Por Mónica Delgado
Esta película franco belga tiene todas las características de lo que se denomina como pornomiseria: la pobreza como vehículo para el espectáculo, personajes marginales haciendo gala de su orfandad social, ausencia del Estado, y sobre todo, el ojo atento a captar todo lo peor de sus personajes. Marc- Henri Wajnberg tiene la intención clara, ser el extraño que graba en medio de la tugurización, y no evita que las personas filmadas lo llamen el hombre blanco con la cámara mientras los otros intentan quitarle algunos euros. Así va difuminando el límite entre la realidad y la ficción, aunque es claro que Wajnberg cuenta un relato organizado: seguimiento a un grupo de niños de la calle, sin hogar, que del hurto pasan a formar parte de un pequeño grupo musical.
Como en Rebelle, vista también en esta edición del festival, estamos en el Congo, pero ahora en su caótica capital, sobrepoblada, llena de basura, donde los habitantes sobreviven en medio de la droga, la promiscuidad y el robo. La cámara en mano de Wajnberg va exotizando los espacios, pero desde la podredumbre y el caos, como aquella secuencia donde una muchacha da de lactar a un bebé mientras a su alrededor otro grupo de mujeres fuma marihuana y vende alcohol. Pero como es necesario una luz de esperanza, Wajnberg planifica una salvación: que los niños encuentren en la música un modo de supervivencia.
Siete niños que roban, que duermen en las azoteas, a la intemperie, que visten harapos, conocen a un músico que los orienta a tocar instrumentos reciclados y prepararse para grabar un disco. La cámara los acompaña en los ensayos, en la búsqueda de trabajo por las calles sucias, en sus juegos y bailes, sin embargo, el ojo que filma no puede librarse del estigma de la falsedad, de ir armando un halo de verosimilitud en un entorno que luce más misero que nunca, enfrascando a África en el lugar que casi siempre le dio Occidente, en la espalda del mundo.