Por Mónica Delgado
La nueva película del cineasta peruano Aldo Salvini está más cerca de la estética del exploitation (incluso de un discreto sexploitation) que de un policial o film de acción de género si pensamos en las fórmulas actuales de las modas hollywoodenses. Django, sangre de mi sangre plantea una sensibilidad muy cercana a las motivaciones del exploitation, sobre todo aquel de los ochenta y noventas del siglo pasado: un tipo de cine basado en elementos polémicos o lascivos, que buscan sacarle el jugo, más allá de una intención artística, al sensacionalismo, el morbo y al entretenimiento puro. Se trata también de películas que buscan lograr visibilidad en la taquilla (sobre todo del mercado de DVD o video) de acuerdo a la puesta en marcha de algunos tópicos infalibles como el uso de drogas, la rudeza de matones imitables, desnudos gratuitos, sexo y moralejas muy aleccionadoras. Si bien Django, sangre de mi sangre no es de un film de bajo presupuesto en sí como la mayoría de los trabajos del exploitation (hay un trabajo de producción que sigue pautas del estándar), hay una apuesta por recuperar ingredientes para la puesta en marcha de este mundo moral simple y primario, también expuesto en Django la otra cara (2002) de Ricardo Velásquez: hombres recios del entorno lúmpen, redención cristiana, corrupción, traseros y tetas gratuitos y un imaginario dicotómico de buenos y malos. Pero hacer un cine exploitation no es problemático. Más bien las preguntan están en cómo se inserta esta veta ante lo trabajado anteriormente por Salvini.
La filiación nacional más directa de Django, sangre de mi sangre estaría en el film de los hermanos Flores, Al filo de la ley, que buscó revitalizar algunos códigos de películas de bajo presupuesto ochenteros de narcotraficantes o maleantes y exconvictos en tramas de guiones plenos de nonsenses. Sin embargo en Al filo de la ley, la pésima dirección, las malas actuaciones, el guion trillado, los efectos especiales deplorables y los diálogos intragables hacen de ella una experiencia que roza lo camp y lo trash, mientras que en Django, sangre de mi sangre, (que también luce momentos trillados y diálogos inverosímiles) hay una intención de sacar al cine de la fórmula plana de exploitation en la que se regodea: hay calatas y villanos de caricatura pero mejor filmados, lo que ha hecho que algunos vean cuota de «cine de autor» en una empresa comercial que apunta a cumplir un fin específico en las taquillas desde los tópicos simples que menciono.
Más bien los films peruanos se han acercado tardíamente al exploitation como estilo (hablo de un exploitation consciente, no de films que han devenido en una imitación de exploitation, camp, kitsch, o trash por lo bodrio que son), sobre todo si pensamos en las fórmulas que atrajeron a los espectadores a ver films baratos de Michael Dudikoff o Cynthia Rothrock en los ochenta, o en el Mexploitation, el cine que grafica el entorno de narcos, drogas y sexo en el norte de México. No puede verse este interés como desmedro, al contrario, considero que Django gana más como parodia de estos motivos del subgénero o la serie B, pero esto no aparece en la intención del cineasta ni de la producción, ya que es clara la intención por hacer un cine de acción, trepidante, de luchas y traiciones, un cine de género con todas sus letras, siguiendo tópicos del policial.
Django, sangre de mi sangre comienza con una intro que anuncia el desenlace del film de hachazo: el protagonista no podrá escapar de su destino maldito marcado por el hampa, el eterno reo. Desde allí, el componente moral de toda exploitation asoma, lo que se corrobora con el plano final del Cristo de yeso sufriente como materialización de este fin moralista que se derrama en todo el metraje. «Si eres malo, Cristo sufre por ti», o «Si eres malo te espera la pasión de Cristo». Moralidad donde las mujeres cumplen el rol que el exploitation les ha dado por excelencia, seres sin agencia solo prestas para mostrar las nalgas o limar semidesnudas las uñas del villano de turno, o donde la figura de la «mala semilla» marca a la prole del delincuente con la maldad o insanía genética del padre.
Este nuevo choloexploitation está marcado por una actualización bizarra del «mundo real» local a este subgénero, donde las jergas marcan un arcaismo verbal (el viejo «a la firme»), el prejuicio de la salsa para los «faites» más su música de thriller en los momentos de drama, y las mañas del sicariato, pero también a dar vida algunos tópicos de modo pintoresco: el Biker, que pone en escena elementos del vandalismo juvenil y las motos, o el cautionary.
Si ubicamos a Django, sangre de mi sangre dentro de la serie de largometrajes y cortometrajes de Aldo Salvini es evidente el tropiezo, la disfuncionalidad. Las armas del exploitation podrían haber engendrado una veta más de los personajes que llenan su filmografía desde una perspectiva plena de humor negro, desborde y toque surreal, pero más bien encontramos caricaturas de villanos y de reos, esbozos de maleantes y sicarios ralentizados. Hay un sacrificio por la calata gratis, la resolución trillada (como ese montaje paralelo de sexo doble en la cárcel mientras la «chica dinamita» se baja a dos traidores de la nada), y el mensaje de amor y paz bendecido por Cristo y la biblia, que hacen de Django, un film por momentos para la risa, y por otro, para echar de menos la marca Salvini.