multiplicidad irreductible que ostenta Val del Omar para cualquiera que se le acerque, sino que procura aportar la información necesaria, algunas ideas para su comprensión tentativa, aunque dejando abierta esa puerta que nunca dejó de asomarse a un misterio.

El itinerario que elige Ojalá Val del Omar es el de una historia de vida, guiada por el mismo VDO. Uno de los mayores aciertos del trabajo del Equipo Civic consiste en no establecer fronteras entre acontecimientos vitales e invenciones técnicas. La obra de Val del Omar resulta así una amalgama de invenciones tecnológicas, experimentaciones formales y búsqueda poética.

Quiera que la empresa de rescate emprendida durante la última década llegue, en poco tiempo más, a lograr para Val del Omar y su obra el reconocimiento largamente postergado, para que finalmente pueda cumplirse aquella anhelada revelación que, plano a plano, no cesa de prometer su poética.

Ojalá.

 

Buenos Aires, junio del 2000


* Nota de la editora. Este texto de Eduardo Russo fue escrito en el año 2000, cuando aún la obra de Val del Omar no trascendía las fronteras españolas. Trece años más tarde, consideramos importante este artículo para comprender en diversas perspectivas la obra de este cineasta visionario, razón por la cual lo recuperamos para nuestros lectores.

[1] En especial la monumental compilación de documentos y escritos de VDO, junto a una introducción y las versiones video de Aguaespejo granadino y Fuego en Castilla, reunidos en Sáenz de Buruaga, G. y Val del Omar, M.J., Val del Omar sin fin, Granada, Diputación Provincial, 1992, a los que luego habría de agregarse, en forma destacada, Sáenz de Buruaga, G. (comp.) Insula Val del Omar: visiones de su tiempo, Descubrimientos actuales, Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Semana de Cine Experimental, Madrid, 1995 y el largometraje documental Ojalá-Val del Omar, del Equipo Civic. Debe agregarse que, a partir de su presentación en el Festival de Venecia 1994 de sus dos cinegrafías terminadas (Aguaespejo… y Fuego en…) comenzó un período de exhibición itinerante de sus films en círculos especializados e instituciones culturales, que continúa hasta el presente.

 

[2] Citado por Bonet, Eugeni, “Amar, arder: recuerdo de José Val del Omar”, en Sáenz de Buruaga, G. (comp.) Insula Val del Omar… (op. cit.), p. 64.

[3] Erice, Victor, ”El llanto de las máquinas”, en Insula Val del Omar (op. cit.), p. 109.

[4] Dulac, Germaine, “Las estéticas, las trabas, la cinegrafía integral”, en Romaguera i Ramio, J. y Alsina Thevenet, H., Textos y manifiestos del cine, Madrid, Cátedra, 1993.

[5]   Gubern, Román “La neopercepción de Val del Omar”, en Insula Val del Omar (op. cit.), p. 130.

[6]   Gubern, Román, (ibid) pp. 128-133).

[7]   Erice, Víctor, ”El llanto de las máquinas”, (ibid.), p. 108.

[8]   Citado por Manuel Calvo Hernando, “Adelantado, visionario de la innovación, inventor del futuro”, en Insula Val del Omar (op. cit.), p. 81.

[9]   Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo, Barcelona, Paidós, 1987, p. 106.