EDUARDO QUISPE: VISUALIDAD RADICAL EN TORNO A LA COMPOSICIÓN A-TONAL DEL RELATO

EDUARDO QUISPE: VISUALIDAD RADICAL EN TORNO A LA COMPOSICIÓN A-TONAL DEL RELATO

Por Lucas Saporosi

Las poéticas visuales contemporáneas se presentan como irrupciones informes que atentan contra sí mismas.  Estas irrupciones trascienden el campo de lo visible y aprehensible, y se asumen como dispositivos atonales en devenir, atraídos por sus diferencias y disonancias. Son sus potencialidades de desterritorializar lenguajes y lazos de socialidad, aquello que fantasmatiza la visualidad, que la vuelve permeable y transparente, atenta a las emergencias que serializan su sentido. Las poéticas visuales contemporáneas se deben a sí mismas, de modo que asociarles lenguajes imaginales externos (aunque construidos históricamente) no hace más que unilateralizar la dirección de su fuga y de su interpretación. Empero y asumiendo su carácter de progresivo anulamiento, dichas poéticas de la imagen deben pensarse desde aquellos lenguajes desproporcionados, mínimos, gestuales, intensos e intempestivos, es decir, estructuras que desestructuren los esquemas de interpretación y de goce y que los habiliten a reconexiones impensadas, a virtualidades infinitas, a alteridades azarosas. Así, debemos pensar en ignorancias y no en saberes, en enfermedades y no en saludes, en precariedades y no en seguridades,  en inhumanidades y no en humanidades -demasiadas humanas-. En definitiva, las visualidades en el capitalismo tardío, y en especial dentro de lo que se podría llamar nuevo cine latinoamericano, producen afecciones y estados, alejadas de cualquier instancia de representación.

La experiencia visual de las imágenes del director peruano Eduardo Quispe, se orientan en estos caminos. Es una experiencia productivamente imprevista, caosmótica (citando a Guattari) o suicida, en palabras del autor.

Según Peter Pal Pelbart “No se trata de expresar un universo interior existente (…), sino de crear un estado, un trayecto, un rastro,  un centelleo, una atmósfera, y en estos pasajes (des)encadenados, ir produciendo nuevas contracciones y dilataciones del tiempo, de espacio, de corporeidad, de afecto, de percepción, de visión, un pluriverso a imagen y semejanza de estos desplazamientos” (Pelbart, 2009:154)

Pues a eso se dedica Quispe, a algo tan simple como hipnótico, al mero enfoque de rastros y paisajes, que encuentran corporeidades en personajes residuales o insignificantes de la Lima actual. Pero para hacerlo, y en esto radica nuestro trabajo, las categorías tradicionales de plano y montaje le son escuetas y totalitarias. Su relato adolece del plano, incluso del plano secuencia que tanta autoría le trajo a los autores modernos; lo mismo ocurre con el montaje, ya no hay nada que montar, pues montar implica  construir (y no una producir), de modo que seguiría una lógica lineal temporal y ciertas reglas estéticas. Quispe y sus personajes (o cuerpos fantasmáticos, inconsciencias reales), necesitan de composiciones que habiliten emergencias e intensidades, que sean capaces de producir pluriversos (en lugar de universos), de asumir las diferentes velocidades y lentitudes de los cuerpos.

Las composiciones de Quispe son a-significantes y a-tonales, pues nada preestablecido las guía, y no están en lugar de nada. Simplemente emergen del paisaje del autor, y están en constante acontecimiento, y produciéndose todo el tiempo, como una chispa autopoiética. Y aún más, estas composiciones actuales, inmanentes y emergentes a cada instante, no se suceden unas a otras bajo la lógica de la acción (o bajo la lógica temporal), sino que viven-perecen-resurgen. Esta es la cualidad (o si se quiere única lógica) bajo la cual nuestro autor produce. Si antes los planos se construían bajo la lógica del montaje, con la idea de dar unidad a un relato, aquí las composiciones son recomposiciones constantes, viven, mueren y vuelven a nacer, de manera diferente, o en términos de Nietzsche, son eterno retornos de lo diferente.

 

A propósito del encuadre, plano y montaje. El encuadre es un punto de vista sobre el conjunto de las partes que conforma la imagen. “El cuadro está relacionado con un ángulo de encuadre. Porque el conjunto cerrado es él mismo un sistema óptico que remite a un punto de vista sobre el conjunto de las partes” (Deleuze, 2005:31). El cuadro es un sistema cerrado compuesto de subconjuntos cuya función es la de generar sistemas cerrados en la imagen. La divisibilidad de los elementos “que no cesan de subdividirse en subconjuntos” (Deleuze, 2005:33) requiere de su función de construir hilos que comuniquen los conjuntos divisibles, es decir cerrar el sistema, para que cobre importancia comunicativa. Si el encuadre no construyese, a partir de su ángulo y de su cualidad de conectiva de elementos, hilos o contrapuntos entre la materia, los subconjuntos fugarían al infinito en sus posibles conexiones. El sistema adolecería de finitud y la instancia comunicativa sería simplemente inoperante (o, como ya veremos, expresiva).

Hasta aquí el cuadro obtiene la cualidad de sistema cerrado simplemente a partir de lo que en la imagen es visible, lo dado imagen. Ahora bien, hay un conjunto aún mayor sobre el cual el encuadre (en especial durante el cine clásico y podemos también ampliarlo al cine moderno) lanza sus poderosos hilos conectivos: el fuera de campo. El encuadre es cerrado y en especial, asume su carácter de cuadro cinematográfico, en tanto relacione el subconjunto hecho imagen con ese espacio aún no dado imagen (pero proyectable a ser imagen). “El conjunto de todos estos elementos forma una continuidad homogénea, un universo o un plano de materia propiamente ilimitado” (Deleuze, 2005:33).[1]

Suelen decir los directores de cine que el plano es la piedra fundamental del cine, y Deleuze da sustento a estas palabras: “El plano es la determinación del movimiento que se establece en el sistema cerrado” (Deleuze, 2005:36). El plano habilita el movimiento entre los subconjuntos dados imagen, cuyo doble aspecto combina “la traslación de las partes de un conjunto que se extiende en el espacio, (y a la vez) cambia de un todo que se transforma en duración” (Deleuze, 2005:38). El plano, afirma el filosofo francés, “es la imagen movimiento” (Deleuze, 2005:41), es un corte móvil, que tiene su fundamento en lo hecho imagen, o en lo proyectable a serlo.

Plano y determinación. Aquí las palabras no son casuales, ni meros artilugios. Son en primer lugar, el síntoma estético de una particular imagen: la imagen orgánica, clásica, sensorio motriz. El movimiento determinado, o bien plano, no es otra cosa que un ejercicio sobre los elementos, un acto dice Deleuze, focalizando en el participio. La instancia del participio propone dar cuenta de una exterioridad que activa una operación sobre conjuntos pasivos, y al hacerlo, asume el carácter de unidad. “La unidad es siempre la de un acto, como tal, una multiplicidad de elementos pasivos o sobre los que se ejerce una acción.” (Deleuze, 2005:46). Este rodeo nos permite merodear sobre el concepto de plano, cuya fundación es el movimiento, el corte móvil de un cuadro, es decir de un sistema cerrado, de manera que compone una totalidad, una unidad.  El plano presenta “una unidad de movimiento, y con este carácter comprende una multiplicidad correlativa que no la contradice” (Deleuze, 2005:46). El plano y el cuadro, con su angulación de encuadre, capta y cierra un sistema de subconjuntos conectados cuyo movimiento, en lugar de perpetuarse y serializarse hacia el infinito, se desarrolla en una lógica aprehensible y circunscripta a un esquema que genera el dinamismo extrínsecamente, fundándose en la acción de sus elementos.

Si el encuadre es el sistema cerrado que conecta y da vida a los subconjuntos dados o proyectables a ser imagen (tanto entre sí como con el fuera de campo), deteniendo la infinita divisibilidad; el plano es la determinación del movimiento de la materia en el cuadro; el montaje, pasa a ser el motor que dinamiza el todo, una suerte de encadenamiento imaginal que relaciona los diferentes niveles de la imagen. “El montaje no es otra cosa que la composición, la disposición de las imágenes-movimiento como constitutiva de una imagen indirecta del tiempo” (Deleuze, 2005:52).  Me interesa aquí simplemente destacar, el estatuto de composición que Deleuze le atribuye al montaje, a la concatenación de cortes móviles, cerrados y detenidos en su serialización de sentido, por la lógica de la acción. Ni la acción ni siquiera el tiempo es el único conector de elementos dentro de los conjuntos.

La composición ha sido tradicionalmente una particularidad, un instrumento puesto al servicio de la conformación de unidades. Se la ha pensado como una intervención autoral para volver las piezas a un orden, la entonación por la cual las sombras del cinematógrafo adquieren materialidad componible y asumible. Por eso Deleuze distingue 4 tipos de composiciones basadas en el montaje cuyo punto de unión es la idea de unidad. La composición orgánica propuesta por Griffith, su contrapunto dialéctico de Einsestein, la composición cuantitativa de le escuela francesa y la tendencia intensiva del expresionismo alemán, tal vez la más radical de las cuatro tendencias precisamente porque, aún asumiendo una unidad, ésta no está dada por el movimiento sino por la luz, una imagen-luz, que centellea y destella. La condición lumínica de la imagen tiene la propiedad  de concebirse a partir de una fuerza infinita que se mida por su intensidad. Dice Deleuze acerca de esta tendencia: “no se trata pues de un dualismo, y tampoco de una dialéctica, porque nos hallamos fuera da toda unidad o totalidad orgánicas. Se trata pues de una oposición infinita tal como aparecería ya en Goethe o en los románticos: la luz no sería nada, al menos, nada manifiesto, sin lo opaco al que se opone y que la hace visible.” (Deleuze, 2005:77).  Si bien aún persiste cierta idea de linealidad en las composiciones expresionistas de Murnau, de Lang o de Pabst, son líneas quebradas y fracturadas, aunque muchas veces geométricamente determinadas, desde donde se conectan los subconjuntos. Las líneas que disponen los elementos en el cuadro muestran cesuras o indefiniciones producto de la luminosidad que, por momentos, esconde los segmentos tras las tinieblas o por otros, las satura, hasta su confusión.

Estos tres aspectos, que Deleuze trabaja en sus tesis para la imagen movimiento, propia del cine clásico, perduran, aunque en una naturaleza diferente, en la imagen tiempo, (propia del cine moderno). A pesar de que el plano secuencia y la profundidad de campo habilitan la emergencia de nuevas formas de devenir imagen, y que el montaje visibiliza aquello que siempre fueron las sobras (como por ejemplo las elipsis), aún perduran en el cine moderno estas categorías.

Son las visualidades contemporáneas, y en especial la radicalidad imaginal-suicida de Quispe, quienes trastocan materialmente los dispositivos tradicionales de relato. Así, aparecen nuevas modalidades en la composición del relato para contemplar las complejas intensidades sociales y las nuevas formas de subjetividad en el marco del capitalismo tardío.

 

Quispe y la radicalidad visual

Así bautiza sus largometrajes Eduardo Quispe: 1 (2008), 2 (2009), 3 (2010).  Acercarse a ellos produce paradójicamente una sensación de distancia, una especie de reverso empático que transforma la acción tradicional de ver, en una experiencia en estado naciente. Un devenir en imagen, que confrontalos dualismos occidentales y capitalísticos e incita a pensar desde las singularizaciones fragmentadas, espacialidades abarrotadas y vacías, y pulsiones gestuales que marean la misma instancia de experiencia.

Los personajes en las imágenes de Quispe generalmente no tienen nombre, tampoco trabajos, ni rutinas, incluso difícilmente puedan ser identificados a un particular estrato social. Lo que allí se pone en juego, entonces, es la búsqueda de afecciones. Los personajes, o cuerpos fragmentados (pues así son generalmente exhibidos), intentan afectarse, conectarse o encontrarse. Todo lo que allí ocurre son desplazamientos en formas de torbellinos que buscan atraerse o fusionarse afectivamente, en espacialidades indeterminadas o abrumadas. Estos desplazamientos ignoran precisión de coordenadas y direcciones orientadas, simplemente acontecen en el fluir de las experiencias. En 1 se da lugar a tres posibles encuentros de una pareja pero que ninguna llega a buen término. En 2, el personaje masculino (interpretado por el mismo Quispe) intenta contactar a una mujer por teléfono, simplemente para juntarse a hablar. En 3, exhibe momentos de diálogos entre personajes diseminados en una plaza.

Se busca la afección pero lo que se obtiene son desiertos afectivos, y de hecho, eso son los personajes: acumulación de desiertos afectivos, instancia a partir de la cual emergen como subjetividades en la Lima posmoderna. Los personajes adolecen de actividades importantes y de sentidos a sus agenciamientos. Acuden a una fiesta, beben alcohol, y duermen. Lavan su ropa, toman la combi, llaman por teléfono y leen un libro. Precisamente esa ausencia de sentidos molares que hilvanen las escenas, es lo que permite a los personajes catalizar sus procesos de desterritorialización y de re-singularización. Las subjetividades buscan entremezclarse, entramarse y plurificarse, como si fueran dispositivos maquínicos que para desplazarse precisan de conexiones. Lo que provocan estas acumulaciones de desiertos afectivos son, de hecho, no estallidos sino implosiones proto-gestuales, proto-enunciativas, proto-posturales. Los gestos son gestos inaccesibles para la imagen, pero gestos al fin; las enunciaciones, las verbalizaciones, o los silencios no dicen ni más ni menos de lo que expresan, simplemente son eso. Son sensaciones propias de agentes que emergen de desiertos afectivos, que buscan y desean afectarse, pero redimen en el camino. Esta proto-gestualidad volatiliza nuevas velocidades para sus desplazamientos, para las sensaciones, para la experiencia, que escapan a las coordenadas espacio-temporales capitalísticas.

Ninguno de los tres filmes ordena la temporalidad según la línea tradicional de tiempo. En 1, se exhiben intercaladas tres posibles encuentros de una pareja (que como ya dijimos, no incursionan en el deseo afectivo), no sabemos cuál tiene lugar en primera instancia, cuál en segunda o cuál en tercera. Precisamente porque nada de eso importa, y los vectores que rigen para dicha temporalidad no están dados por la cronotopia occidental, sino por las emergentes velocidades y lentitudes que proponen los personajes en relación con sus afecciones y las espacialidades.

Las relaciones de temporalización son esencialmente de sincronía maquínica. Hay despliegue de ordenadas axiológicas, sin constitución de un referente exterior a este despliegue. Estamos más acá de la relación de linealidad, “extensionalizante”, entre un objeto y su mediación representativa en el seno de una complexión maquínica abstracta”. (Guattari, 1996:45). Pensar la temporalidad en estos términos, habilita a concebirla desde su intensidad, y no desde su extensidad, desde las emergentes modalidades de devenir cuerpo con sus propias puntos de fuga, con sus propias producciones de deseo, con su apertura a la multiplicidad. Las formas de vivir el tiempo afectivo, no pueden encuadrarse en territorios prefigurados ni instrumentalizarse a partir de cánones capitalistas. Las experiencias subjetivas se configuran con los paisajes (entendidos como espacios heterogéneos, con tonalidades propias, y donde se combinan virtualidades impalpables y actualidades palpables), en especial en suelos latinoamericanos, donde el paisaje es un claro vector de subjetivación. Pensemos en la Lima quispeana, como dice Fuguet: La Lima de Quispe es una ciudad de piezas vacías, acaso arrendadas, de parques en la noche, de puestos ambulantes; una ciudad de millones de personas donde sin embargo nadie realmente conecta, donde el Primer, Segundo y Tercer mundo se juntan en una misma esquina, donde los celulares te alejan tanto como las distancias enormes entre un punto y otro.”(Fuguet, 2011).

Piezas vacías, abiertas a lo múltiple, a lo divergente, a la alteridad. Piezas que se acoplan maquínicamente y asumen el rol que el acoplamiento convoca. Un parque puede ser un lugar de siesta o el espacio proclive para una discusión amorosa, o el diálogo distendido acerca de las desventuras generacionales post 25. Pero también dispara formas particulares de vivenciar el parque, o el restaurant, o la fiesta o la cabina telefónica. Pues las subjetividades contemporáneas, en especial cuando acumulan afecciones y deseos virtuales (aún no concretados en vínculo) ante cualquier objeto o espacio pueden fugar hacia lugares inesperados, no prefijados, caóticos (o casomóticos), pueden desprenderse de la espacialidad y sumergirse en la nocturnidad limeña, desplazando sus afecciones en otras direcciones. Por eso los espacios quispeanos más que universos, pueden ser considerados pluriversos, como afirman Guattari y Pelbart.

Esta cualidad maquínica de la temporalidad y pluriversal de la espacialidad, en consonancia con subjetividades emergentes de paisajes desérticos afectivos, producen borramientos en los límites de la tríada tiempo-espacio-subjetividad. Es la des-forma, un dispositivo corrosivo confinal, que al hacer permeable y atravesable la tríada, genera cesuras por donde supura la heterogénesis y permite la coexistencia, contaminal, de aspectos de unos y de otros. Los contornos existen, pero indiferenciados, por ellos fluye la serialización del sentido.

En  torno a la composición a- tonal del relato

Iniciemos este apartado con un interrogante: si las categorías de cuadro, plano y montaje resultan restrictivas ante conformaciones enunciativas emergentes con las texturas y textualidades ya descriptas, ¿cómo producir, entonces, soportes visuales-referenciales que excentren y potencialicen las constantes re-singularizaciones en espacios heterogenéticos? (Guattari, 1996).

Tal vez las visualidades contemporáneas sean las experiencias donde las subjetividades polisémicas atravesadas por las imágenes, tengan el escenario propicio para desenvolverse. Así parece reflejarse en la poética de Eduardo Quispe, quien aturdido (según sus palabras) de construcciones trilladas y reproducciones estéticas unilaterales, sumerge sus producciones en paisajes procesuales no esperados, inauditos para las instituciones artísticas. (Quispe, 2011).

Sus textos no conciben un orden narrativo que se explique a partir de leyes causales y regulaciones de estados de situación. No hay instancias centrales o fundamentales que expliquen las tramas ni jerarquizaciones textuales que permitan clasificar eventos en orden de importancia. No hay una construcción de relato, no hay estados no-construidos y ya construidos.

Lo que aparece allí es una producción atonal del relato, una des jerarquización de la narración, donde las acciones se disuelven en las imágenes. Las composiciones tienen huellas borrosas, sendas erráticas, laberínticas, cuyos márgenes son inasibles, y que habilitan nueva lógicas de discusividad en espacios donde el discurso resulta inabordable.

La cámara se sumerge en profundidades textuales habilitadas por las intensidades subjetivas y devienen en una musicalidad propia y autopoiética. Por momentos parece instarse a una cualidad registral, cuya vida propia hace vagar la composición por coordenadas autofundadas. Por otros momentos, pareciera descubrir espacialidades a fin de proveérselas al personaje que hace su entrada.[2]

Lo que resulta interesante es que la composición atonal emerge del paisaje y no responde a prefiguraciones de un guión técnico o indicaciones previamente elucubradas. En todo caso, la indicación es permanente y en acontecimiento, es un indicarse a sí en pleno rodaje. Los movimientos bruscos, los fuera de focos, las duraciones autorreferenciales, el sonido ambiente perturbador, las sombras del camarógrafo (por citar algunas características) no hacen a una experimentalidad intencional, sino que es expresión del paisaje y de su entrecruzamiento con subjetividades cargadas de desiertos afectivos. La Lima hecha añicos, vacía y caosmótica, pluraliza y emplaza ciertas particularidades en los personajes, que a su vez reproducen y alimentan en sus prácticas sociales. La composición atonal es el brote (y rebrote) de ese entrecruzamiento, cuyos límites, como ya dijimos, se redefinen permanentemente. De modo que lo que esta composición expone son vidas precarias, pero no por su condición de fatalidad, sino por sus latencias al cambio. Precarias en sentido fantasmáticas, es decir, como virtualidades incorporales capaces de (o a punto de) materializarse en los diferentes espacios sociales, íntimos, públicos o privados.

La composición atonal al ser expresión del entrecruzamiento de prácticas catalizadas por desiertos afectivos, no puede desprenderse de su cualidad corporal. De manera que el dispositivo se abarrota a los cuerpos que visibiliza y acuña, muchas veces, sus sensaciones. La composición no muestra sensaciones afectivas, sino que es ella misma una sensación, una sensación del enfoque. Entonces, asume aptitudes respiratorias, por ejemplo, exhalaciones, contracciones o espasmos, cuyas velocidades marcan los ritmos de los movimientos, de las musicalidades, de las entonaciones. Por esta razón, las composiciones atonales de Quispe suelen ser muy cercanas a los cuerpos de sus personajes. Sus enfoques son abrumadoramente cortos, pegados y encimados, pero no por cuestiones de sofocar a los personajes, sino para absorber parte de ellos. Es como si la composición desprendiese particularidades de los cuerpos y las acoplase a su dispositivo para irrumpir en el relato. Esto nos habilita a sentir olores, los ruidos molestos, mareos por la cerveza, vuelos inconscientes. Esta condición de detalle (y de desprendimiento corporal), tan cercana al objeto, empero no puede sino lastimar y por lo tanto, lastimarse. Allí se generan las grietas, por donde supura el relato. De manera que la composición atonal no sólo es sensación, sino también grieta por donde fluye el relato, que atravesando esta atonalidad acusa y reproduce estas cualidades. Los personajes, el espacio, la composición y el relato, no salen ilesos al entrecruzamiento, de allí la precariedad de estas instancias y sus eventuales re-significaciones ante las prácticas sociales y estéticas.

Esta condición corporal de la composición atonal tiene su expresión en lo tradicionalmente se llamó montaje. Si antes estuvo supeditado a diferentes lógicas, (a la lógica de acción y a la lógica de la imagen-tiempo), en este caso su potencia radica en ser prolongaciones afectivas. De hecho, son ellas las que ritman el relato. El corte nada tiene que ver con las acciones, pero tampoco podemos considerarlos tiempos muertos (entendido en la modernidad del término), sino que el corte es un gesto. Es decir, una faceta enunciativa necesaria para habilitar la atonalidad del relato, la apertura a lo múltiple, y permitir el advenimiento pluridireccional de líneas afectivas. El corte es un gesto basado en los cuerpos derramados de inconscientes, como lo explica Guattari: “veo el inconsciente, por el contrario, como algo que se derramaría un poco por todas partes a nuestro alrededor, en los gestos, en los objetos cotidianos, en la televisión, en los climas del tiempo, e incluso en los grandes problemas del momento” (Guattari, 1988:10-11, citado en Pelbart, 2009:208).

Este tipo de montaje que ya nada tiene que ver con el montaje de la totalidad propio del cine clásico y moderno, se acopla a la composición atonal, no “como un estado pasivamente vivido, sino de una territorialidad compleja de proto-enunciación, lugar de una praxis potencial. No es una energía elemental, sino materia desterritorializada de enunciación” (Pelbart, 2009:206).

En otras palabras, el montaje es un estado más allá de un dispositivo lingüístico, que se asume en constante creación, nunca llega concretarse como articulador total de totalidades, porque precisamente, lo que articula son atonalidades, es decir, que lo que vincula, corporalmente y a flor de piel, son disonancias, composiciones de lo alterno. Por eso un estado proto-enunciador.

De hecho, Feliz Guattari prefiere hablar de paradigma protoestético al referirse a las nuevas y emergentes manifestaciones artísticas (o protoartísicas), “como una dimensión de creación en estado naciente (…) potencia de emergencia que subsume la contingencia y los azares de las empresas de puesta en el ser de Universos inmateriales” (Guattari, 1996:125)

Tal vez, podamos referir esta condición protoestética, en estado naciente y como potencia creadora, a la composición atonal del relato en Quispe. ¿Podemos hablar proto-planos, tal vez? Y lo incluyo como interrogante precisamente porque cualquier conclusión, resultaría paradójica. Las composiciones podrán comenzar como plano tradicional, pero rápidamente fracasan como tal y devienen atonalidad, al progresar la secuencia. Es un plano que no termina de conformarse como tal, por eso la eventual consideración de proto-plano, cuya naturaleza radica en una suerte de mirada micrológica de su propia infinitud, del pixel. En otras palabras, la composición atonal acontece en tanto haga fracasar el sistema cerrado del cuadro y de su vínculo sensorio motriz asumido en el plano, y a medida que fluye entre los desiertos afectivos, y se acerque a ellos a tal punto que se haga visible el pixel. Allí descubrimos la imaginalidad de los personajes, cuyas formaciones son pixeles, sus cuerpos son pixeles, así como sus afecciones, y también la espacialidad. La composición atonal es una mirada pixológica, que pone en evidencia afecciones pixológicas, subjetividades pixológicas y una Lima pixológica. Podemos decir que la mirada protoestética de Guattari se expresa en esta mirada pixo-estética de Quispe. De manera que no sólo se entraman subjetividades polifónicas en espacios heterogenéticos, sino que también lo hacen los pixeles formativos y puestos en visibilidad. Estos pixeles en producción estética son las cesuras (que antes describimos) por donde fluye el relato.

 Pero, y para ir concluyendo, vale preguntarse: ¿donde radica la materialidad actual en esta poética intempestiva? Guattari constela el asunto, al describir la caosmosis: “El movimiento de la virtualidad infinita de las complexiones incorporales llevan en sí la manifestación posible de todas las composiciones y de todas las conformaciones enunciativas actualizables en la finitud” (Guattari; 1996:137)

Las complexiones incorporales, los pixeles que explicitan la consistencia de la subjetividad, llevan en sí, la condición material. La incorporalidad es actualmente posible de devenir inmanente, de acuerdo al entrecruzamiento de prácticas (estéticas o sociales) y las espacialidades heterogenéticas. Las subjetividades no tienen conformaciones estáticas, ni fugas prefijadas, sino que se conforman en el devenir de sus prácticas. Exhibir el pixel del rostro de un personaje, es asumir una posición política, a nuestro entender, radical: es romper con rumbos prefigurados de los agentes enunciadores, es caotizar las identidades, es trastocar los cimientos de orden y matrices sociales capitalísticas, en definitiva, es asumir las intensivas posibilidades de cruces entre subjetividades, entre cuerpos y afecciones, y tensionar la raíz de fundamentos últimos y dualidades capitalísticas. “La caosmosis no oscila, pues, mecánicamente entre cero y el infinito, entre el ser y la nada, el orden y el desorden: rebota y rebrota sobre los estados de cosas, los cuerpos, los focos autopoiéticos que ella utiliza con carácter de soporte de desterritorialización; ella es caotización relativa a través de la confrontación de estados heterogéneos de la complejidad” (Guattari, 1996:137)

Por eso las composiciones atonales son escrituras en proceso, que exhiben las potencias sociales de vivir velocidades propias, identidades fragmentarias y performativas, de nuevas formas de vivir el cuerpo, las sexualidades y las prácticas sociales y políticas. Es la expresión de la apertura a la multiplicidad y a la alteridad.

Tensionar la raíz, eso es la radicalidad. Atentar permanentemente contra lo que le da origen y distorsionar el camino desandado, de manera tal que para regresar o disparar sea necesario la creación de la senda. La radicalidad tiene una instancia destructiva y una creadora: por un lado violenta su raíz originaria, que si bien se engorra, perdura como ruina, en la segunda instancia creadora. Es ella que reproduciendo en sus conformaciones ciertos aspectos de su origen, crea y brota nuevas formas de enunciación y de entrecruzamiento de prácticas. La radicalidad quispeana tiene esta paradoja como tensión fundante a la hora de producir su imagen. Por eso el mismo, en su manifiesto ¿Qué es el cine independiente? afirma hacia el final: (…) ser independiente es algo así como ser suicida, con todas las ventajas y compromisos que ello implica” (Quispe, 2011)

Su independencia es radical, ajena a todas las convicciones y a todos los parámetros estéticos, pero, por sobre todas las cosas esta independencia resulta peligrosa, poéticamente peligrosa. Una peligrosidad que apunta en todas las direcciones, hacia los creadores, hacia el relato y hacia los espectadores.

Cierro con palabras de Carlos Losilla, citadas por Quispe en su manifiesto: “¿Por qué no ser radicales? ¿Por qué no poner al espectador contra las cuerdas del sentido, de sus límites? ¿Por qué no aniquilar todas sus certezas para salvaguardar la excitación de la búsqueda constante? (Quispe, 2011)

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Bibliografía:

AGUILAR, G. (2010), Otros Mundos, Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Santiago Arcos Editor:, Buenos Aires

DELEUZE, G. (2005)  La  imagen movimiento.  Estudios  sobre cine I, Paidós: Buenos Aires.

FUGUET, A (2011), La soledad de los números primos y enteros. Publicado en Cinepata.com

GUATTARI, F (1996),Caosmosis, Editorial Manantial: Buenos Aires

JAMESON, F. (2010), Marxismo Tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica, Editorial Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires.

PELBART, P.P. (2009) Filosofía de la Deserción. Nihilismo, locura y comunidad, Editorial Tinta Limón: Buenos Aires.

QUISPE, E (2011), ¿Qué es el cine independiente? Publicado en Cinepata.com


[1] Deleuze argumenta (aunque excede este artículo) que para formar un todo abierto, y no circunscripto al conjunto de elementos dados imagen, es necesario el tiempo, o bien el espíritu. (Deleuze, 2005).  Instancia que recuperará en su segundo tomo de sus tesis sobre cine.

[2] Gonzalo Aguilar hace referencia a esta cualidad en relación al filme Los Muertos de Lisandro Alonso: “Espacio desacralizado, espacio inerte: la cámara no avanza con el personaje descubriendo el entorno (…) sino que espera al personaje en un lugar ya descubierto” (Aguilar, 2010:97)