Por Mónica Delgado
De la sección latinoamericana de la 3° edición del Festival de Cine de No Ficción Frontera Sur, elegí cinco cortos que mantienen algunas relaciones entre sí. Por un lado, la peruana Detenerte en el pulso (2018) de Nicole Remy con la mexicana Los años (2018) de Sumie García. Por otro, las cubanas Home (2019) de Alejandro Alonso y Macao (2018) de de Otávio Almeida y Fernanda Vidigal. Y, finalmente, la también peruana Que linda (2019) de Bryan Rodríguez, un ejemplo disidente dentro de las estéticas de los demás cortos de la sección.
El reciclado de cine casero ya es un género en sí dentro del ámbito del experimental. ¿Cómo sacar ventaja de imágenes que tuvieron una finalidad doméstica o íntima? Lo que hacen tanto Nicole Remy como Sumie García en sus cortometrajes es plantear una reescritura de la historia, en este caso familiar, ya sea a partir de material casero de las propias vivencias del hogar o desde material encontrado ajeno. Y también ambos cortos son ejercicios de montaje, sobre cómo darle un sentido especial a un material en bruto que ha sido registrado con otros fines, y que en esta tarea de reestructurar, de cambiar estas miradas, se generan algunas correspondencias y distancias.
En Detenerte en el pulso, Nicole Remy comienza con escenas de una cirugía a corazón abierto, que van a servir como cortina física a un tramado posterior de emociones. Es decir, marca una oposición, que abre y cierra el corto, de alguna manera para confrontar un hecho capital ante sucesos de lo cotidiano que están muy relacionados. Un ritmo mecánico y vital frente a escenas diarias que no tienen espectacularidad. A partir de estas escenas caseras, donde la misma cineasta aparece de niña, se va tejiendo un nuevo montaje donde lo sonoro es capital. No solo es una reedición de películas familiares sino una composición modificada desde el ruidismo que sugiere este tránsito o repaso, desde estas pulsaciones que dan una atmósfera a esta recuperación o “actualización” del pasado.
En cambio, en Los Años, de Sumie García, hay una intención acumulativa para dar cuenta de un rito, el de los cumpleaños, como manifestaciones celebratorias, donde se comparten alegrías y bailes, o se realizan reencuentros generacionales. La cineasta reúne diversos registros de estas conmemoraciones, a los cuales agrega alguna intervención en el fotograma como efecto lúdico. Algo de esta intención por montar a partir de estos recuerdos aparece con mejor suerte en su anterior cortometraje Retrato familiar (2017), al adentrarse en el negocio de fotografías de japoneses en el México de décadas pasadas, y que se ampara en un trabajo de archivo o de investigación.
En Home, de Alejandro Alonso, la utopía socialista en Cuba solo puede traducirse en un blanco y negro tensado. El cineasta elabora una cartografía sensorial desde el recuerdo y la distancia de sus parientes en éxodo, y desde el uso del material de archivo o el registro de corte poético que huye del realismo. Este uso del color propicia un ambiente pesimista, pero dotado de simbolismos que remiten a un tiempo estancado o lejano, que a pasar de todo, se quiere recobrar. Mientras que Macao, de Otávio Almeida y Fernanda Vidigal, es un documental que tiene una narrativa que inicia y termina en planos muy cercanos y cerrados de cuerpos, de un animal a otro de un hombre, y que van a contener el retrato de un espacio, un complejo habitacional donde todo parece suceder de modo muy tranquilo.
En la lógica del documental de observación, Macao propone la relación de las personas con este entorno de escaleras, rincones y patios. Hombres y mujeres sometidos a un tiempo que parece pasar muy lento, y donde no hay incomodidad sino resignación. A punta de planos fijos, los cineastas van construyendo esta idea del pueblo o comunidad a partir de esta cotidianidad, que parece iniciar y comenzar desde el amanecer al anochecer, o de interiores en relación a los sitios externos comunes. Si Home muestra un ideal desde la distopía, en Macao, esta Cuba luce como espacio inevitable que contiene a estos personajes, que parecen pasar el rato o vivir sin pesares, solo resolviendo acciones diarias con una fantasmal disposición.
Qué linda, del cineasta y artista multidisciplinario peruano Bryan Rodríguez es la tercera parte de una trilogía de cortos (La mar brava, iniciada en 2011), y que mantiene los elementos de estilo de los trabajos anteriores. La filiación a la estética del cine barato, de la serie B y el trash, con las texturas del analógico y con desfases en la sincronización del sonido, le dan un toque amateur, que permiten marcar o definir intereses expresivos estables y conscientes. Si existe algún autor en el cine peruano independiente que pueda ser reconocido por un estilo concreto, ese es este joven cineasta que suele registrar en locaciones del puerto del Callao, con actores no profesionales (sobre todo familiares y amigos) y con tramas de corte policial, de toques absurdos e insertos documentales.
Hay una fascinación por sacar lustre a un imaginario portuario sublimado, de personajes movilizados por situaciones inusuales, a ritmo de salsa y entre conversas en bares, como en este corto, donde el foco se sitúa en un imponente adolescente de 17 años que pasa el tiempo recogiendo a personas inconscientes en su barrio. Así, Rodríguez retrata a una galería de personajes del puerto peruano que pueden lucir típicos o con mucho “color local”, sin embargo, el cineasta logra escapar de los lugares comunes a partir de esta textura del Super 8, de un montaje ingenioso y de un especial uso de la elipsis, componentes que aportan al acabado underground, que evoca gratamente el espíritu de films de exploitation o de acción estadounidense de bajo presupuesto.