Por Pablo Gamba
El pacto de Adriana es un documental sobre uno de esos temas incómodos que activa defensas conscientes e inconscientes. Trata de la relación entre la cineasta –quien figura en el film como narradora y protagonista– y una tía que trabajó para la DINA, policía secreta de la dictadura de Pinochet, responsable de tortura, “desapariciones” y asesinatos. Es la historia del proceso que llevó a Lissette Orozco a convencerse de que un familiar no es solo alguien que aparece en fotos con personajes siniestros del pasado de Chile, sino que estuvo directamente involucrada en los crímenes y aún miente para mantener un pacto de silencio.
La parte consciente es el relato del resquebrajamiento del beneficio de la duda concedido desde el comienzo a la tía, por tratarse de una versión de la familia. El punto es que está contado desde la perspectiva de quien ha llegado a convencerse de que son mentiras y ha encontrado un asidero en el discurso institucionalizado de repudio moral a la dictadura. Los intentos de comprender al otro terminan confundiéndose, así, con la retórica de la humanización de los monstruos.
Pero ese camino no deja de llevar a Orozco hacia lo ambiguo y problemático de la cuestión. Un ejemplo es el registro de una manifestación de repudio frente a la casa de su tía, quien huyó del país a Australia. Podría verse eso una crítica de quienes se aprovechan de la dificultad de defender a una presunta torturadora, en un régimen democrático, como licencia para incurrir en acoso contra alguien que aún no ha sido declarado culpable de los crímenes que se le atribuyen.
Más revelador es que Orozco haya incluido escenas que no solo intentan despejar cualquier duda acerca de que no es pinochetista, como su tía y quizás otros familiares, sino que la presentan incluso como simpatizante de Salvador Allende. Un ejemplo es haberse filmado a sí misma, con cara de repugnancia y miedo, en un acto de fanáticos del dictador, en el que se vitorea también a Franco y se hace el saludo nazi. Pero más sintomática es la escena de su participación en una conmemoración del aniversario del golpe de Pinochet en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. No parece sino una misma laica por una figura consagrada como mártir de la democracia, más allá de cualquier otra consideración acerca de su gobierno y el socialismo que defendía.
Una obra de arte instalada frente al museo es no menos elocuente como síntoma: la mitad rota de los emblemáticos anteojos de Allende. Da la impresión de decir que, para mantener como asidero los paradigmas éticos, sean parte de la historia de la familia o del país, hay que mirar con un solo ojo, o al menos cerrar aquel que percibe los perturbadores conflictos entre la moral y la política. No queda claro en este film si la experiencia con su tía hizo que Lissette Orozco pudiera abrir ambos, o si la llevó a optar por la mirada de una generación formada por otro discurso –¿otro pacto?–, no menos corto de vista acerca del pasado. Es justamente por eso que este documental resulta más interesante de lo que parece.
Dirección y guion: Lissette Orozco
Fotografía: Julio Zúñiga, Daniela Ibaceta, Brian Martínez
Edición: Melissa Miranda
Sonido: María Ignacia Williamson
Chile, 2017