Por Mónica Delgado
En junio cayó la bruma en Lima y nadie se dio cuenta. Dejó de existir un festival internacional de cine y nadie dijo nada. La indiferencia como mejor muestra de un entorno de cinéfilos y críticos ombliguistas, desconectados de su contexto social, apartados de pensar y repensar las condiciones en que se distribuye y exhibe cine en el Perú. Quizás estar pegados a los últimos estrenos de Netflix o prendidos de la expectativa de si Giovanni Ciccia dará o no algún detalle más sobre la tercera parte de Django imposibilitó ver que hay un festival desaparecido, que hay un grupo de gestores ad honorem que trabajó años en la precariedad y la suerte, que transitó entre la soberbia y discrepancias de varios de sus fundadores, y que ya no podrá tener la edición número nueve. Pero lo que es más trágico aún, es que Lima, que pretende ser una capital a la par de la oferta cultural de otros países de la región, vea con bastante desinterés que un festival simplemente ya no dé señales de vida. Lima Independiente no va más.
¿Qué hubiera pasado si el Festival de Lima de la PUCP fuera el protagonista de este incidente? Ah, no, sería otro cantar. Ya estaríamos hasta la coronilla de las cartas firmadas por Vargas Llosa, Alonso Cueto y Augusto Tamayo para que el festival regrese como sea. Estaríamos hartos de los memes pidiendo que no se pierda la alfombra roja donde pasan las estrellas de Chollywood y donde aparece Juan Carlos Arciniegas como jurado de la crítica. Estaríamos hartos de ver en Canal N algunas «microondas» pidiendo que traigan la última de Tarantino y la nueva de Gael García Bernal. Pero como se trata de un festival que trae los films de Hong Sang-soo, Lav Diaz o Albert Serra, que hace un materclass con María Cañas, Rose Lowder o Madi Piller, no hay mucho que pedir o lamentar. ¡Ya basta de tanta película soporífera (o de cine ansiolítico) en Lima!, se oye en bares y funciones de prensa con sanguchitos.
Este 2019, junio no trajo una nueva edición del Festival Internacional de Cine de Lima Independiente. Gracias a este evento, Lima fue cobijo del cine y presencia de cineastas de talla creativa como el tailandés Apichatpong Weerasethakul, del venezolano Andrés Duque, al francés Sylvain George, al español Lois Patiño, la franco peruana Rose Lowder o el portugués Pedro Costa. Se pudo ver cine de diversos festivales de no ficción, películas de Marsella, Locarno, Bafici, o muestras enteras de cine experimental hecho por mujeres (en programas curados por Andrea Franco, sus fronteras destruidas, donde las cineastas y artistas expusieron lo mejor de sus trabajos sin lugar a cuotas por compromiso), o se tuvo por ejemplo, al español Ángel Rueda en talleres intensos de experimentación. Así, este festival que trabajó por años por sacar a Lima del abismo del cine, bajo el ojo de Alonso Izaguirre, Adriana Milla, Carlos Rentería, Fernando Vilchez, Farid Rodríguez, Robinson Díaz o Manuel Siles, lidiando con visiones conservadoras de producir un festival, ante una cartelera pobre, y que apostó por darle a la ciudad un brillo distinto en este plano festivalero desde lo poco que obtuvieron (15 mil soles de fondos públicos en algunos casos, cifra muy pequeña sin lugar a dudas y que sublima aún más el esfuerzo que hizo este grupo de personas por sacar este espacio adelante), se nos fue.
Tampoco el equipo del Lima Independiente ha emitido algún comunicado ni sus amigos más cercanos se han tomado el interés de hacer visible esta ausencia. No hay peticiones en Change.org, o gestores lamentando este cese ni cinéfilos dolidos. Un festival menos es un punto en contra para cualquier posibilidad que expande las experiencias audiovisuales de los espectadores peruanos, muy sometidos a las reglas de las majors o los precios caros de festivales más grandes. Ahora queda la nostalgia, recordar algunas funciones y conversaciones imprescindibles, en el auditorio de la Universidad de Lima o en la casa España.
He podido estar en disonancia con varias aspectos del Lima Independiente, como descuidos en las proyecciones, o el reducido trabajo de formación de audiencias, sin embargo, no hay excusa para hacerse el sueco o el loco ante la pérdida de este espacio que también era una ventana para el cine local y un espacio de diálogo y difusión. Ahora más que nunca, que en medio de una nueva ley se discute cómo se promueve al cine peruano, el estado y la comunidad audiovisual dejan morir un festival. Perdemos un espacio y afirmamos una incapacidad para amar al cine. Aunque suene a paradoja, asomó el gallinazo que por tantos años identificó al festival.