Por Pablo Gamba
La pieza ganadora del primer premio en el 8° FIVA, The Common Space de Raphaële Bezin (Francia, 2018), pareciera transmitir una sensación de seguridad en torno al videoarte que no se corresponde, ni con el anacronismo que puede ser el uso actual de este concepto ni con la selección del festival internacional que se celebró en Buenos Aires del 14 al 16 de diciembre. Se trata de una pieza en la que la composición, facilitada por la tecnología digital –aunque también homologada estéticamente por ella–, indaga en el tema de la relación entre la arquitectura y el cine, a través del match visual de fragmentos de películas con imágenes de los lugares donde fueron filmadas en Roma, ciudad que parece prestarse naturalmente a ser escenario cinematográfico por la abundante presencia del arte público, los edificios y las ruinas de varias épocas, desde la antigüedad hasta el presente. La técnica permitió a la realizadora crear “parches” y “capas” visuales, en los que lúcidamente cristalizan los conceptos clave de collage y arqueología.
Todo eso permite encuadrar The Common Space en una indagación crítica que ha sido eje del videoarte desde sus orígenes. Pero el reciclaje en el que se basa es también uno de los procedimientos del cine experimental. Por tanto el problema de la definición surge, al menos en lo relativo a la diferenciación entre una expresión audiovisual y la otra, considerando que ambas pueden coincidir actualmente en el uso de la tecnología digital. En otro festival la pieza de Bezin compitió como cortometraje de animación.
La cuestión se complica con la postmodernidad. La crítica de la imagen televisiva, y por extensión del cine y de todo audiovisual “comercial”, no es hoy más que una opción frente a la alternativa de una apropiación que hace borrosas las fronteras entre videoarte, videoclip, fashion film y las diversas formas de expresión de aficionados que difunden sus videos a través de Internet. Todo eso pudo apreciarse en el FIVA, aunque en muchos casos el género de las obras seleccionadas parecía estar lo suficientemente claro para no considerarlas videoarte, en particular por lo que respecta a los cortos documentales y de ficción. Hay que preguntarse, asimismo, por las estrategias de subversión que los creadores persiguen, o no, con sus obras, y que involucran el modo de producción y de circulación, además de los cuestionamientos de lo establecido atribuibles, o no, a su forma y contenido.
Encima persisten los viejos problemas de cómo clasificar expresiones como la videodanza y el videopoema, que también estuvieron mezcladas en el programa del festival, y el de la falta de infraestructura adecuada, en Argentina, para presentar videoarte en los lugares que parecieran serle inherentes –y por ende podrían definitorios, por oposición a “cine experimental”–: la galería y el museo. El FIVA se llevó a cabo de manera análoga a un festival de cine, con sesiones de hasta tres horas de proyección, por lo que respecta a las piezas en competencia. El cine experimental, sin embargo, subvierte esta forma de exhibición, impuesta como estándar por la producción industrial, con estrategias como el “cine expandido”.
El texto de presentación del FIVA ofrece un argumento para rescatar lo que podría tener de fructífera toda esta confusión. Sería a su vez la principal búsqueda y riesgo del festival. “La masificación de los medios tecnológicos necesarios para la producción de este formato artístico hace del videoarte una práctica democrática y de extensa inserción en todos los estratos sociales”, escribieron. Se trataría, por tanto, de “defender la libertad creativa de los autores y la experimentación artística”, para evitar “la implantación de un modelo único de pensamiento, que sacrifica a su paso la diversidad y la legitimidad del resto de las identidades nacionales y culturales”.
Esta decisión, y sus resultados en la selección, hace inevitable la confrontación del FIVA, no solo con el audiovisual hegemónico, sino también con festivales y muestras seleccionados y organizados con arreglo a densos criterios curatoriales. La pregunta de fondo, en ese otro caso, es por la legitimidad del papel rector que ha pasado a desempeñar los académicos, luego del ocaso de la era de los programas político-culturales en los que los artistas esgrimían teorías propias. La democratización espontánea de la que se hace eco el FIVA pareciera defender, en cambio, una disolución del arte en la sociedad como la planteada por Julio García Espinosa en Por un cine imperfecto (1969), cuando los medios para crear están al alcance de todos. Pero esto puede acarrear la dificultad para distinguir entre democrático y populista, ya que en una auténtica democracia no harían falta festivales que busquen legitimar su autoridad presentándose como democratizadores.
Todo lo exhibido y galardonado en el FIVA ofrece combustible para este debate. Un ejemplo es la pieza ganadora del segundo premio, Speedrun literario de James Joyce (España, 2018), realizada por Edu Fernández. Se trata de un video de un “youtuber culterano”, por llamarlo de algún modo, bitácora irónica de la lectura de un clásico de la literatura moderna como un desafío de aficionados a los videojuegos, a un ritmo de 100 páginas diarias.
Hay en esta pieza un cuestionamiento de las autoridades culturales y académicas que fijan las listas de libros de lectura obligatoria para ser reconocido como persona cuta o debidamente formada. También es un intento de problematizar la identidad gallega –el realizador lee una traducción de Ulises a esa lengua y se queja de la “barcelonización” de La Coruña–. Los videos de este tipo, sin embargo, tienen una fuente genérica televisiva fácilmente identificable, y si son expresiones de democratización, en casos como este ello sólo se traduce en poder llevar a cabo un reality show propio, sin plantear interrogantes acerca los programas de ese formato.
La estrategia de Fernández, en este sentido, no pareciera diferenciarse de la de cualquier celebrity de Internet: conseguir la mayor cantidad de “me gusta”. Es lo que ha logrado con el videoclip Chica de la Coru, que tiene más de 160.000 visitas y 1.500 muestras de aprobación. Le permitió participar, además, en un programa got talent. Si al comienzo del video alega que recurrió a Internet por falta de interés de las instituciones en patrocinar el speedrun literario, incurre en los tópicos de la crítica de los medios masivos a la cultura elitesca para legitimarse como “populares”.
La apertura del FIVA dio cabida a mejores piezas de similar estilo, como la que presentó la ganadora del Festival Márgenes en 2017 por Expo lio ‘92 (España, 2017), María Cañas. Se trata de La cosa vuestra (España, 2018), distinguida con una de las cuatro menciones que dio el jurado. Se parece al video de Edu Fernández por su apelación al humor inteligente, pero en este caso se le añaden una irreverente vulgaridad y una energía frenética que le dan una fuerza brutal. Hay una clara perspectiva crítica en este feroz mash up sobre la fiesta de San Fermín en Pamplona, a través del cual se plantean problemas que rodean la definición de las diversas identidades nacionales de España. Tiene, además, la virtud de dejar todo ardiendo, sin solución.
La realizadora, sin embargo, no optó como Fernández por entrar en la actual disputa del campo que ofrece Internet para la libre difusión del arte y las ideas, en el que personas comunes y corrientes aún son capaces de medirse con corporaciones trasnacionales. A contracorriente del contenido subversivo de La cosa nostra, y su irreverencia formal, la apuesta de María Cañas por el circuito de festivales parece ser una estrategia conservadora.
Entre las menciones del FIVA hubo también una para Kosmos, la incertidumbre (Francia-Argentina, 2018), pieza de tres realizadores: el músico y videoartista francés Robert Cahen; Narcisa Hirsch, la figura más importante del cine experimental en Argentina, y el documentalista del mismo país Rubén Guzmán. Se trata de una obra que vuelve a poner de manifiesto la ambición cósmica de un arte hecho con recursos de uso doméstico. Está acompañada, en este caso, de la apertura de sentido a la que hace referencia el título y que aquí es inherente al trabajo colaborativo.
Hubo otra mención para Beyond Action (España, 2018), video en el que Ana Rodríguez León imagina el monólogo de la viuda del piloto de un avión enemigo derribado en la película Top Gun (1986). Así toca el tema de la relación con el mundo a través de las imágenes y la realidad de la muerte. La cuarta mención recayó en No, no me acuerdo (Perú, 2018), del artista Isaac Ernesto Ruiz Velazco, documental en primera persona sobre el padre del realizador, uno de los integrantes del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) que participó en la toma de la residencia del embajador del Japón en Perú, durante el régimen de Alberto Fujimori. La acción comenzó en diciembre de 1996 y se prolongó por más de 100 días, hasta que el Ejército llevó a cabo una operación de rescate de los rehenes en la que murieron los 14 guerrilleros, algunos presuntamente asesinados.
Obras de otros tres de los realizadores más importantes del videoarte y el cine experimental argentinos, además de Narcisa Hirsch, fueron parte de la selección del FIVA. Claudio Caldini, integrante en la década de los años setenta, junto con Hirsch, del grupo nucleado en torno al Instituto Goethe, en Buenos Aires, presentó Rosoideae (Argentina, 2018). Es una de las piezas que más pedía el cubo blanco de la galería: una pintura en movimiento de una flor, en la que se saca partido de la capacidad de metamorfosearse de la imagen digital y de la planitud del color electrónico.
Otra pieza de similares características es Field of Infinity (Reino Unido, 2018) de Guli Silberstein, realizador que trabaja con el reciclaje de material de los medios informativos, moviéndose entre la transformación y la descomposición de las imágenes por su manipulación electrónica. De esta manera se abren posibilidades infinitas que contrastan con las restricciones inhumanas que son motivo del conflicto registrado en las imágenes: el de la Franja de Gaza. Silberstein es uno de los artistas y cineastas israelíes que insiste en recordar la guerra desigual que libra su país contra Palestina, aunque viva en el extranjero y exponga en galerías y museos, o participe en festivales. Se parece en eso a los autores de Beyond Action y No, no me acuerdo; los tres expresan cuestionamientos políticos en espacios institucionales seguros, lo cual no deja de tener algo de contradictorio.
Ernesto Baca –actualmente radicado en México y quien fue alumno de Claudio Caldini– sigue siendo el más destacado de los cineastas experimentales argentinos tomaron el relevo de la generación de los setenta. El realizador de Cabeza de palo (Argentina, 2002) y Réquiem para un film olvidado (Argentina, 2017) presentó en el FIVA Mantra (Argentina, 2018), una de las obras realizadas en formato fílmico –en este caso Super 8–, que competían en una versión digital. Esto añade otro problema a todos los anteriormente mencionados en relación con el concepto de “videoarte”.
Carlos Trilnick, quien fue parte de la llamada “primera generación” del videoarte argentino, en los años ochenta, compitió con No se puede postergar el tiempo (Argentina, 2018), video en el que interviene material informativo sobre la crisis de los emigrantes y refugiados, con un mensaje explícito de solidaridad. Un problema con esta pieza es que, en consonancia con las fuentes mediáticas a las que se recurrió, el tratamiento del tema se centra en el Mediterráneo, sin considerar una realidad más cercana a Argentina como es el éxodo de los venezolanos, que supera los 3 millones.
Baca, Caldini, Hirsch y Trilnick tienen en común trayectorias que se han desarrollado de manera esencialmente autogestionaria, aunque hayan recibido eventuales respaldos clave de instituciones. La de los cuatro es una producción de méritos reconocidos, que plantea preguntas en torno al aparato creado por Estados como el argentino para el fomento de las obras audiovisuales, las cuales son entendidas como productos de una industrial nacional que es necesario subsidiar y proteger de la competencia extranjera.
Independientemente de que en este caso hayan optado por el canal institucional de un festival, hay algo de subversivo en estas y otras obras de cine experimental y videoarte hechas de esa manera. Es que en ellas asoman potencialidades creativas que no parece posible cristalizar plenamente, no solo con el actual sistema de ayudas estatales sino por la manera como está organizada la sociedad. Vienen a ofrecer, por tanto, un barrunto de la disolución del arte de los cineastas profesionales en el todo social que imaginaba el cubano García Espinosa, cuando las herramientas para hacer cine recién comenzaban a estar al alcance de más y más personas –aunque irónicamente no haya sido eso lo que pasó en Cuba, por otras razones políticas–. Es la marcha en esa dirección, hacia una democracia más amplia, la que quizás pueda despejar dudas como las que planteó el FIVA.