Por Pablo Gamba
Florent Marcie es un documentalista francés que se especializa en películas bélicas. Se distingue entre los cineastas y periodistas del ramo porque trabaja de manera individual en las zonas de guerra, y también produce y monta sus películas. El valor de su obra no ha sido reconocido con una larga lista de premios, como ocurre con cierta facilidad en tiempos en los que abundan los festivales, pero sí ha sido celebrado por algunos críticos y, en particular, por el Doc Buenos Aires, que en 2019 le dedicó una retrospectiva. Es algo que se explica por la rareza que son sus documentales.
El estreno latinoamericano de la más reciente producción de Marcie, AI at War (Inteligencia artificial en guerra), fue en la apertura del festival argentino. Se trata de una película que introduce una novedad en sus documentales: por primera vez el cineasta trabaja en compañía de “alguien”, en este caso un pequeño robot inteligente con el que se puede mantener conversaciones, y que fue fabricado por hombres y mujeres de ciencia de diversos países en una empresa con sede en Malasia.
Sota, como se llama el aparato, añade una mirada que es resultado de la combinación de la tecnología que forma su mente artificial mediante la acumulación y revisión de sus “experiencias”, y su inocencia edénica frente a los conflictos. Lo que “sabe” es la información que obtiene de internet y que analiza su cerebro electrónico. Irónicamente, esto hace del robot una criatura análoga a la mayoría de los seres humanos que “conocen” el mundo y su propia sociedad por la información que reciben de los medios de comunicación, y que participan menos que Sota en las guerras, porque nunca han estado allí, aunque eligen gobiernos que sí intervienen.
Esta manera de entender el mundo se expresa cuando Sota usa sus sistemas para asignar diversos grados de probabilidad de reconocimiento a lo que “ve”. En el más crudo de estos momentos, la claridad de “pensamiento” de su algoritmo lleva al robot a plantear que lo más probable que sea el campo que observa es un cultivo agrícola y no un cementerio provisional, en una ciudad iraquí completamente arrasada por la guerra contra el “Estado islámico de Irak y Siria”, que es lo que es en realidad.
Si bien Marcie tiene el cuidado de dedicar una parte a criticar a un defensor de un futuro “poshumano”, en el que cerebros expandidos por la tecnología crearían un mundo que funcione mejor, el problema queda sin resolver en la película. Cuando critica al islam, y hace provocadores comentarios sobre dios, la inteligencia artificial y la inmortalidad de los robots frente a musulmanes, por ejemplo, incurre en una arrogancia análoga a la de los “poshumanistas”. Su mirada pone el foco en la verdad de hecho de la destrucción causada por las guerras, pero no sobre los intereses que llevan a los conflictos, como si acabar con ellos fuera cuestión de asumir la realidad. Es una crítica desde la perspectiva de una razón no empañada por “falsas creencias”.
También hay otra mirada sobrehumana en esta película: la de los espectaculares planos a vuelo de pájaro, tan fáciles de hacer hoy con drones, como el del comienzo de AI at War. Son un problemático contrapunto del estilo de cinéma vérité dominante que el descenso de la perspectiva aérea hasta hacer claramente identificables, como bolsas de cadáveres, las manchas azules vistas desde lo alto no logra resolver. Otro contrapunto, más pertinente y lúcido, es el que hay entre la cámara en mano de Marcie y las subjetivas de Sota, a las que se añaden unos extraños planos con el robot en cuadro que habría que interpretar como “semisubjetivas”en este contexto. Son parte de una confrontación visual más amplia del personaje con el ambiente, correlativa a la de la razón con la sinrazón que es la guerra para Marcie.
Otro contrapunto clave en el estilo del cineasta, observado por Roger Koza, director artístico del festival, es el que hay entre los largos planos sin cortes característicos del estilo del cine directo, expandidos hoy en su duración por el video digital, y las fotografías que el cineasta inserta entre ellos. No se trata solamente de hacer transiciones sino de crear un contraste entre las partes en las que el tiempo del relato coincide con el de lo relatado y aquellas en las que se congela en la imagen fija, que en este contexto marca la fase posterior –la del montaje– como la de pensar lo visto. Finalmente está el contrapunto más importante: el que se da entre la inmersión de Marcie entre la gente que vive un conflicto y su posición crítica frente a la guerra.
La tercera parte de AI at War se traslada de Irak y Siria a Francia para registrar la rebelión de los “chalecos amarillos”. La mirada que dirige hacia esta lucha descubre en ella inquietantes parecidos con lo que ocurre en los confines “salvajes” del mundo. El problema es que Marcie se concentra en tratar de mostrar que lo que sucedió en Francia y otros países de Europa fue como una guerra, en la que los combatientes del bando más débil perdieron ojos y manos como consecuencia de las armas que la policía usó contra ellos. Si bien la inteligencia artificial de Sota también se confronta con esta otra realidad con lúcido humor, no se profundiza en la cuestión de las conexiones geopolíticas y económicas entre este conflicto y el del Medio Oriente.
Actitudes como esta son celebradas hoy como rechazo a la “bajada de línea”. Pero eso no es más que hacer propia una censura que se disfraza de inteligencia para rechazar la “propaganda”. El espacio que los críticos y curadores que ejercen esta función de policía permiten es el que abre el humor. Pero el humor es diferente, en AI at War, del que el israelí Avi Morgrabi, por ejemplo, dirige corrosivamente contra las instituciones militares, políticas y culturales de su país, y contra las contradicciones personales resultantes, con una línea muy clara de rechazo a la ocupación del territorio de Palestina y el genocidio contra ese pueblo. Hay un cierto aire de superioridad que se filtra en la distancia que Florent Marcie trata de marcar aquí con la guerra, incluso cuando la represión “bélica” los alcanza en “carne” propia a Sota y también a él, y que no debe confundirse con la alegría de los “chalecos amarillos”.
Película de apertura
Ai at War
Dirección, guion, producción, fotografía y montaje: Florent Marcie
Francia, 2021, 106 min.