Por Mónica Delgado
¿En qué reside el valor de un festival que ha dedicado 16 ediciones a explorar diversas variantes del cortometraje, quitándole así el aura de obra subalterna que ha tenido sin querer a lo largo de la historia del cine? Así, la búsqueda de trabajos que inspiren un sentido común renovado sobre lo que implica hacer y contar desde la perspectiva de duración, acto que lo diferencia del largo, solo un asunto cuantitativo, queda reflejada claramente en la apuesta de este 16° Festival Internacional de Curtas de Belo Horizonte, espacio indispensable para repensar el modelo de cortometraje imperante y de cómo van surgiendo nuevos bríos a este tipo de arte en la brevedad de los menos de 40 minutos como límite.
La programación en sí de este festival brasileño refleja dos temas claros: el de mostrar la figura de cineastas creativo y atento a nuevas opciones expresivas y estéticas que no temen a explorar más allá de las limitaciones de duración, y el demostrar que el corto no es más un instrumento o ejercicio hacia la profesionalización del “ser cineasta” que sí prodiga el largometraje. Como afirmando la cita a Artavazd Pelechian que dijera el crítico argentino Roger Koza en el taller sobre problematización del cortometraje que dio en el marco del festival: “No hago cortometrajes, hago películas”.
La competencia internacional en esta edición es un ejemplo de la diversidad que se desea abarcar y también refleja las motivaciones para auscultar los síntomas por lo que atraviesa la noción de cortometraje alrededor del mundo, donde se describen por ejemplo, bajo ojo sagaz, espacios distintos desde México hasta Melanesia, de un poblado en la sierra paraguaya hasta un distrito en Hanoi.
Let us persevere in what we resolved before we forget de Ben Russell (Francia, EEUU, Vanuatu, 2013), con un trabajo al alimón en la cámara y sonido con Ben Rivers, se plantea una relación de pertenencia frente a la “colonización” no solo desde un asunto de memoria o filiación política, sino desde la mímesis con el territorio en el que se vive. Russell recurre a planos fijos de volcanes, de bosques tropicales y nubes en pleno atardecer como si buscara complementar los cuerpos que pasean por encima, como configurando una nueva materialidad desde ese espacio real de lo cotidiano que se abstrae ante unas frases citadas de Esperando a Godot. La profecía de John Frum, cura de un pueblo, en su lucha por defender una proceso de identidad y tradición, parece cumplirse, mientras el registro de los habitantes sigue un rumbo casi etnográfico.
Mientras en El Palacio de Nicolás Pereda (Canadá, México, 2013), acudimos, como testigo ajeno, a la “escenificación” de varios rituales diarios, en una vieja casa donde viven mujeres de diferente arraigo y edad. No es un reformatorio, no es una escuela, no es un hospedaje, sin embargo el tipo de convivencia cerrada y de hermandad, como si fuera un lugar de escogidas de culturas ancestrales, más la presencia del cineasta en este entorno de lo femenino permite precisamente la cuota de extrañeza y de dispersión.
En La estancia de Federico Adorno (Paraguay, 2014), una serie de menos de nueve planos van a permitir construir un imaginario de la barbarie a punta de fuera de campos y de algunas escenas que saben a sutiles reminiscencias de las opciones estéticas y de composición de la pintura del renacimiento. Planos que involucran la observación de varias acciones a la vez, en un juego de sutiles perspectivas, y que van a mostrar un pedazo de realidad del Paraguay actual perdido aún en el terror del latifundio o lo que fuere que pasa matando o aterrorizando.
En un ámbito opuesto aparece Cut de Christoph Girardet e Matthias Müller (Alemania, 2013), un trabajo de pleno footage que reúne planos de más de noventa filmes bajo una premisa esencial: el cuerpo más sangre. En este cortometraje pareciera que los cineastas tienen una meta clara, explorar la cadencia de una serie de planos extraídos de decenas de filmes, unidos o separados por el sonido de un tic tac que atosiga, tomando así algunos momentos iconos del terror y el suspenso, que quedan abstraídos, y despojados de su lugar de origen para ser arrojados a otro universo de lo carnal aberrante, donde conviven cortes, cicatrices y cirugías, muy en onda del primer y mejor Cronenberg.
Uno de los puntos más altos de este festival viene con J’Ai Oublié del argentino Eduardo Williams (Francia, 2013), que a través de diversos momentos sigue la cotidianidad simple y compleja a la vez de un muchacho en Hanoi actual, entre calles, trabajos y puentes, hasta lograr trastocar la mirada, que observa en travellings y planos fijos, hasta convertirla en una suerte de deidad onmipresente, a la caza de una realidad de apariencia de mapa urbano, satelital y total. Como en su anterior trabajo Que je tombe tout le temps?, Williams atrapa cierta esencia de la juventud, desde una puesta en escena donde prima una emoción de lo disperso, de lo efímero, pero también desde una idea de grupo o clan, de lazos apenas reconocibles, puesto que esa filiación aparece con fuerza, desde lo lúdico e infantil, pero luego migra hacia otro estado de indiferencia o distancia.
Dialogue d’ombres de Jean-Marie Straub e Danièle Huillet (Francia, 2014) tiene el sentido inevitable de lo póstumo. Huillet no está, y es la única vía/figura/alma que inspira este diálogo entre tiempos. Dos personajes se van a acercando a través de la lectura dramatizada (o quizás fantasmal) de una obra de Georges Bernanos, sobre temas del amor y su existencia entre lo irremediable. Con un estilo usual en la pareja de cineastas, este diálogo se convierte en una despedida que acerca, que sublima y permite transgredir una ausencia desde la contundencia del verbo.