por Mónica Delgado
“El musical moderno deconstruye sistemáticamente la sintaxis clásica del género”.
Jane Feuer[1]
Si el musical como género clásico y hollywoodense apareció como dispositivo de entretenimiento puro (sobre todo a partir de su condensación del ballet, la opereta, el tap o el vodevil ), y si pensamos en películas tipo Moulin Rouge de Baz Luhrmann a Les Miserables de Tom Hooper, que siguen captando la atención de la academia, afirmando su vitalidad, lo que le da valor de género inextinguible, es también cierto que su subversión o caída como paradigma de espectáculo capta la atención de diversos cineastas dentro de los marcos del cine independiente y experimental.
Sin embargo, pareciera que en sus distintas corrientes y fronteras, el género musical como tal fuera necesario solo en el fragmento, en el episodio onírico o simbólico donde los personajes expresan un estado de ánimo o una ilusión como estallido o arrebato. Inserciones dentro de historias que también se describen desde el melodrama clásico, la comedia romántica o el filme de zombis. Es decir, ya no es el lenguaje total de la película a partir de la convención del género hollywoodense, sino solo como complemento o como parte de una lista que deviene en géneros mutantes. Sin embargo existen filmes como Dancer in the dark de Lars von Trier o Mods de Serge Bozon, para dar un par de ejemplos, donde se construye la puesta en escena a partir de la intención misma de la ilación de un grupo de canciones y de coreografías que hacen avanzar la acción y no solo la meditan, es decir, pertenecen al canon inevitablemente.
Jane Feuer sostiene, por ejemplo, sobre la variante del musical denominado “entre bastidores” (como Cabaret de Bob Fosse, donde los bailes y canciones forman parte de la trama, de la historia en sí) que “expresa con claridad meridiana la evolución de un género desde un período de experimentación en que se establecen las convenciones del mismo (1929-1933) a un período clásico durante el que reina un equilibrio (1933-1953), hasta un período de reflexión dominado por la parodia, la réplica e incluso la deconstrucción del idioma original del género. Efectivamente, el claro desarrollo que acabo de enumerar tiene en sí mismo una precisión casi matemática, como si uno pudiera haber predicho con ayuda de una tabla de permutaciones el surgimiento de ciertas combinaciones nuevas en determinados períodos de la historia del género”.[2] Y es precisamente en esa “deconstrucción” que elijo una serie de películas, algunas recientes y otras no tanto, para poner en cuestión los usos del género para otras afrentas estéticas, donde es importante la fusión, hibridez o mutación del canon a fin de lograr la intención del cineasta dentro de la coherencia de su obra o dentro de su novedad.
En The hole (1998) de Tsai Ming- liang, el recurso del musical (ya no como género, sí, como recurso) deviene en una sublimación del estado real del mundo deteriorado e incomunicado en que viven unos vecinos en un edificio en Taiwan. El agujero del título de la película es el símbolo para unir a dos personas ajenas, como si fuera un cordón umbilical hacia el conocimiento y la afinidad. Pero Ming- liang propone las inserciones de musical como episodios o momentos de ensoñación, sí, también a la manera de antaño, sin embargo las apariciones de Grace Chang en glamorosas coreografías y vestuarios tienen el efecto de huida o ruptura incómoda al entorno húmedo del edificio venido a menos donde vive. En la “vida real” de los personajes no hay necesidad del canto o el baile, no es inherente a su expresividad, más sí en el espacio de lo onírico o de la pausa.
Si recordamos otras cintas de Ming-liang como The Wayward Cloud (2005), el efecto del musical tiene la misma finalidad, la realización de los deseos de los protagonistas en disonancia con la vida real que los agobia. El musical como reverso del mundo aburrido e individual, la magia y ensoñación donde se liberan los colores y el lado lúdico de la vida. Y esa alteridad entre la ficción dentro de la ficción, o de la fantasía como sueño, que le es inherente al género, aquí cobra una nueva dimensión, la del pastiche pero también la de la recreación de ese mismo canon en un contexto imposible.
En The Happiness of the Katakuris (2001) de Takashi Miike el rol del musical está articulado a la historia, que transita en el género pero también en los ámbitos del cine de zombis, del terror, y la comedia negra. Miike es un cineasta que nos ha acostumbrado a sus extravagancias y experimentaciones con todos los géneros y subgéneros (el hentai, el tokusatsu, el J-horror, el cine de yakuzas) y en este film realiza su versión de A quiet family (1998), la película del coreano Kim Ji-woon, pero para agregar precisamente la cuota de musical y esperpento como marca.
Para Miike el género musical va a brindar a su película un modo menos serio de relatar las emociones de los personajes, puesto que las canciones y bailes aparecen para exagerar las sensibilidades a partir de coreografías de la pantomima y el pastiche. El descubrimiento de un suicidio se vuelve en detonante no del drama sino de la carcajada, a partir de movimientos y gestos que simulan el asombro y que enfatizan la burla y el simulacro. Una familia que se acaba de mudar a las montañas a promover un hospedaje, se ve envuelta en una serie de suicidios de clientes. Y que para evitar la mala fama del lugar deciden hacerse cargo de los cadáveres, lo que genera un sentimiento de culpa, pero también de alienación.
Quizás la referencia más cercana al espíritu de los Katakuris de Miike se encuentre en la película de culto Hausu (1977), ya que es una conjunción de géneros y subgéneros desde el kitsch y el camp, bajo el influjo de la mente lúdica de Nobuhiko Ôbayashi. Es allí donde el musical cobra la dimensión de lo escatológico y lo pulsional que bien Miike sabe investir en esas escenas de baile que describen desde el amor fou hasta un rito de levantamiento de un cadáver obeso. Si para Ming- liang el acto de cantar y bailar es la revelación del “otro yo” de sus personajes, en Miike son odas fantásticas multicolores de la extravangancia que exacerban la ingenuidad sin evitar la sangre o los cuerpos descompuestos.
En un polo opuesto se ubica una película francesa como La guerre est déclarée de Valérie Donzelli, sobre el trance de una pareja que ve perder a un hijo en las fauces del cáncer, y para ello la cineasta recurre desde la música electrónica hasta baladas al amor en pos de unificar vínculos afectivos, y una vez más desde la mutación de una puesta en escena híbrida, ágil, sin moralejas o atavismos melodramáticos, donde el musical adquiere el cariz de la liberación. Se trata de una cinta que se ubica en un polo distinto al de la tendencia del cine francés de fines del siglo pasado, como el caso de Jeanne et le garçon formidable de Olivier Ducastel, que mantienen un estilo similar al de 8 femmes de Francois Ozon, o al de On connait la chanson (1997) de Alain Resnais que sí es fiel al género cinematográfico canónico en su tributo a los musicales de los años 30 y 40, e incluso a la tradición francesa del musical (marcando distancia con Les Parapluies de Cherbourg de Jacques Demy como ópera popular).
LOS PASOS DEL MOD
En Mods, a diferencia de La France, Serge Bozon propone una puesta en escena de musical total, es decir, toma todos los dispositivos del género pero los subvierte a través de sus paradojas, cuerpos aburridos de sí mismos, el clima de pesadez y enfermedad, y sobre todo, la temperatura de un amor frustrado. El estudioso Tom Ryall señala que «La imagen primordial en la crítica de los géneros es el triángulo compuesto por artista/película/público. Los géneros se pueden definir como patrones/formas/estilos/estructuras que trascienden a las propias películas, y que verifican su construcción por parte del director y su lectura por parte del espectador»[3]. Y es precisamente que en esta verificación de la construcción del género es que Bozon va componiendo una antipropuesta, basada también en la memorabilia, el metatexto, el juego cultural entre el contexto fuera de la película y lo que se ve. Incluso los personajes no cantan, solo bailan, pero cuando hablan lo hacen a través de juegos retóricos absurdos imitando versos o estrofas perdidas.
Dos hermanos militares son llamados a recuperar a un tercer hermano que vive en una residencia de estudiantes, y que se encuentra encerrado en su habitación tras una ruptura amorosa. El ambiente de la recuperación y depresión se traducen en coreografías arrítmicas o de cuerpos flojos, apenas tonales, que más que reflejar un estado de ánimo, conducen a formular mas bien una sensibilidad sobre la trayectoria de los cuerpos en el musical, disipados, laxos, y a la vez mecánicos o de autómatas. ¿Pero por qué recuperar la estética de los mods al paso de un musical de apariencia apática, de colores casi sepias, de jardines de ángulos rectos? Bozon lo hace a partir de temas emblemáticos del garage y la psicodelia, de bandas como Callico The Wall, The seeds o Frantics, para que precisamente ese clima de dislexia o de humor de la repetición encuentren su símil en danzantes que van respondiendo ante la ausencia del amante caído. En Mods (2003), el musical cobra una nueva dimensión menos celebratoria y más cercana al lenguaje de la inestabilidad y la decepción.
Por otro lado, en La France (2007), Bozon recupera los episodios del musical para ser insertados en esta tragicomedia sobre una mujer que se disfraza de soldado en los campos de Flandes, para ir en la busqueda de su esposo perdido. Aquí la tropa de desertores a los que se ha unido la mujer (la notable Sylvie Testud) interpreta un puñado de temas de la cultura musical popular francesa o de Beach Boys o The Mamas and the Papas, como vía de escape ante una situación de crisis bélica. Es inevitable nuevamente hacer referencia a La France actual, y a la manera en que Bozon se ha instalado en el imaginario del nuevo musical y del nuevo cine francés bajo una mirada que replantea y humaniza.
DE LOS POSIBLES A PENDEJOS
“P3ND3JO5 es un musical, con fantasmas, con skaters. Una cumbiópera en tres actos y una coda”.
Raúl Perrone[4]
“Nos centramos en los personajes y trabajamos esa cosa como de mutación de géneros. La película empieza con una narración cinematográfica tradicional, un poco expresionista, y a partir de ahí empezamos a trabajar el artificio de la danza muy sutilmente”.
Santiago Mitre[5]
En Los posibles, película de los argentinos Santiago Mitre y Juan Onofri, se describe un ensayo peculiar de una obra de danza, porque el acto mismo de lo concluso, terminado, listo para presentar al espectador, queda a medio camino y quebrado por la presencia de un cineasta y de su cámara que sacude el espacio para componer un nuevo rito de la representación desde la cercanía de los cuerpos, desde su tránsito y movilidad constante. Hay un ensayo, hay un grupo de músicos que envuelve la atmósfera y decide los tiempos en que se dirigen o camuflan los cuerpos de un grupo de jóvenes bailarines al uso del hip hop y otras formas de la calle. Hay un espacio que imita a un gran hangar pero se trata del sótano de un teatro, cobijo del conflicto entre dos guetos, dos facciones de hombres que lidian con las formas o se acoplan a ellas. Así, Los posibles (2013) dentro de lo que podría llamarse un musical a secas (sin diálogos, solo música y baile) va absorbiendo del documental el registro fiel de la obra de danza de Juan Onofri, surgida de un emprendimiento autogestionado llamado KM.29, que trabaja con muchachos excluidos de zonas marginales de Buenos Aires.
Pero ¿se trata de un musical? No precisamente. Pero la película comienza con la música y finaliza con el silencio, cuando los músicos se detienen, guardan sus instrumentos y se van. Se ubica dentro de este subgénero de musical entre bastidores, desde las bambalinas del teatro, desde el ensayo mismo de la obra, articulando sentidos, el oír y ver de modo armónico y perfecto en este entorno masculino. Mas bien se vuelve una propuesta renovadora y arriesgada sobre cómo sí darle una nueva lectura a los recursos del género, ya que no solo se trata del registro de un ensayo sino en una racional y musicalmente matemática puesta en escena entre cuerpos y sobre cuerpos bajo el influjo de la música y el baile.
Por otro lado, y en un polo opuesto, aparece P3nd3j05 (2013) del argentino Raúl Perrone, una obra de dos horas y media de cumbia electrónica, sin diálogos pero sí intertítulos, que apuesta por la estética del cine silente pero no lo hace de un modo fácil. Es decir, hay una escena que puede ejemplificar este vínculo con el género musical: dos chicas y un muchacho juegan a avientarse en una tienda de colchones en un centro comercial, una y otra vez, y el cineasta, a través de yuxtaposiciones y repeticiones crea una suerte de coreografía de cuerpos que se levantan, que se avientan, que se vuelven a tirar, a ritmo de una cumbia que delimita la velocidad de los cuerpos. De esta manera se compone una escena absoluta del género, sin embargo no cuenta con bailarines ni música diegética, sino un montaje con un sentido del compás y la musicalidad de la misma puesta, donde el género pareciera reinventarse. Lo mismo sucede con las secuencias en las rampas de skaters, donde Perrone configura una ópera física en blanco y negro grumoso, llena de ritmos, tonalidades, sones y silencios.
Con Los Posibles y P3nd3j05 se encuentran ejemplos perfectos de la reinvención del musical, de sus antípodas y generalidades también, mas no de su muerte.
[3] Stephen Neale, Genre, 1980, Pág. 7.
[4] Booklet de la película P3ND3J05 de Raúl Perrone. Buenos Aires, 2013. http://issuu.com/escrituras.indie/docs/pendejos
[5] Escribiendocine. Entrevista Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato: Danza y cine en la más plena armonía, Buenos Aires, 25 de mayo de 2013. En http://www.escribiendocine.com/entrevista/0006546-santiago-mitre-y-juan-onofri-barbato-danza-y-cine-en-la-mas-plena-armonia/