Por Mónica Delgado
Hereditary, estrenada en Latinoamérica como El Legado del Diablo, de Ari Aster, es uno de los films de terror psicológico y satanismo más perturbadores de los últimos años. Sus formas de género no se basan en golpes de efecto ni en monstruosidades que emergen de la oscuridad ni del miedo natural a lo desconocido. Su lógica de representación es más cercana y cotidiana, y tiene mucho que ver sobre cómo las sospechas, el cambio de atmósfera, la intromisión de lo paranormal en los ámbitos familiares están asociados a aspectos de la psique femenina y a conductas de fragilidad, locura y neurosis que por siglos se han asociado como singularidades de las mujeres y de las madres.
Ari Aster, quien también elaboró el guion, basa la construcción del miedo en un paradigma (o estigma) muy usual en el cine de horror, y que tiene que ver con el imaginario de la madre como entidad castradora, dándole una dimensión oscura al concepto de «madre fálica» como si el manido empoderamiento femenino tuviera que ver, más allá del trasfondo psicoanalítico, con la aparición del sujeto materno como un ente fuerte, imponente y represor, el temor a la «vagina dentada». Para Ari Aster el fantasma de la madre de Carrie, que encarnara una enloquecida Piper Laurie en el film de De Palma, es una referencia, en su locura y devoción fanática a creencias religiosas. Si bien es un estereotipo manido del cine de género (la Eva maligna), el modo en que el cineasta trabaja este estigma es su mayor logro, aunque suene paradójico, ya que lo conoce, lo resignifica y convierte en la médula de un horror primario: el miedo a la madre.
Otro ejemplo de la madre como un ser a quien temer y repeler aparece en la austriaca Goodnight Mommy, de Veronika Franz y Severin Fiala, donde una mujer vendada se vuelve en el principal motivo de desconfianza para sus propios pequeños hijos gemelos, en medio de una casa de clase alta oculta en un bosque. O Barbara Hershey en El Cisne Negro, de Daren Aronosfky, donde encarna a una madre atosigante, exigente y temible, similar a la madre de Isabelle Huppert en La Pianista, el film del austriaco Michael Haneke.
¿Podría ser Repulsión de Polanski protagonizada por un hombre? ¿Es verosímil ver a un hombre colapsado por un miedo profundo a la cercanía física de las mujeres? ¿Y si Reagan, la poseída de El Exorcista hubiera sido un púber, que toma su cruz e impreca a la figura divina a punta de erecciones? ¿O que pasa si Barbara Hershey, madre soltera, no estuviera acosada por un íncubo en El Ente sino quizás un hombre fuera violado a punta de montaje epiléptico en medio de una noche en un suburbio de clase media estadounidense? Sería antinatural según los códigos del cine de terror, ya sea del gore, del slasher, del snuff, del giallo o del cualquier otro subgénero, donde la mujeres han sido sinónimo de víctimas, o de heroínas al ras tras librarse de los cuchillos o motosierras de un asesino serial o ente paranomal, como pasa en Halloween, Masacre en Texas u otros films de horror.
Pero por otro lado, está el estigma del cine de horror donde las mujeres han encarnado la figura del mal a través del ejercicio de la brujería o del satanismo. Para mencionar algunos ejemplos: si en Suspiria de Darío Argento, la regente de una escuela de ballet era la máxima autoridad que controlaba las vidas de las estudiantes gracias a cánticos hechiceros, en Superstición (1982) de James W. Roberson, una bruja regresaba luego de 200 años a aniquilar gracias a sus inmensas garras a los nuevos habitantes de una mansión. Igual sucede en el clásico de la Hammer, La Gorgona (1964), donde el serial killer del pueblo es una mujer hipnotizada cuyo cuerpo es ursurpado por las oscuras intenciones de una deidad milenaria griega. Es decir, es más efectivo para adentrarnos en el horror humano si se apela a la fascinación de un sentido común ancestral, el de la mujer como encarnación de lo ominoso, o el Das Unheimliche, como lo señaló Freud hace cien años. En este sentido, en Hereditary, Ari Aster se vuelve en un alumno entusiasta del desarrollo de esta lectura, que asume lo siniestro o no-familiar como “aquella suerte de espantoso que afecta a las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Si bien en el texto de Freud no se asume una relación explícita entre lo ominoso y lo femenino, se puede advertir que sí hay una asociación con el retorno al seno materno o con la posibilidad de ver el regreso al origen como parte de un estado represor.
La madre satánica
En Hereditary, el punto de vista que prima es el de la artista visual de miniaturas y maquetas que encarna Toni Collette. Su mirada de detalles es la que Ari Aster toma para describir este entorno íntimo de la familia. No es pues la visión panorámica del hogar sino el imaginario que Anne Graham (Collette) comparte desde su lupa y desde la manipulación que hace de un mundo réplica del real que construye con cartón y muñequitos. Es a través de su mirada que entramos a este universo ominoso, más aún cuando el film comienza con un obituario, el de la madre de Anne. La atmósfera del luto y la pérdida se vuelve el detonante para describir en un fuera de campo a una abuela avasallante, que según las miniaturas artísticas de la hija, dio de lactar a los nietos y los fue moldeando ante una madre que convirtió en histérica y ausente.
El punto de vista frontal que elige Aster, a modo de escenario teatral, o como simulación de un set construido, permite la posibilidad del artificio o de la pesadilla que es movida por un demiurgo que lo controla todo a través del personaje de Anne. Así, asistimos al experimento de una entidad superior que elige esta familia como conejillo de Indias, y que según datos que, poco a poco van soltando los personajes, se va configurando como parte de una secta también rodeada de mujeres, quienes confabulan y se vuelven «reinas».
El film va definiendo al personaje de Collette como una pieza en un juego moderado y dirigido por una suerte de azar o determinismo extraño. El hijo de la familia, un adolescente que se ve imbuido en el sentimiento de culpa por la muerte de su hermana, va a permitir abordar desde una perspectiva más «gráfica» el deseo de Anne (Collette) para encarnar este concepto de «madre fálica» que el cineasta le atribuye, pero por extensión de su propia tragedia ante una madre que «dejó morir al esposo de hambre y casi mandó al suicidio a un hijo paranoico». Collete deviene en el ente totalizante, ya sea debido a su sonambulismo (es «mala» mientras todos duermen, en las horas de duermevela o de detenimiento del mundo real), que ubica a su hijo en una posición servil, restándole su propio rol de sujeto y volviéndolo títere.
No es casual que en esta oda femenina a la inversa, la mayoría de los hombres son aniquilados y solo las mujeres son las que permiten la pleitesía al demonio y otros dioses oscuros. Hay una intención de Aster de construir una fobia a la madre desde el miedo a la vigilancia, el estallido histérico y la pelea por la autoridad ante el padre. El tono del miedo y el suspenso equivalen a las acciones y movimientos de Collete dentro de la casa.
Y por otro lado, como en La Bruja (2015) de Robert Eggers, las mujeres son enviadas como cebo o como ofrendas a figuras masculinas, ya sea un dios antiguo (como el Pasuso de El Exorcista) o a un macho cabrío como en el film de Eggers, donde un aquelarre se eleva en torno a la figura del mal, en este caso un animal llamado Black Phillip.
En Hereditary, los cultos fanáticos o la locura solo pueden producirse desde el corazón mismo de la maternidad, las relaciones filiales y el trauma postparto. Los hombres lucen modelables, escépticos, pasivos o tranquilos, mientras las mujeres aparecen como eufóricas, paranoicas y por ende, sospechosas y poco confiables.
Hay un elemento capital para subvertir la idea de la castración que Aster utiliza, y tiene que ver con el culto al degollamiento, y que elabora como un fetiche o mecánica de sumisión. Las mujeres, que son como siervas al servicio de un plan mayor, de devolver la vida a una entidad maligna que necesita un cuerpo fuerte y joven, pierden su autoridad, y se vuelven solo una vía para alcanzar la meta. Más aún si pensamos en la Medusa, como símbolo del poder sexual femenino que se necesita ser cortado, las degolladas de Aster, sin posibilidad del grito, quedan como la mejor alegoría del silencio y el avasallamiento, en uno de los finales más estremecedores del cine de horror reciente.