Yo quiero bañarme en mares de radio
con nubes de estroncio cobalto y plutonio
yo quiero tener envolturas de plomo
y niños deformes montando en sus motos
desiertas ruinas con bellas piscinas
mujeres resecas con voz de vampiras
mutantes hambrientos buscando en las calles
cadáveres frescos que calmen su hambre
Aviador Dro
Por Ricardo Adalia Martin
¿Por qué en dos películas españolas aparentemente tan diferentes como El futuro (Luís López Carrasco, 2013) y Arraianos (Eloy Enciso, 2012), aparecen una serie de fotografías familiares hacia la mitad de su metraje? ¿Por qué después de que estas imágenes (que no son otra cosa que material encontrado) irrumpan en la ficción, se produce un cambio de tono en ambas?
El futuro nos sitúa en el corazón de una fiesta que se celebra en un piso cualquiera, alrededor del año 1982, justo después de la primera victoria socialista en una elecciones democráticas en España. Allí se reúne un grupo de jóvenes que conversan elocuentemente, aunque resulta difícil saber de lo que están hablando porque la música, que no cesa de sonar en la banda sonora, vela parcialmente sus palabras. En un principio su comportamiento es gélido, hasta que aparecen las fotografías de familia que evocan los años 60; el tiempo en que sus padres, seguramente, notaron una mejoría en su nivel de vida dentro de la dictadura franquista. Después de las fotos volvemos al film, y vemos como los jóvenes ya han comenzado a bailar y su movimiento se muestra más acorde con lo que entendemos que debe ser una fiesta. Al mismo tiempo, las imágenes en 16mm en que está rodado el film, también han variado ostensiblemente. Ahora ya no se presentan en su pureza material; están rayadas, agujeradas e incluso han perdido por momentos su banda de sonido.
Arraianos nos emplaza dentro de una pequeña comunidad situada cerca de la frontera entre Galicia y Portugal. Se trata de una comunidad que entendemos como “primitiva”: vive de su bosque y de las leyendas que se cuentan entre sus habitantes. Es un lugar apartado, en los confines de la “civilización” en el que parece que no pasa nada, que el tiempo se ha parado o que definitivamente no existe. Hacia la mitad del metraje aparecen unas fotos de familia que evocan un tiempo anterior a las de El futuro. Probablemente datan de comienzos del siglo XX. Después de su irrupción, el bosque arde y parte de su frondosidad desaparece. El follaje deja ver el horizonte: una colina con tres aerogeneradores. Pero sobre todo, se hace palpable que algo en la comunidad ha cambiado, alrededor de la “desaparición” de uno de sus habitantes.
Aunque parezcan distintos, en esencia nos encontramos con dos “espacios” similares, sin tiempo, o que viven instalados en un no-tiempo, atendiendo a la moda filosófica del momento. Este no-tiempo es en realidad otro tiempo, alejado del tiempo oficial que marca la cultura visual. (Antes fue la Historia) No-tiempos que parecen del pasado, pero que en realidad cohabitan con lo que conocemos como presente. Incluso, aunque esta definición pueda parecer problemática para El futuro; no debemos olvidar que este film hace referencia a un tiempo no resuelto, no cumplido, al de las esperanzas frustradas de un país que ahora vive bajo el grado de desencanto que marca la cultura de la crisis y que continúa latiendo en propio devenir del tiempo. Por lo tanto, espacio y tiempo se confunden; en ellos habitan personajes espectrales, como si fueran sombras, que circulan atendiendo a cierto grado ensimismamiento porque que no pueden llegar a traspasar las fronteras que los encierra. Hombres y mujeres a los que les falta una presencia porque no disponen de una imagen que proyectar. Por lo tanto, ¿ya podríamos aventurarnos y afirmar que la irrupción de estas fotografías en las ficciones, para hacerlas estallar además, sería una forma de otorgarles una presencia en su ausencia? Mientras lo pensamos, no debemos olvidar que estamos dentro del conjunto de una película, y que la imagen del cine funciona siempre en sentido contrario a la fotográfica, alimentando su ausencia, llevándolos hasta su desaparición. Y aunque cada uno de los personajes deambulen en un no-tiempo, dentro de un espacio donde se ha suspendido el tiempo, no se debería suponer que este tiempo no cambie nunca, que no se actualice.
Sabemos a ciencia cierta que existen lugares fuera del tiempo, del cronotopo que regula oficialmente la vida, y que, como hemos apuntado, suele coincidir con los dictados de la cultura visual; espectacular y accesible, diversa y disponible para cualquiera en cualquier momento. Entonces, la pregunta que se antoja fundamental sería la de ¿cómo acceder a ese tiempo negativo que discurre de manera inseparable al tiempo de nuestra vida? De este modo tendríamos que pensar la aparición de este material encontrado primero como indicador del otro tiempo, y después como un conversor que permite acceder a él con pleno derecho. Las fotografías familiares son, utilizando algunas ideas de Jean-Luc Nancy en su imprescindible La ciudad a lo lejos, «el resplandor quebrado del espacio-tiempo en el que se abre a la impresión, el chasquido o el abrir o cerrar de su cortina». Nuestra afirmación anterior no iba desencaminada, pero tendremos que precisarla un poco más: estas fotografías inmovilizan una ausencia, la retirada de una presencia. Y se presentan, al mismo tiempo, como huella y punto de fuga de la imagen en sí misma fugitiva, como el aparecer de un desaparecer.
¿En que se diferenciarían entonces las imágenes cinematográficas de las fotográficas? Solamente en un pequeño detalle: mientras que las del cine son la presencia de la imagen, las de la fotografía corresponden con la de su desaparición. Aunque, en realidad, su condición en exactamente misma. Estas imágenes no son otra cosa que testigos de su pasaje. No se trata de memorias de lo que fue, que ejercen una reproducción en el presente, sino el recuerdo de que el presente es el resultado del flujo de cambio de lo que estuvo, y de que el único modo de hacerse presente en el nuevo, pasa por calcar la transformación constante que se verifica como diferencia en el propio acontecimiento.
Todo este juego de tiempos me parece determinante para descifrar lo que ambas ponen en juego, evitando caer en interpretaciones un tanto apresuradas. Por un lado en una revisionista en el caso de El futuro. De ese tiempo en que, según nos cuentan, los recién nombrados ciudadanos disponían una fe ciega en el futuro. Por otro, en una humanista en el caso de Arraianos. Como el lamento por la pérdida de una forma de vida arcaica, que ha permanecido pura e inalterable durante innumerables años, para ser devorada por el progreso y la tecnología que trae aparejada. Ambas películas intentan abrir el tiempo a ese no-tiempo o tiempo del después que siempre ha estado ahí, como una co-presencia del tiempo “oficial”. Poder acceder a ese tiempo suspendido, que podríamos definir como “muerto”, supone conseguir pensar nuestro tiempo desde la conciencia de un limite que, por supuesto, no tenemos que conocer. Es decir, pensar desde un fin que habitualmente no podemos imaginar.
Pensar desde la conciencia del límite es pensar desde la muerte. ¿A quién de nosotros se le ha ocurrido pensar en como acabará sus días, su familia, su trabajo, sus amistades, el mundo que conoce y por el que habitualmente deambula? ¿Quién puede pensar desde la muerte? Pocas personas porque, sin duda, no existe nada más difícil y doloroso que pensar desde lo inimaginable. Pero pensar desde este lugar, tomar posición situándose plenamente en él, ilumina una nueva forma de pensamiento que permite reconsiderar el tiempo habitado como una entidad mutable. Las fuerzas tradicionales de pensamiento, (los periódicos, los partidos políticos, etc.) nos han condenado a pensar y mirar el tiempo desde el inmovilismo. Las cosas son de una manera concreta y los cambios solo pueden ser asumidos cuando ocurre una catástrofe que desborda el tiempo. La crisis económica, al margen de la gravísima situación social que ha creado en España, ha desvelado la verdadera condición del presente: inasible, inabarcable, ingobernable. Toda la maquinaria política de nuestro tiempo, incluida cualquier forma crítica y contestataria, continúa empeñada en no aceptar el devenir perpetuo de una sociedad que se acerca imparablemente hacia sus límites. Pensar desde su fin se muestra, ahora mismo, como la única manera de volver a encontrarse con España.