Por Mónica Delgado
Hace unos días tuvo su estreno mundial, en la sección Ficciones fronterizas del Festival Internacional de Cine de No Ficción Frontera Sur, la película peruana El tiempo y el silencio de Alonso Izaguirre, en su debut en el largometraje. En este artículo no me voy a detener en aspectos expresivos del film, ya que me interesa comentarlo con más profundidad en el contexto de su estreno local en el Festival Lima Alterna. Más bien, ahora, me parece un buen detonante para hablar sobre la calidad técnica que se puede lograr en una producción con bajo presupuesto dentro del llamado cine independiente peruano.
Quiero destacar que El tiempo y el silencio es una película que se ha realizado sin recursos públicos, y que probablemente ha costado un poco más de 1500 dólares, inversión del propio cineasta. Por un lado, muestra una opción de trabajo casi do it yourself por el uso minimalista de recursos, pocos personajes, contadas locaciones, crew muy reducido y con amigos conocidos en el reparto. Y por otro lado, confirma que es posible pese a las limitaciones de recursos, lograr un trabajo con un acabado técnico cuidado, donde la fotografía realizada por Luis Basurto y el sonido de Ana Godoy reflejan la intención de transmitir, desde los elementos básicos del cine, el ideal de lo que significa hacer una película, más aún si se quiere apuntar a una circulación de festivales que exige un estándar mínimo de calidad visual y técnica.
También es un film que empata muy bien con la propuesta de selección de Frontera Sur, ya que comparte con otros trabajos programados esta noción estética de cine de no ficción liminal, que no desea insertarse en la comodidad de las ficciones, pero sobre todo por la posición que toma, desde el modo de producción pequeño y acorde a las intenciones formales. También porque sin querer, busca confrontar la categoría de “cine independiente” peruano, es decir, sin esos manierismos conceptuales que justifican el descuido o el desinterés por las formas cinematográficas o audiovisuales, que se ha hecho patente en varias producciones del cine peruano joven reciente, llámesele radical, de guerrilla, under o marginal, pero que a pesar de estas carencias o deficiencias buscan estar en festivales poco radicales, de guerrillas, unders o marginales.
¿Es posible que a estas alturas de la historia del cine peruano, y de que la tecnología permita precisamente un mayor acceso y también la posibilidad de poder cumplir con un estándar mínimo en iluminación, sonido, calidad de imagen desde lo digital, se tenga que poner aún en discusión qué es lo básico en alguna producción local? ¿Qué es lo mínimo aceptable si una compra una entrada para ver una película? ¿Qué es lo mínimo aceptable si de por medio hay recursos públicos que financiaron una obra peruana?
Esta reflexión no surge necesariamente a partir de los problemas de sonido y edición evidentes en una película como Manco Cápac (2020) de Henry Vallejo, de la cual escribí hace algunas semanas, sino porque es frecuente que se asocie la dejadez formal como una característica de una parte de este cine independiente. ¿Pereza? ¿Ganas de estrenar como sea? Lo que demuestra El tiempo y el silencio, como los trabajos de Farid Rodríguez, Paola Vela, los inicios de Omar Forero, Carmen Rojas Gamarra, o Wik de Rodrigo Moreno del Valle, películas low-fi, para mencionar algunos ejemplos, es que sí es posible lograr con éxito técnico esta empresa.
En resumidas cuentas, El tiempo y el silencio describe algunos días en la cotidianeidad sin sorpresas de un profesor o tallerista, interpretado por el también cineasta y gestor Manuel Siles, y su posterior encuentro con una joven proyeccionista, encarnada por la documentalista, artista interdisciplinaria y gestora Diana Collazos. La película concentra su puesta en escena, a partir de planos fijos o travellings, en el registro de estos personajes en espacios específicos, dentro de lo que podría ser una ciudad gigantesca. Si se vive en Lima es fácil identificar espacios conocidos como la Casa de la Literatura, el Centro Cultural Peruano Japonés, la Residencial San Felipe, el Campo de Marte u otras calles del distrito de Jesús María. Es decir, la elección de un grupo de locaciones cercanas dejan en evidencia elecciones del cineasta que permiten no solo trabajar en un radio cercano, sino delimitar un ámbito de interacción que se corresponde con su presupuesto. Una decisión elemental y que parece haberle dado buenos resultados.
En esta misma vía de una logística de producción, podrían identificar varias escenas, que son logradas a partir de aprovechar los recursos de la iluminación, como pasa en las secuencias dentro del auditorio que funge de sala de cine o hacer un taller al lado de un gran ventanal, o el trabajo sonoro desde los silbidos y trinos de pájaros que simulan acompañar los paseos y lecturas de uno de los personajes en un gran parque. Recursos mínimos (y de bajo costo) al servicio de lo que propone el cineasta.
No trato de oponer el cine profesional a un tipo de cine amateur o doméstico, como dos ámbitos que se confrontan, porque pareciera que estaría reavivando un debate en tiempos del abaratamiento de los formatos en celuloide, o más aún cuando tenemos la certeza de que en Perú el cine, que se quiere vender como una industria, todavia atraviesa la precariedad como muchos otros sectores de la cultura y las artes. Pero sí quiero poner en relieve estas condiciones mínimas que están siendo subvaloradas u olvidadas y que muchas veces son puestas en valor como un mérito de lo artesanal, doméstico, familiar, en solitario, entre amigos, o como se quiera llamar. Para ponerlo en limpio, hay películas de producción artesanal, doméstico, familiar, en solitario, entre amigos, que no tienen estos problemas, como es el caso de El tiempo y el silencio.
Esta parte del cine peruano debe pasar de esta eterna etapa de aprendizaje, de búsquedas permanentes, en la mayoría de veces propiciada y legitimada por muestras o festivales, y pasar a un estadio de mayor reto, que enriquezca el panorama actual y donde no se recurra a bajar el estándar (muchas veces implícito) solo para tener qué mostrar.