Por Mónica Delgado (Desistfilm) e Iván Pinto (La Fuga)
Para esta edición del dossier sobre “Territorios subvertidos: una mirada a cartografías ficcionales”, invitamos al diálogo al crítico chileno Iván Pinto, sobre todo para exponer algunas certezas y divagaciones sobre la naturaleza del espacio en el cine latinoamericano reciente. Esta conversación permite valorar al territorio como analogía de lo social pero también como síntoma de la exploración interior de los personajes, opción de estilo y conceptual que ha tenido más desarrollo en los últimos años. El desierto, los Andes, la Amazonía o las ciudades apropiadas, recreadas o deformadas para una geografía de los sentimientos. ¿Qué pasa cuando los lugares cobran otra identidad y se vuelven híbridos con los seres que los habitan? ¿Cómo el cine ha colaborado a formar estos nuevos imaginarios territoriales?
Mónica Delgado: Para empezar, parto de dos tipos de paradigmas para abordar el espacio. Pareciera que el modo en que algunos cineastas eligen el espacio de rodaje de sus filmes responde a una visión más asociada a una interioridad de los personajes, por ejemplo pienso en dos películas recientes: Las niñas Quispe (Chile, 2013) de Sebastián Sepúlveda y El hombre de las multitudes (Brasil, 2013) de Cao Guimaraes, ya que pese a sus diferencias de estilo, de puesta en escena, tiene en común ese develamiento de tristezas, soledades, fracturas desde el entorno que rodea a los protagonistas, más allá de lo puramente argumental. En una se trata del desierto andino, de estepa seca, casi abandonada, en un periodo histórico determinado (que se vuelve a su vez en una suerte de analogía física), y en la otra, una ciudad de aparente movimiento citadino, de idas y venidas de trenes, de contemplación de edificios, de una ciudad moderna que ausenta o distancia. En el cine latinoamericano actual se puede hallar ejemplos similares, en torno a esta superposición del espacio como ente que canaliza la angustia/problemática del personaje. Cosa que no pasaba cincuenta o sesenta años atrás, sobre todo en las películas del Cinema Novo, como Vida secas (1963) de Nelson Pereira dos Santos o Barravento (1962) de Glauber Rocha, donde el territorio traduce una anomalía social, o la complementa, o la radicaliza. Y hay así una reformulación de cómo aporta el territorio a esta construcción narrativa en el filme, que pasó de lo social a un problema de individuos, sintomático de otros tiempos y de otras búsquedas formales.
Iván Pinto: Este un tema con muchas variables y con bastante dicho, y me sumo a tus palabras y espero podamos ir armando un “territorio” cinematográfico donde hay más inquietudes que respuestas claras. Un gran amigo sociólogo y documentalista me comentaba un par de meses atrás lo poco que se habla del tema del espacio frente al tema del tiempo cuando se habla de cine contemporáneo. Recientemente, mi amiga crítica e investigadora Carolina Urrutia ha hablado de cierto cine centrífugo que se vincula- en términos del espacio- a una interiorización subjetiva y plástica, y por otro las relaciones/tensiones y disoluciones entre el margen y la periferia (“un cine sin centro”), el lugar de la naturaleza y la ciudad. Sumándome a su lectura, y aduciendo a lo que ya hace un tiempo se viene hablando como el de un “cine cartográfico” vinculado justamente a esta percepción del espacio (podría agregar: espacio sentido, espacio vivido/narrado), me aproximo a algunos filmes chilenos recientes que me interesan.
Me llama la atención por ejemplo, la cuestión del viaje interior situado en dos road movies recientes chilenas, una ficción, la otra documental. De Jueves a Domingo (2012) concentra casi todo lo señalado por Carolina en su libro, un punto de vista focalizado completamente desde el punto de vista de una niña (mirada fuera del eje central adulto) que percibe la relación en crisis de sus padres, en un viaje hacia el norte chileno (desierto y playas). De a poco andar, en términos del tratamiento, nos damos cuenta que el espacio es fundamental, todo en él parece más bien a-temporal, hay datos de época confusos (podría ser la década del ochenta o el noventa), a esto se suma la pasión por los objetos anacrónicos, como son el mismo auto de la familia o las canciones románticas de la década del ochenta. El ejercicio pasa de un objetivismo realista a un espacio trastocado por el punto de vista de la niña, una identificación que ocurre al interior de la narración, una dislocación que es también la de un espacio cerrado, una burbuja espacio temporal, que es amenazado por fuerzas misteriosas y que no se pueden controlar: la separación , la crisis familiar, el afuera… Un viaje físico y emocional de un mundo que pierde sus contornos claros, donde el desierto comprime la narración.
El segundo ejemplo es el documental Hija (2011) de María Paz González, donde desde otro ángulo la relación entre una búsqueda interior del personaje central, la familia y la road movie están presentes. Se trata aquí de un documental autobiográfico donde la directora realiza un viaje junto a su madre para conocer a su padre. Es muy interesante aquí la dimensión de la puesta en escena del yo, como los distintos elementos escogidos por González para narrar: desde el escarabajo, al desierto pasando por la relación con su madre. Otra cosa que llama la atención inmediatamente es que el desierto – significativo en términos de la historia política- ni la búsqueda genealógica- también utilizada en el documental chileno como forma de testimonio- parecen estar ausentes. Nada de esto, incluso la dimensión de la autoconciencia y el ludismo ficcional de la propia directora, hacen de esta película una ficción “despolitizada”, todo lo contrario, a partir del fallido encuentro con el padre y la dimensión constructiva de la narración, González nos lleva a la pregunta por el cómo nos narramos, cuestionando la dimensión “freudiana” de la búsqueda edípica para defender la apuesta performativa de la identidad, vinculada aquí al encuentro con lo real, el otro (su madre, el reconocimiento)y el paisaje desértico. ¿Road movie?, ¿western feminista?, ¿diario de viaje?
Ambos filmes tienen la dimensión interiorizante del paisaje, el deseo patente de hacerlo vívido y perceptible, parecen también apuntes de un cartógrafo, fragmentos de una novela visual en curso. Hay muchos otros aspectos que podríamos comentar, entre ellos los juegos con el soporte y la indeterminación en Verano (Chile, 2012) de José Torres Leiva, donde el espacio se vuelve superficie y pantalla, tela que se rasga; o el paisaje del documental filmado por el mismo director en Tres semanas después (2011), vinculado a una poética densa, material y destructiva; y desde otro costado, la fuerza visceral del paisaje en ruinas del suburbio y la población en los filmes de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola. En El Pejesapo (2007) se trata de indeterminaciones y capturas de lo real, desde el comienzo, un personaje expulsado por el río Mapocho a las afueras de la ciudad nos hace ingresar a un universo surreal y marginal donde documental y ficción permanentemente se superponen. En Mitómana (2011) este juego de capas va más lejos para hablar de las condiciones de verdad en el pacto de verosimilitud poniendo en crisis su propia enunciación, puede concebirse como un viaje interior de la actriz que protagoniza un viaje iniciático que es interior y exterior, y habita performativamente en las condiciones de enunciación y el propio cuerpo (¿en qué lugar actriz/personaje/sujeto real se indeterminan?). Este viaje termina en las afueras del suburbio en un espacio lleno de ruinas que son también las ruinas del capital, en esta escena el personaje de una niña empieza una especie de corriente de la conciencia, la cámara recorre esto desde una subjetividad que es un grito visceral que hace estallar sus propios límites: ¿Dónde estamos?
Mónica Delgado: De lo que reflexionas extraigo dos conceptos: la dimensión interiorizante del paisaje y la percepción del paisaje desde el movimiento o el tránsito (desde la road movie para ser más directa). Y considero que son evidencias de esta nueva mirada (por lo menos desde los años dos mil para delante), de un papel más íntimo del paisaje dejando de lado su conjunción con el reflejo de lo social que primaba en décadas anteriores, dejando de ser el territorio como radiografía material del protagonista, en su anverso y reverso, ya que no se trata de una relación con el espacio sino verse en él como si se tratara de un espejo. El personaje viaja con el territorio, lo carga y transforma.
En el cine peruano existen algunas películas donde el espacio se vuelve decisivo pero para confirmar paradigmas sociales muy interiorizados, y que expongo con más claridad en otro texto en este dossier. Por ejemplo, desde inicios de los años sesenta a la actualidad, se han dado una serie de películas que tienen como fondo a los Andes, pero siempre es un lugar de decadencia o del cual el protagonista se tiene que ir a como dé lugar como en Madeinusa (2005) de Claudia Llosa o La Boca del Lobo (1988) de Francisco Lombardi, si nos vamos más atrás. Un uso del espacio como sucede en el western ha sido impensable, ya que siempre se cae en el discurso del Ande como tierra del mal, a pesar de las tomas de postal de montañas, ríos y caseríos. Y allí existe una gran contradicción con el llamado “cine regional”, donde el espacio sirve a la historia, ya cuando esta sea de género o tenga una factura muy amateur, lo que propicia que este uso del espacio no tenga mayor intención que la de ser una locación más. Sin tener escenas filmadas en la sierra, en La Teta Asustada (2009) de Claudia Llosa se establece una correspondencia con ese espacio que añoran los personajes en confrontación con el desierto hostil que los cobija. No existe una sierra que el espectador pueda ver, pero aparece su pesada ausencia, que se contrasta con los arenales, escaleras en cerros (la imitación forzada de la montaña andina en su verticalidad) o carreteras en medio de los desiertos como si fuera un hermanastro vil. Los Andes solo quedan en algún lado de la imaginación pos desplazamiento y luego del horror.
Por otro lado, en Exilados do Vulcao (Brasil, 2013) de Paula Gaitán es evidente una fusión entre esta visión del espacio como reflejo de una necesidad social y de la introspección de los personajes. De la tradición del espacio como doble de lo social (su cadáver o su vestigio) hasta el acoplamiento del cuerpo de la protagonista en el desierto o estepa que la cubre y acompaña en su sexualidad e intimidad. Sobre todo porque Gaitán parte de algo esencial en el cine de Glauber Rocha, su inspiración, donde el territorio es parte misma de la revolución, del cambio. Menciono una escena de Barravento con los pescadores formando una fila inmensa en la orilla, y cuya perspectiva se asocia con la línea que forman las olas en el mar, donde estos cuerpos se vuelven en la extensión de esta naturaleza vívida y tan eufórica y vital como el deseo de estos personajes por huir de la opresión. Y para la historia de desencuentros amorosos que Gaitán plantea en su filme, el culto al territorio como ente aliado a la experiencia de los personajes sostiene esta correspondencia entre lo íntimo y lo social, abordando desde otro ángulo esta apuesta por la primacía del espacio.
¿Cómo ha sido este proceso de tránsito del territorio hacia una analogía de lo íntimo, perdiendo su aura como símbolo de lo social en el cine latinoamericano? Con el paso del tiempo, es como si se hubiera “despolitizado” a la tierra, a todo aquello que revele una condición de vida para su crítica o subversión. Y aquí no tomo como ejemplo a un cine de carácter más etnográfico, incluso al cine de locaciones que buscan un atractivo postal o que invite a una cadena de referentes (Machu Picchu en Diarios de Motocicleta de Walter Salles por ejemplo o las favelas de Ciudad de Dios de Fernando Meirelles), sino a aquel que mira al territorio como una alteración en pos de un impacto o efecto sobre el fin para el cual se narra.
En el cortometraje La Estancia (Paraguay, 2014) de Federico Adorno sucede algo importante, y que recupera esta visión del territorio como determinante para el microcosmos que se describe. Nos ubica momentos después de una masacre, mientras vemos cómo unos pobladores van recogiendo cuerpos en medio de una campiña de ceja de selva. Solo se trata de una serie de siete u ocho planos fijos, donde estas presencias existen como parte de este paisaje, en lo que se ve y en los fuera de campo. Adorno sintetiza en estos planos una idea de la pintura cuatrocentista italiana que muestra esta intención del detalle y la perspectiva, donde los personajes solo existen desde esta dimensión de lo total, ya siameses con el entorno donde se filman. Cosa que también sucede en La Libertad (2001) o Los Muertos (2004) de Lisandro Alonso, pero en otro tipo de fusión entre lo natural y lo físico, igual de indesligables.
Iván Pinto: Lo de Alonso para mí funda algo excepcional. Recuerdo cuando ví la La Libertad todavía pensaba en ese carácter “realista” de un documental observacional, casi etnográfico. Pero ya en las primeras escenas, la noche y el fuego avisaban la cuestión de la exterioridad o el “afuera” como lo llama Gonzalo Aguilar en su excelente libro Otros mundos. En Los muertos no cabe duda de estas fuerzas del afuera, el fuera de campo que pasa de lo narrativo a un plano mental y material, que desde el comienzo, en una secuencia inolvidable y fuera de foco con una cámara en movimiento sitúa una escena ambigua, en el medio de la selva, cuerpos muertos y una escena de un crimen. Lo siguiente es un tratamiento similar a La Libertad, el seguimiento de un personaje que sale de la cárcel que puede calificar como observacional. Pero el tema es la primera escena y la relación con lo que veremos después ¿un sueño? ¿algo que ocurrió? ¿ocurrirá? El seguimiento al personaje no tiene mayor explicación que la relación del cuerpo, el viaje y el paisaje selvático hacia el que se adentra, una naturaleza que parece ser un espacio adverso y amenazante, y al que accedemos en un trance físico y lacónico acompañados por Argentino Vargas. Un espacio vinculado nuevamente a la indeterminación que gravita en las fuerzas desconocidas del gesto, de un terreno que no conocemos.
En Jauja, Alonso ha ido más lejos: su laconismo lo ha llevado a releer en clave western un período histórico colonial en la Patagonia, protagonizado por Viggo Mortensen. La puesta en escena gira en torno a la imponencia del paisaje y la narración parece torpe y paródicamente realizada en cierta obstrucción que está al interior del propio filme; personajes subsumidos en tierra lejana, hambrientos por supervivencia; muertes crudas donde la caída del cuerpo se presenta ante la indiferencia de la cámara y el espacio. Cada plano parece un cuadro de paisaje naturalista, los personajes parecen establecer sketchs mudos en un escenario que pasan como diaporamas estáticos. Todo ello se confirma con el giro final de la trama, donde el aspecto literario y onírico es remarcado en el juego de equidistancias temporales. Nuevamente, hemos pasado por lugares, no sabemos bien cuales: lo que me parece interesante es la capacidad de combinar elementos (pictóricos, literarios, históricos) y llevarlos a un tratamiento cinemático, indeterminando los niveles, ampliando en el espacio figurativo – por vía de la plástica, por vía del fuera de campo- una zona donde mito, sueño, realismo se combinan en una geografía imaginaria.
¿Espacialización del relato y la historia, quizás es algo a lo que apuntamos? ¿un lugar donde no hablamos ni de “la atmósfera” ni de “el contexto”, ni del “espacio de la acción”, si no que él parece absorber los intentos por enunciar, difuminando los límites entre “lo real” y “lo ficcional”? ¿Dónde el tratamiento de las cámaras, el montaje, pero así también el de los gestos, el cuerpo y las actuaciones parecen estar en función de la estructura disposicional más que argumentativa? ¿Cuerpos aplanados, ahora, en las relaciones entre figura y fondo? ¿Juegos de la luz, donde la comprensión y cierta dimensión explicativa son difíciles, por no decir, complejos de traducir?
Tengo dos ejemplos más. El cortometraje de Teddy Williams Pude ver un puma (2012, Argentina) y toda la obra que viene realizando este interesante director. La metodología de Williams gira completamente en torno a los espacios que encuentra, y no es que lo social deje de existir, si no que esta forma de acercamiento a los lugares es en sí ya una entrada al mundo sensible y perceptual desde cierta subjetividad que amplía las localizaciones imaginarias, las disposiciones. En este cortometraje se aborda a un grupo de personajes adolescentes en un paisaje en ruinas, distópico. No hay guión lineal, más bien puede entenderse como una serie de situaciones entre conversaciones, encuentros y dinámicas físicas entre personajes situados en este lugar. La sensibilidad vinculada al movimiento, la composición, los juegos con el reencuadre y desencuadre establecen la dinámica de su obra en una plasticidad en tensión, que otorga un espesor eminentemente figural- antes que alegórico- en la superficie.
Mi último ejemplo es de Carlos Reygadas y es el inicio de Post Tenebrax Lux (México, 2012), quizás un punto de llegada de todo esto que hemos comentado. La secuencia de algunos minutos nos presenta a una niña en medio de un paisaje en un atardecer, una cámara en mano que pasa indiferentemente de la ocularización de la niña a un perro o a una enunciación exterior, y un tratamiento visual que como se ha comentado en varios lugares intenta emular a un ojo humano eliminando el foco en los bordes y estableciendo un centro de foco al centro circular. La noche cae y aquello que hemos visto con cierta ternura empieza a cambiar: los perros que la rodean no parecen ser tan amables y las vacas se alejan. Toda la secuencia está planteada como un lento anochecer que va cambiando texturas, bordes, definiciones, además que se va volviendo un espacio amenazante y desconocido. Desplegado en lo grande, es a su vez, un espacio de encierro, angustiante, suerte de doblez nocturno del cual no hay vuelta. Es quizás esta imposibilidad de volver- a un centro explicativo, una fábula explicadora- donde quizás este comienzo de Reygadas pueda ser sintomático.
Mónica Delgado: Creo que sí parece pertinente hablar de esta “espacialización”, ya que no es un asunto de locaciones, de telón de fondo, de paisaje en sí como escenografía argumental, sino más bien parte de la estructura íntima del filme. Precisamente estuve pensando en Teddy Williams, pero en su corto J’aiOublié (Francia, 2014), sobre todo por un sentido del espacio vertical, que despega todo el entorno, hacia una mirada total, onmipresente, y a la vez omnívora, en esta suerte de euforia juvenil de los personajes, que despega, se escabulle pero que en el fondo permanece allí intacta (y que Williams la expresa bien mediante el recurso del audio mientras la cámara sigue por los cielos). O en todo caso como sucede en Que je tombe tout le temps? (Francia, 2013), donde la cámara se apropia del espacio en un sentido “hacia adentro”, no solo por la escena de la cueva, de la cavidad, sino por la serie de travellings hacia adelante que completan el filme, y que se enmarca en esto que llamas como entradas al mundo sensible y perceptual. El espacio ocupando la misma dimensión del tiempo en esta posibilidad de explayar y definir subjetividades.