Por Mónica Delgado
Wiñaypacha es, con Rosa Chumbe, uno de los debuts cinematográficos más importantes del cine peruano reciente. Afirma a Oscar Catacora como un cineasta con un estilo propio, con una claridad expresiva basada en el dispositivo documental, que recurre a una cámara fija y distante como traductora de un universo natural de profundidades y alturas. Personajes auscultados desde su fusión con el paisaje o entorno, a modo de pequeños y trabajados tableux vivant, donde los Andes adquieren su dimensión en relación a las acciones de los personajes, en su supervivencia y soledad.
La formación teatral de Catacora queda evidente en la puesta en escena de Wiñaypacha, que elige el montaje de una serie de shots como cuadros en un sentido pictórico, pero aquí tridimensional, donde se refleja una contundente elección por componer el espacio desde lo escénico, del encuadre fijo como contenedor del mundo. En este sentido, de consecución de diversos frames, la película está más cerca de un film como Le Quattro Volte de Michelangelo Frammartino en la observación de lo rural, o en los planos fijos de Ran de Kurosawa. Por ello la dirección de arte resulta fundamental en este recurso del “scene-shot”, puesto que contribuye a formar este micromundo desde dos únicos personajes que son registrados en sus acciones diarias, de cosechar, moler, tejer, hilar, pastar, desde su relación con los animales que los acompañan, y desde los diversos objetos que conforman su universo cotidiano y reducido, y de ascendencia teatral (explorada también en la dicción de los personajes).
El uso del scene shot o tableau shot podría sentirse en algunos films de mayor complejidad como un corsé, puesto que toda la composición está sometida a esta matemática del espacio, en el logro de la profundidad de campo o en la intención de hacer funcionar todos los elementos al mismo tiempo, logrando un efecto armónico -sobre todo en planos mucho más largos. En Wiñaypacha Catacora mantiene la riqueza de la imagen -incluso podría percibirse un trabajo de efectos para lograr esta cercanía de las montañas y nevados y los hombres- saltando bien esta posible dificultad, pero que en algunos momentos luce artificiosa, precisamente por respetar esta necesidad del encuadre único.
Este uso del plano fijo como eje rector también permite el sentido de lo episódico, al inicio acumulativo de acciones cotidianas y felices (los momentos más logrados como la celebración de ritos o del año nuevo), para luego ceder a una suerte de “vida, pasión y muerte”, de cuadros que van revelando este proceso de degradación dentro de los elementos del melodrama.
Otro punto interesante de Wiñaypacha es que pese a esta evidente opción del registro documental, respaldada por el plano fijo, que evita una mayor intervención del ojo que filma, se percibe una intención de ir construyendo poco a poco una arcadia -también respaldada por el tipo de encuadre matemático del tableau-shot. Si bien Catacora al inicio concentra su carga melodramática en un fuera de campo (todo lo que encarna el hijo ausente, causa de la soledad y aislamiento de los ancianos protagonistas), poco a poco opta por hacer visible los efectos de esta distancia. La puesta en escena de panoramas, y que solo apela a algunos planos cercanos de rostros y manos, poco a poco va encerrando a los dos ancianos, hasta sentirlos atrapados en sus carencias en las alturas de Puno, donde extrañan y cuestionan la ausencia de un hijo, quien los ha abandonado a cambio de las fortunas y modernidad de las ciudades. Los Andes se vuelven un lugar con fronteras definidas, donde la vejez, la pobreza y las acciones de la naturaleza contribuyen a este aislamiento. Así el cineasta va trasladando el pesar de este fuera de campo al terreno mismo del plano, para más claramente establecer en detalles específicos (como lo que simboliza una caja de fósforos) la dicotomía de campo versus ciudad, de alturas versus costas, de lo tradicional contra lo moderno. El drama que asoma en la vida de los ancianos, que ven mutar sus ritos por castigos divinos, se vuelve un asunto territorial, afianzado por ese plano final que confirma la convicción en el poder de las montañas. Y menciono esta idea de arcadia, de lugar cerrado, porque hay un sentido alegórico y simbólico que funciona mucho mejor con Wiñaypacha que desde una visión realista o naturalista -o de posible denuncia-del film.
Este plano simbólico de Wiñaypacha radica en la capacidad de establecer arquetipos en torno a la vida rural, la relación de ambos esposos como una sociedad comunitaria y equitativa, pero también como un estamento social, histórico, ancestral repelido, invisibilizado, olvidado. No solo podría apuntarse a la relación de ambos personajes dentro de los elementos del melodrama convencional (padres ancianos abandonados por su hijos), lo que a primera vista es una capa superficial, sino también como esta indiferencia por todo lo que estos seres representan: el aimara como lengua, el saber tradicional, los ritos de nuevo año y de ciclos -en relación al solsticio de invierno, por ejemplo-, vistos como opacados o a punto de perderse por el desinterés del Estado que todo lo homogeniza. En este punto, Wiñaypacha logra una dimensión más elaborada.
Sin embargo, pese a estos logros estéticos y discursivos, también es claro que Wiñaypacha se mantiene dentro de esa línea de films donde los Andes se convierten en cobijo de pesimismo, de inacción, de opresión, donde lo único que queda es la muerte o la huída. Y allí el film de Catacora se hace hermano de decenas de trabajos peruanos donde la vida en los Andes solo puede describirse desde este designio del espacio, que marca negativamente de por vida a los personajes, de Kukuli a Madeinusa, de Los Perros Hambrientos a Climas.
Ahora paso a un tema más sobre el proceso mismo del film: más bien el primer trabajo de Oscar Catacora podría también llamarse el efecto Wiñaypacha, ya que puede leerse como resultado de diversas políticas públicas para fomento del cine hecho fuera de Lima. Por un lado, se percibe un gran brecha entre los cortometrajes anteriores del cineasta y este su primer largometraje, y se entretejen más bien algún nexos con el corto naturalista Ch’allaña Uru, de su tío Tito Catacora, también productor de su largo, lo que la postulación a concursos del Estado podría haber respondido a encajar ante un determinado gusto festivalero, más allá de la clara influencia de Ozu, Kurosawa o Rossellini que ha mencionado Catacora. Y por otro lado, refleja un amoldamiento a determinada exigencia de la política misma, lo que no debería ser problemático, sino que en todo caso responde a la demanda por generar un cine desde las regiones hecho con mayor profesionalismo, nivel técnico, calidad expresiva, que le permita competir con mejores condiciones en festivales y demás competencias nacionales como internacionales. Lástima que el Festival de Cine de Lima lo haya relegado a una sección menor, ya que en la competencia internacional de ficción hubiera sido una notable competidora nacional.