
Por David S. Blanco
Comenzamos el primer día de cobertura desde la 57° edición del Festival Internacional de Cine de Gijón, con este reporte de tres films, dos de la competencia oficial (una fuera de competición) y un pase especial.
Si por algo destaca el Festival de Cine de Gijón, es por ofrecer las miradas vanguardistas, personales, y con inquietud formal, más relevantes de todo el panorama festivalero español. Es por ello, que abrir el festival con Video Blues, era una apuesta segura para el servidor. La segunda cinta de Emma Tusell es una poderosísimo viaje salido de la nada, a la psique de una joven, que busca en las cintas VHS de su infancia, las explicaciones y las raíces de algunos de los problemas más internos que han marcado su vida. La joven directora nos abre una puerta a su mente, a través de su familia, y su colección de recuerdos inmortales, que sirven como dolorosa prueba de su soledad, sus miedos, e incluso, de sus pesadillas.
El ejercicio al que nos somete esta directora es de puro metalenguaje, en la faceta del montaje de la película. Vemos los vídeos en primera persona tal y como los vería ella a la hora de montar la película, mientras mantiene una conversación con su pareja, para determinar ciertos momentos. No se limita a describirlos, sino que los amplía, los distorsiona, y los condiciona a su propia experiencia. Así, podemos ver a una niña feliz en los vídeos, que realmente quería morirse por dentro, o una familia idílica, absolutamente desestructurada.
Lo que no vemos – pero Emma nos cuenta – es aún más poderoso que las propias imágenes, y sumergirse en los dramas de esta atípica familia, comienza siendo un viaje interesante, hasta meterse por debajo de la dermis y convertirse en un trayecto de poderoso y portentoso dolor.
Todo el peso de la cinta cae en el montaje, que avanza, vuelve hacia atrás, se ralentiza o incluso desaparece, en frames azules rellenos de recuerdos ignorados. Emma, que ya había participado en el montaje de películas como Magical Girl de Carlos Vermut, o Tiempo Después, de Jose Luis Cuerda, se saca de la nada una pieza intimista, valiente, radicalmente potente, y llena de honestidad. Una de esas joyas que acostumbra a regalarnos este festival.
Uno de los platos fuertes de la sección oficial era la segunda película de Theo Court, tras Ocaso (2010), y es que el hispano chileno, fue uno de los ganadores de la última edición del festival de cine de Venecia, con su Blanco en Blanco, la eterna película de festivales sobre desigualdades sociales -en este caso, ambientada en Tierra del Fuego- ,donde podremos ver todo el peso, del invisible pero siempre presente latifundista Mr Porter.
En el eje de la narrativa está Pedro, un fotógrafo -bien elegida la profesión, al ser una persona que pone el ojo en la observación – que servirá como pivote contextual para encuadrar las diferencias sociales de finales del siglo XIX, en Chile, y sobre todo, enmarcando de una forma precisa pero sin artificios, las raíces racistas del genocidio indígena del propio país, temática ya abordada por compatriotas suyos como Patricio Guzmán.
Quizás, sea un poco de artificio lo que hecho en falta a esta película, que bebe de todos los arquetipos del cine que tanto se valora en festivales. Tempo pausado, largas secuencias con muy poco corte, -simplemente para cambiar puntos de vista-, montaje lineal pero con importantes elipsis, crudeza a la hora de tratar las desigualdades sociales, el machismo, o el racismo, y ausencia total de música en prácticamente todo el metraje. Como un Nuri Bilge Ceylan con menos habilidad en el guion, pero más precisión en el plano, Theo Court nos muestra su versión deformada de la deformación moral de su país.

Muchas veces, los festivales nos regalan momentos como este. Poder disfrutar de grandes joyas de la historia de este arte, ya sea en copias analógicas, versiones restauradas, o simplemente, en pantallas gigantes, uno no puede más que aceptar su destino y meterse en la sala para volver a vibrar con algunos de esos genios que nos hicieron amar el cine. Y si uno de esos genios, es David Lynch, ¿qué puede salir mal?
El festival de Gijón ha decido enfocar un poquito su programación en la figura del norteamericano, y abrir boca con su ópera prima, era una cita obligada. Eraserhead, en palabras del propio Lynch, es su película más espiritual. Y no es de extrañar. Nunca ha llegado a plasmar de forma tan evidente sus preocupaciones – o incluso, al encontrar un alter ego idéntico – como en su ópera prima, una cinta, que incluso hoy en día, y con casi 50 años de antigüedad, sigue siendo rompedora, escalofriante, y vanguardista.
La cinta nos sitúa en los pies de Henry, un joven que tiene que afrontar la paternidad como buenamente puede, algo que pega un giro inesperado cuando descubre, que el bebe es una especie de monstruo deforme. En aquel momento de su vida, Lynch estaba absolutamente perdido. Tenía que afrontar la paternidad con el miedo a que esto rompiera su carrera cinematográfica, y el rodaje de Eraserhead se alargó hasta la friolera de siete años. Su película parecía condenada, pero lejos de abandonar el proyecto, decidió involucrarse de la forma más artística posible. Decidió escribirla, producirla, dirigirla, decorarla, e incluso hacer la música de la misma. Fue su campo de ensayo y error para encontrar su camino en este arte, y puede que a día de hoy, sea su obra más radical junto con -paradíjicamente- la última, Inland Empire.
Eraserhead se sumerge en el subconsciente de su personaje y desordena los acontecimientos de una forma racional. Los personajes se deforman, los sonidos son exagerados, los espacios, puntiagudos y estilizados de formas grotescas, oprimen e invaden al personaje, que en un universo de tuberías, contaminación, y putrefacción, encuentra en un radiador, su única vía de escape.
Para Lynch, el punto de fuga es aquel espacio seguro en el que nuestra mente puede descansar de nuestros miedos. Unos miedos representados por bebés con formas de espermatozoides, formas circulares que invaden – clara referencia a los órganos sexuales femeninos – y música estridente que desequilibra la imagen. Los personajes son absorbidos por la oscuridad mediante la fotografía, y solo al final, la cosificacion de fuerzas morales, en forma de personajes (como el hombre de la palanca), muestran al espectador, que toda la película – como ya viene siendo costumbre en la filmografia de Lynch – no es más que la lucha interna de un personaje contra las circunstancias sociales, económicas, y culturales, en las que uno no puede hacer más que simplemente sobrevivir, y si tiene suerte, redimirse. Una auténtica maravilla.