Por Mónica Delgado
La edición 2015 del Festival de Cine de Lima presenta un perfil acorde a lo mostrado en ediciones anteriores: replicar en su selección oficial de ficción films latinoamericanos ganadores de premios o participantes en festivales reconocidos internacionalmente, guiarse precisamente de la fama obtenida por estos premios, y que en muchos casos no son garantía de un film distinto o de reconocimiento merecido, y visibilizar en Perú un cine de carácter medio, sin riesgos y dentro de la convención de la fórmula de la región. Esta receta tiene que ver también con un perfil del film festivalero, en muchos casos que parte de una exotización de lo que se conoce como espíritu latinoamericano, que apunta a lo social, a temas de exclusión, pobreza y alteridad. Es decir, esta edición 2015 no ofrece un salto, ni una apuesta distinta. Se mantiene atenta a mantener su nicho de espectadores, aquellos que quieren conocer algo más del cine de la región y punto.
Por otro lado, el festival también facilitó en ediciones anteriores el acercamiento del público peruano y limeño a obras no latinoamericanas y que habían obtenido reconocimiento en otros certámenes, como los de Cannes (de la competencia oficial o Semana de la Crítica) o Berlín, sin embargo en esta edición, el número de filmes se ha reducido drásticamente (por no decir dramáticamente), dejando de lado la exhibición de algunas películas que aparecerán entre lo mejor de este año. Si el año pasado por lo menos se pudo ver Winter Sleep, este año ninguna de la competencia oficial ni de las secciones paralelas será proyectada, quizás debido a un tema de distribución y de costos.
Esta edición 2015 también ha dejado fuera la sección de cine experimental que por primera vez y con buen auspicio se había dado cabida el año pasado. Si bien no es parte del perfil general del festival, mostraba esta intención una apertura hacia un cine distinto también hecho en la región. Ojalá se recupere en el futuro.
Paso ahora a comentar tres filmes de la competencia oficial, que de alguna manera destacan entre toda la oferta de la selección:
El abrazo de la serpiente (Colombia, 2015) de Ciro Guerra. Estrenado dentro de la Quincena de Realizadores en Cannes de este año, este filme puede leerse desde varias perspectivas: desde su narración que recurre a la simbología de la serpiente (los ríos) y de lo tribal (y que aparece varias veces tanto en los diálogos como en algunos motivos visuales); desde lo indígena como protagonista y eje conductor de una cosmovisión ancestral en lucha frente a lo invasivo y nuevo; desde la figura del doble (incluso la clave está en las dos historias en las que se divide el film), o desde la misma representación del viaje ayahuasquero, aquí en manos de la yakruna (o chacruna como se conoce en Perú), y que Guerra idealiza y logra encarnar como signo de la preservación y lucha por lo propio.
Hay algo de romanticismo y de idealización de lo indígena o nativo en la propuesta de Guerra, traducido en la virilidad y sabiduría de sus personajes, maestros insertos en una road movie, donde se cambia la carretera por el río, en un devenir de pueblos, situaciones y personajes, de un Quijote con su Sancho, de un «colonizador» con su Felipillo, que irán al encuentro de un outsider de la selva, un proscrito en pleno aprendizaje. Hay así una constante confrontación entre individuo y comunidad, uno de los paradigmas que Guerra subvierte de alguna manera del imaginario antropológico y etnográfico.
Si bien hay cierto maniqueísmo en presentar a algunos personajes (como el que vislumbra el misionero obtuso), o el de los soldados en rebelión, El abrazo de la serpiente trata sobre un asunto de diálogo y comprensión entre dos estados en apariencia irreconciliables, donde cada posición va asumiendo estadios de poder claros, pero también de pérdida y sometimiento. Puntos a favor: la contrastada fotografía en blanco y negro para imaginar una selva de tiempos pasados, el viaje que se desdobla, y la narrativa tejida desde correspondencias y claves de estos dos mundos y su problemática otredad.
Casa Grande (Brasil, 2014) de Fellipe Barbosa vuelve una vez a un tópico del cine brasileño reciente, el de la brecha entre clases sociales en tiempos de crecimiento económico y políticas públicas de inclusión. Como en El sonido alrededor de Kleber Mendonça Filho, hay una intención por el registro de la vida de clases medias y altas desde su crisis, dentro de un contexto diverso más grande, donde se difuminan las fronteras sentimentales con las zonas más pobres de la ciudad, favelas y barriadas, aquí choferes y domésticas, el único contacto con la vida real. Como suele pasar también en el cine brasileño, las favelas son entornos de gente amable, luchadora, dados al baile y a la alegría, mientras que la clase social que describe desde su posición personal de cineasta, se ve frivolizada y dada a la «histeria» o estallido abrupto, en diálogos entre amigos o como en la escena del chantaje telefónico que resulta caricaturesca.
Pero Casa Grande también se inscribe en la tradición más amplia del film de aprendizaje, de un adolescente en pleno despertar sexual, donde el entorno de los empleados de la casa luce cálido y comprensible ante la apariencia de condición estable y privilegiada que pretende mantener el padre. Barbosa alude a esta vieja manera de contar el crecimiento y la transformación del niño en hombre, pero aquí a partir del reconocimiento o pertenencia a un entorno social, fragmentado e hipócrita.
El Incendio de Juan Schnitman (Argentina, 2015) es un filme en apariencia sencillo, que parte también de una idea sencilla: la desconfianza que surge en una pareja por asuntos monetarios. Y lo que en realidad hace Schnitman, en este su primer largo en solitario, es desmenuzar las características de la fragilidad de estos dos personajes jóvenes de sentimientos endebles, transformando una historia de amor, en drama y luego en thriller, que va revelando obsesiones y fobias como si por momentos se tratara de un film de terror.
Hay reminiscencias a Polanski en El Incendio, en esta suerte de enrarecimiento de situaciones, a través de miradas y gestos, e incluso objetos, en ese juego de 24 horas que intenta crear sospechas, logrado con afán solo desde la solvencia de dos actores que empujan este dilema emocional hasta un clímax que paradójicamente decae el ritmo obtenido a lo largo del film.