Por Mónica Delgado
Hace algunas semanas coincidieron en la cartelera comercial dos films peruanos, un documental y una ficción, que tienen como protagonista a un poeta de la generación del sesenta, que tuvo una muerte trágica que lo volvió emblemático, Javier Heraud. Y esta coincidencia temática, también se da en el tratamiento de ambos films, ya que si bien pertenecen a ámbitos de representación distintos (la fabulación de la ficción en los linderos del biopic, y el documental de búsqueda documentaria e intimista), la apuesta por recuperar la figura del limeño Heraud está en reforzar la romantización de su entrega a la lucha social, expuesto como mártir de amor en un país de inequidades. Dos films, que pese a sus defectos, también aparecen como pasos adelante frente a los trabajos previos de estos dos cineastas peruanos.
En El viaje de Javier Heraud (Perú, 2019), Javier Corcuera elige a la sobrina nieta del poeta para que sea el hilo conductor de este viaje al pasado, donde el espectador, junto a ella o desde sus interrogantes y curiosidades, va reconstruyendo al personaje adolescente y joven, a un Heraud lúdico, juguetón, ya como hijo, hermano, amante o amigo poeta. Así, la opción del cineasta al abordar al escritor es desde lo familiar, amical e íntimo. El Heraud que conocemos es perfecto, sin defectos, es amable, ingenioso, inteligente, apasionado por Rimbaud, viajero y de sensibilidad social. Desde los testimonios de su ex novia, de su hermana, de poetas como Arturo Corcuera (el padre del cineasta), Leoncio Bueno, o del sociólogo y ex guerrillero Héctor Béjar, vamos armando el rompecabezas que va ahondando en este tío familiar. Apenas unas imágenes de archivo del inicio brindan apuntes sobre el contexto social del Perú de finales de los años cincuenta, sin dar pistas sobre el gobierno de Manuel Pardo Ugarteche, el caos social y la crisis política que seguía extendiendo sistemas feudales de esclavitud y sometimiento en los Andes.
Corcuera apuesta en El viaje de Javier Heraud por tomar algunos elementos de la poética de Heraud, sus conceptos de río y viaje, como figuras que van articulando literalmente su puesta en escena: la memoria como un ente que fluye, a punta de fotos y recuerdos, y el viaje de búsqueda, desde Lima a Madre de Dios que realiza la sobrina y que de alguna manera plantea también esos dos tipos de territorios que marcaron la vida del poeta. Por un lado, esta puesta deja al desnudo un recurso, el de las fotos, negativos y cartas como materia estática, sin movimiento que plantean una paradoja con ese bonus track que aparece tras los crédito, en el cual material en Súper-8 deja ver a un Heraud sonriente y en compañía de amigos. Si no fuera por ese agregado, el espectador se iba con un Heraud de fotos en blanco y negro. Y también es síntoma de algo mayor, que hay una resistencia de varios de los entrevistados a volver a ver esas piezas de memoria: no volver a leer las cartas, intentar quemar negativos, o no revisar con detenimiento algunos objetos del desaparecido. Y por otro lado, la diferencia de los testimonios marcados por el viaje, de una élite cultural de alguna manera, hasta testigos locales del ataque y muerte del poeta en medio de la selva. “¿Cómo es que te acuerdas de algo que pasó hace cincuenta años?, pregunta la sobrina nieta a un octogenario que vive en algún caserío de Puerto Maldonado. Y nos preguntamos cómo no olvidar a un extraño, alto y blanco, en tierras desconocidas, quien muriera asesinado al día siguiente. Una manera sutil de mostrar la fractura social de un país, cuya crisis aparece en un gran fuera de campo durante todo el film.
El plano político es intocable en El viaje de Heraud, quizás debido a alguna transacción con la familia o a simplemente no tocar parte de una memoria colectiva que podría resultar “contraproducente”. En alguna escena, la esposa anciana de un fotógrafo que registró el cadáver de Heraud en Madre de Dios, dice que antes de morirse, ella va a quemar todos los negativos porque no quiere que nadie más haga escarnio o usos de esos fotos, donde aparecen armas y podrían tildar a esas personas de “guerrilleros”. Es como si de pronto el cineasta, que en todo el film ha apostado por lo poético (con la voz en off leyendo poemas de El río) o con las tomas que idealizan Lima o Barranco, se afiliara a ese juicio donde hablar de comunismo o militancias marxista es sinónimo de terror, en un país donde la izquierda sigue siendo satanizada. Lo más simbólico en el film, que refleja la militancia y mística de Heraud, es una versión en miniatura, tipo souvenir, del Manifiesto Comunista, en francés, que la hermana guarda en un cofre. No se menciona nada de su paso por el Movimiento Social Progresista, fundado en 1956, nada de sus discrepancias con Augusto Salazar Bondy, de su renuncia a partidos de preceptos hipócritas, de su acercamiento al Frente de Liberación Nacional, de su viaje a la URSS, de su lectura marxista de la realidad peruana. Nada. Solo algunas postales desde La Habana, o algunas anécdotas de Béjar. Lo más atractivo y poderoso en Heraud, el hombre político, queda, también, fuera de campo.
Mientras que en La Pasión de Javier (Perú, 2019), la ficción histórica de Eduardo Guillot, se refuerza algo que en la película de Corcuera también se sugiere: el paso de Heraud a la militancia y a la guerrilla como respuesta a un rechazo amoroso. ¿Qué movilizó a Heraud según estos dos films, si apenas el panorama político del país, la convulsión social y la desestabilización política, o la relación con las otras izquierdas latinoamericanas (de impulso castrista) quedan ausentes? ¿No es acaso eco de esos versos quemados como fruto de una decepción amorosa lo que dispara la huida a la militancia, a Marx, Lenin, y demás? Ambos films, a su manera, proponen un Heraud apasionado, pero en el amor, con todo los clichés y estereotipos que eso implica. Y es esa romantización como detonante que van moldeando la figura del héroe, como mártir, pero no de una causa política, sino desde la ruptura amorosa -y que en el film de Guillot queda dibujada desde la voz del narrador en off, un guerrillero nostálgico y didáctico que da fe de los pasajes más sublimes en la vida del poeta: su ingreso a la universidad, su vida familiar, su enamoramiento, su viaje a París, y luego su inmersión en la selva.
Quizás en La pasión de Javier, Guillot trata de mostrar a un Heraud menos solemne, que recita con sonrisas y carcajadas el poema Masa de Vallejo. Porque, ante todo, Heraud fue un alma adolescente, pasional, y que tuvo una empatía ante las situaciones de injusticia y desigualdad que vivía el país. De todas formas, me quedo con esa imagen que narra un entrevistado en la película de Corcuera, la de un Heraud ensimismado, sentado meditabundo, un día antes de su muerte, sin la efervescencia política ni amorosa, bajo el cobijo imaginado de los árboles.