Por Hugo Amoedo
Sentía como si el techo de la sala del cine se hubiese abierto, que estaba en medio del campo, acompañado de un centenar de personas viendo junto a mí las estrellas, disfrutando de la oscuridad mientras sonaba glorioso, aventurero, melodramático, I Pini di Roma (1924), poema sinfónico en cuatro movimientos de Ottorino Respighi. En un principio, ante la pantalla oscura, lo tomé por una sencilla crítica a la música de film. Pero, cuando por fin me relajé, los diferentes movimientos de la pieza me llevaron a través de tantos sentimientos que, en el momento en que pude ver la luna a través de la pantalla, rompí a llorar y quise abrazar a todo el mundo a mi alrededor para agradecer la belleza de aquel momento.
Another Movie (2018), el nuevo film de Morgan Fisher, se proyectó en Courtisane junto a su clásico Standard Gauge (1984) y A Movie (1958), de Bruce Conner, conocido collage de imágenes encontradas de películas de serie B, westerns, soft-porn y noticiarios antiguos. Ni siquiera me di cuenta de que la misma pieza de música estaba presente en ambas películas, a pesar de que, al parecer, lo habían anunciado al principio de la sesión. La potencia de las imágenes del film de Conner, su ritmo y la utilización de la música para remarcar y no como contrapunto hizo que, para mí, la sinfonía de Respighi pasase desapercibida. Lo que propone Fisher, como respuesta, es la sustracción de las imágenes, la confusión del negro de la sala con la oscuridad nocturna de la imagen, aprovechar la vida propia de la música -sin cortes, respetada en su duración al completo- y la presencia puntual de una luna que es cubierta por nubes pasajeras.
La apuesta de esta edición de Courtisane volvía a tener un marcado carácter político. La selección del certamen giraba alrededor de una decena de programas de cortometrajes de cine de vanguardia, comisariados en su mayor parte por María Palacios Torres -antigua directora del festival-, y tres focos sobre la obra de Wang Bing, la cineasta belga Anik Leroy y el indio Mani Kaul.
Wang Bing: obreros saliendo de la fábrica
Courtisane comenzó en su primera jornada con la proyección del monumental West of the tracks (2002), primer film del cineasta chino Wang Bing. La película, de unas nueve horas y dividida en tres capítulos, realiza un fresco panorámico del proceso de desindustrialización del distrito de Teixi, en Shenyang, otrora lugar de emplazamiento de gigantescas factorías para el fundido y transformación de metales pesados que daban empleo a millares de personas. El retrato de Wang es épico, en cuanto camino tomado para el retrato de un gigante que desaparece, del colapso de un sistema económico impuesto a la fuerza y que, por ende, se lleva por delante en su caída precipitada el tejido social que ha crecido a su alrededor. Una vez más en la historia de China, este no es un proceso de transición si no de ruptura, de olvido y destrucción de lo antiguo para la imposición de una nueva normalidad. Pero también hay en el film de Bing una dimensión íntima, en cuanto a la confianza que alcanzamos con los personajes retratados en la película. Wang filma como “mosca en la pared” el trabajo, el descanso y los lugares de habitación de estos trabajadores que pronto perderán sus puestos y también sus casas, accediendo a unos niveles de cercanía que llegan a ser casi molestos para el espectador.
Hay algo extraño en el cine de Wang Bing, porque, pasada una buena cantidad de minutos -unas veces 30, otras veces 100- empiezo a notar un cierto embrujo que envuelve las imágenes y la sala de proyección. Y creo que esta particular magia surge de la combinación de tres factores fundamentales presentes en su trabajo: Por un lado, la espesa sensación que provoca la experiencia del tiempo, que en su cine viene dado no solo por el relativo largo metraje de sus películas, sino también por una cadencia y un ritmo bastante particulares, organizados en torno a la larga duración de sus tomas. En segundo lugar, la sensación de ser testimonio del proceso de desaparición de un monstruo mientras este está en ese mismo proceso de desaparición. La concepción del cine documental como medio de hacer perdurar aquello que va a desaparecer. En ese registro del que todavía nos llegan imágenes, los trabajadores, los ex-trabajadores, los jóvenes parados y ociosos, aparecen en West of the tracks como fantasmas. Su imagen se condensa en determinados planos que Wang aguanta en su pulso fílmico, haciendo reunir el espíritu de un cine y de un momento histórico sobre la pantalla durante unos segundos. La presencia desvanecida, casi fantasmagórica de estas personas en el Mini DV de Wang me hace pensar en los filmes de no ficción de Sergei Loznitsa: figuras de la lejanía post-soviética cuya luz se esfuerza por llegar al celuloide.
Si bien en un principio la cámara se mueve entre las fábricas, acercándonos a la intimidad de estos trabajadores, de repente comenzamos a notar la presencia de Wang como personaje, escuchamos sus pasos en la nieve, escuchamos su respiración. Un momento mágico que marca la transición del film de un retrato en tercera persona a una mirada más detectivesca, más llena de suspense, haciendo entrar la película, a hurtadillas, en el género noir: es el cineasta caminando, buscando pistas, retratando, trabajando. Y entonces pienso también en Claude Lanzmann con su gabardina, fumando un pitillo, escuchando el relato de algún testigo del Holocausto. Tercer elemento del embrujo, el documental y lo que le da vida en tanto que ficción: el género cinematográfico.
Un último importante elemento presente en el cine de Bing que podemos reseñar en estas líneas: su compromiso político de dar pantalla a aquellas personas que son olvidadas en la actual narrativa del gigante asiático. Crear una nueva cartografía de la China olvidada, aquella a la que no llegan los resultados de los avances económicos del país en su apertura al mercado. En Ta’ang (2016), proyectada en el marco de la prolongación de su foco en la Cinematek, el cineasta acompaña a un grupo de refugiadas de esta etnia que huyen de la guerra en la frontera de Birmania, escapando por el bosque, perdidas. “Debemos permanecer juntas”, dice una. Wang Bing va con ellas, las retrata, les da tiempo en la imagen para que así existan. La guerra no la vemos, simplemente la escuchamos crepitando a lo lejos.
Su último film hasta el momento, Mrs Fang (2017), es un retrato de una mujer anciana que sufre de Alzheimer, resultando en una parálisis que la tiene encamada esperando el final de sus días en un pequeño pueblo de interior. El film es un estudio de su cara, de su mirada perdida, de su boca trillada por alguna extraña fuerza que la mantiene enseñando los dientes. Wang se asoma al interior de su protagonista como acostumbra en sus películas, retratando su superficie. La familia se revuelve a su alrededor, viendo la tele, fumando, discutiendo cuánto le queda de vida, realizando una suerte de parodia del teatro del luto. Deciden no pagar un tratamiento, prefieren invertir en un entierro fastuoso. También va de esto el cine de Wang: del retrato frío y seco de algunas situaciones sociales que como espectadores podemos ver de forma, digamos, embarazosa.
Algunas notas sobre la selección
El segundo largometraje de Ruben Desire, La Flerièure (The flower shop, 2017), se podría definir como respuesta política y spin off de su primera película Kosmos (2015). En su debut, el belga realiza un retrato generalista de la célebre okupa Le Gésu, en Bruselas, para escoger de entre sus habitantes una serie de personajes que desarrollan una pequeña trama de ficción en torno a la aparición de pequeños animales muertos colgados en las puertas de una familia. Esta pequeña pista le ayuda a esbozar un pequeño retrato de una comunidad que pronto sería expulsada por la policía. En una secuencia de gran violencia, el director filma desde el interior del edificio la puerta resistiendo las embestidas a mazazos de la policía, hasta que esta caía abajo. En La Fleurière, el director da un paso más en su apuesta por la ficción. Tomi, Ristu y Mizu, presentes ya en Kosmos y ya instalados en cualquier otra parte de Bruselas, se encierran en una floristería para cavar un túnel que les permita acceder al depósito de la Reserva Federal Belga. En sus descansos, los tres amigos recuerdan su país, hacen planes para el futuro, ven llover. “Decidle a vuestros amigos que vengan a Bruselas, para que vean cómo es la vida aquí”. El film de Desire es un hilo de ensoñaciones, un juego de luces y sombras minimalista que ayuda a aislar a sus personajes: juntos pero solitarios, sobrios, exiliados. Esta vez la policía llega tarde en su persecución de los “ilegales”; ellos ya se han ido con el botín.
Robert Beavers es gran conocedor del ambiente del cine de vanguardia en Bélgica. Bruselas fue la primera ciudad europea en la que el cineasta se estableció, junto a su compañero Gregory Markopoulos, después de dejar los Estados Unidos a mediados de los años sesenta. Y fue en la Cinematek de la capital belga, donde pudo desarrollar su cinefilia gracias a su trato con el curador de la Filmoteca Real de la época y hombre de luces, Jacques Ledoux. Artista en foco en la edición de 2011, se esperaba con mucho interés la última “remesa” de films del cineasta americano. Sigue sorprendiendo el movimiento de sus imágenes, el ritmo, el pulso de su cine. Beavers, a su vez hombre en movimiento, filma a sus seres cercanos mientras estos hacen cosas con las manos: cortando el césped, tocando sus instrumentos (Der Klang, die Welt…, 2018). Ese hacer con las manos está presente incluso en su manera de construir las películas. El cineasta se filma a sí mismo (Listening to the Space in my Room, 2013) montando su siguiente film, enroscando así su obra en un proceso elíptico y artesanal.