LA LUCIDEZ DE LA IMAGEN: IN MEMORIAM DIEGO RÍSQUEZ

LA LUCIDEZ DE LA IMAGEN: IN MEMORIAM DIEGO RÍSQUEZ

Por Pablo Gamba

El dilema planteado entre la búsqueda de la autenticidad de la expresión personal y de la identidad nacional, por una parte, y por otra el interés en la comunicación con un público amplio en su país, marca la trayectoria del cine pictórico de Diego Rísquez (1949-2018), quien murió el 13 de enero de cáncer cerebral. Fue uno de los cineastas de Venezuela más apreciados en el extranjero, al menos por lo que respecta a la segunda etapa de su producción, la que se inició en el marco del movimiento venezolano de cine de vanguardia en Super 8 y en la que realizó la llamada Trilogía americana, integrada por Bolívar, sinfonía tropikal (1981), Orinoko, nuevo mundo (1984) y Amérika, terra incógnita (1988). Los tres filmes estuvieron en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes. Antes Rísquez había pertenecido a un grupo estudiantil que hizo cortometrajes y había sido actor; utilizaba el cine y el video en performances e instalaciones, y había realizado cinco cortometrajes. Su trayectoria en la fotografía, el ensamblaje, el arte multimedia y como artista de acción continuó hasta finales de la década de los años ochenta.

El primero de sus largometrajes tuvo una crítica elogiosa de Alain Bergala en los Cahiers du Cinéma. Bolívar, sinfonía tropikal está basado en la iconografía oficial de la Independencia de Venezuela. Son las pinturas de Juan Lovera, Tito Salas, Arturo Michelena, Pedro Centeno Vallenilla y otros artistas, que decoran las sedes de los poderes del Estado e ilustran los textos escolares de historia. La versión original del film formó parte de la primera programación de la Quincena abierta a películas en Super 8, en 1981, junto con dos cortometrajes en el mismo formato de otro venezolano, Carlos Castillo: TVO y Uno para todos, todos para todos. El cine de Venezuela volvía a hacerse notar así en el festival donde el documental Araya de Margot Benacerraf había compartido el Premio de la Crítica Internacional en 1959 con Hiroshima, mon amour de Alain Resnais. Al año siguiente, Bolívar, sinfonía tropikal fue presentada de nuevo en la misma sección de Cannes, inflada a 35 mm, tal como había sido la intención inicial de Diego Rísquez por las exigencias del tema épico y las limitaciones de la difusión en Super 8 (citado por Analisse Valera, p. 24).

Bolívar, sinfonía tropikal es una película sin diálogos, con música de Alejandro Blanco Uribe y efectos de sonido. Es igualmente el caso de Orinoko, nuevo mundo, que también fue filmada en Super 8 y transferida al formato comercial. La recuperación del pasado es en este caso de los mitos indígenas y de la iconografía de la Conquista de América de Theodor de Bry (1528-1598) y Jan van Kessel, el viejo (1626-1679), entre otros, así como del imaginario de las expediciones de científicos europeos al continente. Estuvo en la Quincena de los Realizadores en 1984 y recibió comentarios positivos de Serge Daney.

En Amérika, terra incógnita Rísquez cambió el formato de filmación de Super 8 a 16 mm, también inflado a 35 mm. Es otro film sin diálogos que relata el “viaje inverso” de un indígena americano cautivo a la Corte española, con citas de la pintura de Diego Velázquez (1599-1660) y de la música de Antonio Vivaldi (1678-1741), entre otros artistas. Además de cerrar la segunda etapa de su obra, fue la última película suya seleccionada para el Festival de Cannes.

La Venus del espejo de Velázquez (1599-1600) en Amérika, terra incógnita

Un dilema reveroniano

El dilema autenticidad-comunicación tiene como referencia en Diego Rísquez la figura de Armando Reverón (1889-1954), “el gran pintor venezolano de todas las épocas”, como lo califica en su biografía Simón Alberto Consalvi (p. 11). Fue el cuarto artista de América Latina a quien el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedicó una retrospectiva. La muestra se llevó a cabo en 2007 y estuvo acompañada de la publicación por el MoMA de un libro sobre su obra.

Reverón fue un pintor que intentó plasmar la luz del trópico en sus cuadros, no por la vía del color sino por la de suprimirlo gradualmente. Luis Pérez Oramas sostiene que llevó al extremo el impresionismo, hasta alcanzar “un punto de retorno a partir del cual deja de ser impresionismo, a partir del cual traspasa las postrimerías formales del impresionismo para convertirse en otro arte” (“Armando Reverón y el arte moderno”, p. 170). También se hizo célebre por su excentricidad, que devino en locura e internamiento psiquiátrico al final de su vida, y por su decisión de retirarse a vivir en una singular casa y estudio que fue construida en 1921 cerca de Macuto, localidad del Litoral Central venezolano cercana a Caracas, pero separada de la capital por una cadena de montañas.

En ese lugar, llamado “castillete”, aunque comparado con un rancho por la pobreza del artista, Reverón creó un mundo propio de muñecas y diversos objetos que no son secundarios en su obra en relación con la pintura. Pérez Oramas vincula su creación con la manera de Reverón de experimentar la crisis moderna de la representación por la vía de la disolución de las imágenes pictóricas en la luz tropical. Considera que eso lo condujo hacia un arte que estuviera más allá de la pintura como reproducción de lo real: …“si la voluntad de representación mimética se hundía […] se le abría la posibilidad de una elaboración de la presencia objetal, como gesto o como cosa, o lo que es equivalente, del arte como (re)presentación y como instalación reflexiva de su propia densidad corporal” (“Armando Reverón y la crítica del impresionismo puro”, p. 146). En el “castillete” desplegó, además, una teatralidad con ese mundo como escenario, que igualmente habría que considerar parte de su arte.

Armando Reverón. Foto: Victoriano de los Ríos

Esta digresión acerca de Armando Reverón viene al caso para tratar de entender las razones por las que era una figura tan importante para Diego Rísquez, además del reconocimiento que tiene su obra como pintor. Fue la independencia lo que lo hizo atractivo para alguien como el cineasta: su vida y su actividad artística en el “castillete”, sin importarle la opinión de los demás y al margen de la vida social y política del país –voluntariamente aislado, por ejemplo, de la dictadura de Juan Vicente Gómez, que se prolongó hasta 1935–. Los “superocheros” venezolanos también buscaron una independencia similar con el uso de ese formato considerado amateur, al margen de los compromisos que puede exigir asumir un cine de características más “profesionales”. El dilema está en que la independencia de Reverón se confunde con la locura y que su consecuencia final fue la indigencia. Además, significó para el pintor un aislamiento que afectó durante su vida las posibilidades de difusión de su obra.

Más allá de eso está el parecido que puede hallarse entre el mundo de Armando Reverón como “instalación”, y sus “performances” y dramatizaciones, y el tipo de arte que practicaba Diego Rísquez antes de hacer del cine su principal actividad. Una diferencia significativa es que él recorrió el camino en dirección contraria: fue del performance y las instalaciones a un cine que para él era “pintura sin pincel”. A las películas, aun las de la Trilogía americana, puede atribuírseles un mayor potencial de comunicación con el público que a esas otras expresiones artísticas, circunscritas al aquí y ahora. También pueden producir ingresos por venta de derechos de una manera similar a los cuadros. Hacer largometrajes con la independencia que podía darle a Rísquez el trabajar en Super 8 sería, por tanto, una manera de resolver el dilema reveroniano.

Transvanguardia y política

La recuperación del arte del pasado y la ruptura con el cine de su presente fueron señaladas como características de la obra de Diego Rísquez por Analisse Valera. Lo primero lo vincula en particular con la pintura de la transvanguardia. Con ese movimiento comparte igualmente la aspiración a hacer un arte que recupere el genius loci, “las raíces del territorio cultural del artista”, a través del “retorno a una tradición figurativa autóctona”, como escribió Anna María Guasch sobre el grupo de pintores italianos (pp. 276 y 280). La originalidad a la que se aspira se funda en la especificidad nacional, en contraposición al internacionalismo de las vanguardias de los sesenta y setenta (pp. 280 y 282).

En la recuperación que practica el cineasta, al igual que en los pintores de la transvanguardia, está implícito un disfrute de lo que se rescata. Es una vuelta a las imágenes a la búsqueda de la belleza y de los placeres del representar, de la mitología y de la alegoría, con una manera de traer el pasado al presente que puede tener mucho de juego irreverente. En las citas del cineasta se destaca, por ejemplo, la contaminación “tropikal”, con motivos como las frutas y la “guakamaya”, ave colorida que habita en su país y que llegó a ser emblemática de su obra. Valera refiere que en uno de sus primeros cortos, A propósito de Simón Bolívar (1976), mostró al personaje del Libertador haciendo pipí.

Un problema que plantea la transvanguardia es el de la “despolitización” y “desideologización” del arte, que según Anna María Guasch se enmarcó en el ambiente de los años setenta en Europa (pp. 274). En Venezuela tuvo su versión por el boom de la riqueza petrolera en los setenta, que estuvo precedido por la paulatina incorporación de los artistas de la izquierda rebelde al orden de la próspera democracia, tanto en las instituciones como por medio de una política de subvenciones y créditos que comprendió el cine independiente.

En ese contexto, el rescate del arte del pasado tuvo que ver para el cineasta venezolano con una toma de posición política: la recuperación de la identidad nacional en tiempos de expansión de los hábitos de consumo en el país, como consecuencia del vertiginoso crecimiento de la riqueza. Partiendo de lo que opina Valera y de sus citas de Rísquez (pp. 15 y 22), podría atribuírsele incluso una aspiración que habría que calificar de mesiánica por lo que al arte respecta, y en particular al cine: los artistas del presente estarían llamados a hacer que el público recuerde quién es y de dónde viene, y descubra los valores de la auténtica venezolanidad y los valores estéticos, de manera similar a como los artistas del pasado contribuyeron a inculcar la concepción oficial de patria. En este sentido seguía vivo en Rísquez el espíritu de las vanguardias del siglo XX.

El 5 de julio de 1811 (1838) de Juan Lovera en Bolívar, sinfonía tropikal

Se trata, además, de un rechazo compartido por otros integrantes del movimiento venezolano de cine en Super 8. La preocupación por la identidad nacional y la crítica de la sociedad de consumo fueron temas característicos de esos realizadores, según Isabel Arredondo, Emperatriz Arreaza Camero y Romina de Rugeriis. Hay que recordar, sin embargo, que también eran tiempos de fatiga de los discursos radicales y violentos de la izquierda, lo cual se percibe en la comparación de la producción de los “superocheros” venezolanos con el tercer cine latinoamericano que las tres autoras hacen en su artículo.

Ese llamado a la búsqueda de la auténtica identidad nacional, y de su estética, es el meollo del rechazo de Rísquez al Nuevo Cine Venezolano. “No acepto más películas con mensaje revolucionario y códigos del cine de acción norteamericano”, dijo el cineasta al diario El Universal, en una entrevista citada por Valera (p. 23). No es una mala descripción del estilo de Mauricio Walerstein en Cuando quiero llorar no lloro (1973). La aceptación del film del cineasta mexicano radicado en Venezuela puede ser entendida por su adopción de la estética del Nuevo Hollywood, del cine político espectacular europeo y de la televisión. Era una combinación de seguir ejemplos prestigiosos y ser accesible, y fue por eso la película modelo para el Nuevo Cine Venezolano. La expresión más clara de la ruptura con esa forma de narrar es la omisión de los diálogos en la Trilogía, a lo que se añade un “primitivismo” de la narración en Bolívar, sinfonía tropikal. Esa búsqueda de un nuevo lenguaje es otra característica que permite considerar a Rísquez cineasta de vanguardia. La transvanguardia, en cambio, propugnaba el fin de la “coerción de lo nuevo” y del “darwinismo lingüístico”, como escribió el crítico Achille Bonito Oliva.

Reinventar el cine y la patria

El recurso del cuadro vivo en la Trilogía americana, y la narración alegórica, parecen presuponer una participación del espectador basada en la familiaridad con la historia, y las diversas imágenes que son su fuente, para poder entender los filmes. La narración de Bolívar, sinfonía tropikal se parece en eso a la de las primeras películas sobre la Pasión de Cristo y temas semejantes. El francés Alain Bergala admitió en su crítica de Bolívar, sinfonía tropikal que hubo cosas que no entendió por faltarle conocimiento de la historia de Venezuela. La opción por esa manera de narrar es reveladora, por tanto, de la voluntad de reinventar el cine. Puede hallársele una fuente en Glauber Rocha, cuyo Antonio das mortes (1969) es citado en Karibe kon tempo y a quien hace recordar también el uso de la “k” de Rísquez. En Eztetyka da fome, Rocha escribió: “De cero, como Lumière, el cinema novo recomienza en cada film” (p. 101).

Lo reinventado es un cine en el que no existen los personajes ni la actuación a la manera del paradigma clásico, ni siquiera del tipo característico de las películas mudas. La interpretación está basada en el performance, el teatro y la danza; la puesta en escena en la pintura. La participación del espectador, en consecuencia, no tiene como asidero la identificación psicológica habitual. Pero tampoco hay garantía de que el público venezolano pueda entender ese cine por el conocimiento que se cree que debe tener de su historia. En algunas películas primitivas también se suponía que la gente que iba a verlas conocía lo narrado, pero podía hacer falta la intervención de una persona que contara lo que pasaba.

María Luz Cárdenas quiso ver el manejo de “los símbolos patrios y otros esquemas históricos” de la Trilogía americana como constituyentes del “imaginario arquetipal venezolano (el mundo prehispánico, la conquista, los héroes de la independencia, los símbolos patrios, el folklore, las creencias mágicas y religiosas…)” (citada por Valera, p. 24). Pero eso pareciera presuponer demasiado del espectador y de su capacidad de asimilación de la cultura venezolana, e incluso es una hipótesis contraria a la diversidad del país. Es por eso que estas tres películas, supuestamente basadas en el “arsenal imaginario y onírico de nuestra memoria histórica y nuestros símbolos”, como agrega Cárdenas, bien pudieran resultar tan incomprensibles para cualquier venezolano como lo fueron para Alain Bergala –aunque por otra parte incluyen representaciones demasiado obvias para el que sabe de qué se trata, como la representación visual literal de la expresión del Libertador “arar en el mar” en Bolívar, sinfonía tropikal–. Su aspecto misterioso podría ser el principal atractivo de la Trilogía americana para los amantes de lo exótico. De hecho, ayudaría a entender por qué tuvieron mejor acogida en Francia y en los festivales internacionales que en el país, de lo cual se lamentará Rísquez.

Otro problema es que el espectador no necesariamente tiene que identificarse con esas imágenes, supuestamente propias. También puede rechazarlas. La alegoría de las “razas” en Bolívar, sinfonía tropikal, por ejemplo, no es

algo con lo que comulgue el autor de este ensayo. Diría lo mismo con respecto al personaje “yanomani” de Orinoko, nuevo mundo, que bajo efectos del yopo supuestamente alucina lo que en el film se relata. La omisión de las masacres y otros sufrimientos de los pueblos originarios parece revelar que no es realmente indígena el punto de vista de la narración, sino de un artista perteneciente a otra cultura. El uso de la guacamaya, frutas y otros elementos “tropikales” para contaminar las citas no pareciera manifestar otra cosa que disfrute personal de lo kitsch por parte de Rísquez. Es un problema identificar con eso a Venezuela.

Hay que buscarle, entonces, otra arista a la cuestión identitaria, si se quiere rescatar con ese argumento el valor de estas películas. Quizás esté implícita en estos filmes una invitación a reinventar la patria, al igual que el cine, partiendo de imaginarios con los que es posible identificarse en diversa medida, que pero que también pueden comprender aspectos enigmáticos y otros rechazados. La premisa para entender la identidad nacional a partir de la Trilogía americana sería que la Venezuela, la América e incluso la Europa auténticas no son, ni pueden ser, otra cosa que el resultado de una reinvención constante practicada sobre esa base, que es la única que hace posible reimaginar el pasado. Ser partícipe de esa aventura significaría mantener viva la identidad nacional como un proceso de creación continua; no como comunión con un “imaginario arquetipal” sino con una libertad imaginativa que puede incluir la irreverencia.

El continente de América (1666) de Jan van Kessel, el viejo, en Orinoko, nuevo mundo

La escenificación al aire libre, en lugares que podrían ser identificados como venezolanos, añade una suerte de intento de “puesta en patria” de las imágenes citadas en las tres películas. Aunque en sentido estricto no pase de ser una “puesta en paisaje”, en todo caso sería una “puesta en realidad”. Cabe recordar, en relación con esto, la importancia que para Rísquez tiene la figura de Armando Reverón. ¿No llevaba el pintor una vida lo más independientemente posible, en un mundo imaginario de muñecas y otros objetos creados por él pero en un “castillete”, con una compañera de vida y una obra reales? Quizás la patria que Rísquez propone reinventar, a partir de las imágenes que rescata, sería posible de habitar como ese mundo-obra de arte, que tenía algo de instalación, y de locación para el teatro y el performance. Quizás por ello son los artistas venezolanos –“lo más selecto de la inteligencia para 1979”, se lee en los créditos– los que refundan Venezuela en Bolívar, sinfonía tropikal, al declarar la independencia basándose en la escena de 1811 pintada por Lovera.

Es una bella idea, que puede resultar atractiva en círculos intelectuales donde se recela de la noción institucionalizada de “patriotismo”, porque lo esencial de esa “patria” sería la libertad. Podría pensarse que, en contradicción con eso, tiene que haber en toda identidad una idea de lo “propio” que excluya lo “ajeno” como posibilidad. Pero la Trilogía americana comprende, en sus invenciones identitarias libérrimas, también la asimilación de lo “otro”. El verdadero problema es que esa “libertad” e “independencia”, como utopías, no parecieran poder trascender la dimensión estrictamente reveroniana, y en el país eso fue –y seguramente seguiría siendo– considerado locura. El artista que vivió así, además, realmente tenía problemas mentales. No parece poder estar aquí, por tanto, la solución venezolana del dilema autenticidad-comunicación que requiere la aspiración mesiánica a hacer que el público piense quién es y de dónde viene, y emprenda, en consecuencia, la reinvención de su identidad.

Fisuras en las imágenes

Aunque el aspecto más llamativo, y el gran problema a la vez, del cine de Diego Rísquez sea su concepción imaginaria y artística de la identidad, sus películas tratan también otra cuestión que podría tener mayor alcance: la necesidad de pensar las imágenes. La plantean a través del efecto desestabilizador de un juego con la presentación y la representación. Por una parte está la capacidad que tiene la imagen fotográfica del cine de dar a entender que presenta, tal cual era, aquello real que estuvo frente a la cámara. Por otra está la inclusión en esa imagen de lo reconocible como representación, que puede ser tanto la pintura como el performance, el teatro, la danza, los mitos, la historiografía y hasta el propio cine, con sus convenciones genéricas. Es una inquietud que se remonta al trabajo fotográfico del artista con el marco de los cuadros, y ha sido comentada por Emperatriz Arreaza Camero, Írida García de Molero e Isabel Arredondo.

Rísquez utiliza el marco vacío para problematizar la imagen, al componer de una manera que hace explícita la existencia de una fisura entre lo enmarcado, que establece los límites de lo que debe entenderse como representación, y la totalidad del plano cinematográfico, que contiene y presenta lo representado. Un recurso que lo agudiza es la guacamaya posada en el marco, en parte dentro y en parte fuera de él, atravesada entre un espacio y otro. Además de eso está la impresión de que se fractura la misma separación cuando la cámara rebasa la distancia que permite identificar como tal el “cuadro vivo” y penetra en el espacio de su representación, cuya separación es ambigua por tratarse de algo presentado como una escenificación real. Algo parecido ocurre entre la presentación por el cine de la escena representada y el espacio del público, cuando los actores se acercan a la cámara para que se los vea mejor –algo que también tiene como fuente las películas primitivas– o miran directamente hacia ella. También es desestabilizador el uso de la cámara lenta, que en particular abunda en Bolívar, sinfonía tropikal. Además de contribuir al disfrute detallado de la belleza del movimiento, parece traspasarse así el tiempo del registro cinematográfico natural de la escena, para entrar en una dimensión intermedia entre eso y la imagen fija de la representación en la pintura.

Orinoko, nuevo mundo

Por tanto, se equivoca Ambretta Marrosu cuando sostiene que en la alegoría del cineasta venezolano solo hay una “tendencia a lo bello, en el sentido convencional de placentero y armonioso”, la cual confronta con el cine brasileño –con referencia implícita al cinema novo–, que según ella “encarna, con una buena dosis de crueldad, la imposibilidad de lo unitario e incluso de lo comprensible” (en un texto de la revista Cine Oja, n° 18, 1989, reproducido en el cuaderno de Valera, p. 49). La imagen también está fracturada en el cine de Diego Rísquez, y la posibilidad de comprensión no es tan obvia como pareciera suponer esa crítica. El punto está en que se trata de fisuras diferentes, así como también es una manera de pensar y de sentir, posterior a la fatiga de los años setenta, que rechazaba los discursos revolucionarios radicales y violentos.

Esta problematización de la imagen lleva la impronta de por lo menos otros dos pintores: René Magritte (1908-1967), citado por Rísquez en un plano de Orinoko, nuevo mundo, y Diego Velázquez. El cuadro del pintor español Las meninas (1656) fue motivo de un performance presentado por el cineasta y Luis Ángel Duque –coguionista de Orinoko, nuevo mundo y de Amérika, terra incógnita–, titulado Las meninas (o el triunfo de la representación) (1985). A su vez es la base de una de las escenas de la tercera película de la Trilogía americana. También podría considerarse velazquiana la presencia del cineasta, en el papel del pintor Lovera, en el “cuadro vivo” El 5 de julio de 1811.

La condición  humana de René Magritte y Orinoko, nuevo mundo

Pero el marco vacío, la interpelación del espectador y la cámara que se introduce en el espacio de la representación son solo recursos que hacen evidentes fisuras que de otras maneras también están presentes en las imágenes de la Trilogía americana. La “puesta en paisaje” a la que se hizo referencia antes, en la medida en que puede ser reconocida como tal, conlleva una fisura entre las representaciones y su escenificación en el espacio presentado como real. Incluso se da en una de estas películas un doble juego problematizador, sobre la base de las convenciones del cine. Ocurre con el “marco” convencional de realismo en el que los tópicos del falso documental inscriben lo narrado en Orinoko, nuevo mundo, y que es atravesado por el fácil reconocimiento de la narración como representación alegórica. Pero a su vez hay en ella una fisura con respecto a los lugares reconocibles como reales donde está escenificada.

La posibilidad de percibir estas grietas hace del cine de la Trilogía americana de Rísquez un ejemplo de imagen lúcida, que manifiesta en sí misma la conciencia del vertiginoso encuentro de lo real con lo imaginario, que es la única forma posible que existe de reinventar el pasado en el presente. Se trata, además, del borde en el cual debe mantener su equilibrio la imaginación reveroniana, para poder ser parte de la vida cotidiana sin extraviarse en la locura. Pero es un hallazgo que trasciende la inquietud por lo nacional, que vendría a ser anecdótica al respecto. Tanto es así que la crítica venezolana parece haberlo pasado por alto casi por completo, lo cual es también razón para suponer que fue ignorado por el público con el que Rísquez quería comunicarse.

La solución del dilema reveroniano

La recepción que tuvieron en el país sus primeras películas no podía ser sino frustrante para un cineasta que se proponía enseñar algo al público nacional. Bolívar, sinfonía tropikal tuvo 1.135 espectadores en Venezuela y 2.631 Orinoko, nuevo mundo, mientras que Amérika, terra incógnita llegó a casi 29.000, probablemente porque contó con la participación –escribir “actuación” no sería exacto con referencia a este cine– de María Luisa Mosquera. Era una modelo célebre por su papel en Macu (1987), dirigida por Solveig Hoogesteijn, que superó el millón de entradas vendidas en el país y fue un éxito en televisión.

El cineasta afrontó incluso dificultad para que sus tres primeros largometrajes fueran entendidos por las comisiones de evaluación de la institución responsable de fomentar el cine venezolano, Foncine. Solo le dio apoyo para llevar de Super 8 a 35 mm Bolívar, sinfonía tropikal y para terminar Orinoko, nuevo mundo, al que también otorgó incentivos a posteriori. Logró por primera vez el acceso a los créditos para producción de esa institución con Amérika, terra incógnita, luego de haber participado dos veces en el Festival de Cannes.

Frente a eso Rísquez hizo una autocrítica y, con el pragmatismo característico de la transvanguardia (Víctor Guédez, p. 108), prefirió adaptar su obra a lo que podía tener éxito en el cine venezolano, en lugar de continuar buscando lo imposible en el país con ese tipo de filmes. Es decir, subordinó la búsqueda de la expresión auténtica a la posibilidad de ser entendido. Lo expresa crudamente en una cita de la monografía de Analisse Valera: “[C]uando tú haces una película sobre tu país, sobre la historia de tu tierra […] y despierta más interés en Francia que en Venezuela […] hay algo que no está funcionado” (p. 34).

Emprendió entonces también una carrera paralela que demuestra su aspiración a llevar adelante una actividad profesional en el cine, más allá de la realización de películas artísticas. Fue director de arte en filmes venezolanos como Roraima (1992) y La voz del corazón, de Carlos Oteyza; Maroa (2005) de Solveig Hoogesteijn, y La virgen negra (2008) de Ignacio Castillo Cottin, e incluso en la película hecha para la promoción del grupo musical Salserín (1997), que dirigió Luis Alberto Lamata, por ejemplo. Actuó, además, en Tierna es la noche (1990) de Leonardo Henríquez, en Roraima y en 100 años de perdón (1998) de Alejandro Saderman, aparte de sus propias películas, y tuvo a su cargo la realización de diversos filmes por encargo de instituciones.

Conquistar al público se convirtió en un objetivo central de sus siguientes largometrajes. Fue un cambio de dirección no le resultó fácil, y tiene un reflejo en el drama del protagonista de Karibe kon tempo (1994), su primer film con diálogos y rodado en el formato profesional de 35 mm. El personaje es un pintor rebelde, que recuerda a Armando Reverón porque vive en un mundo propio, creado en un “castillete”. Su vivienda y estudio, sin embargo, están en Margarita, la isla donde nació Rísquez, quien interpreta al personaje. A instancias de su “manager”, acepta lanzar sus obras en Nueva York. Pero se rehúsa a actuar como corresponde para la promoción y regresa a Venezuela, lo cual tiene como correlato un intento de volver al estilo de la Trilogía.

Karibe kon tempo no es una película lograda, y ha sido desestimada por la crítica. También la ha rechazado el cineasta, en un gesto que no deja de ser sintomático, por estar planteada allí una opción contraria a aquella por la que optaría finalmente en su siguiente film: Manuela Sáenz (2000). Para ello contó como guionista con Leonardo Padrón, creador de telenovelas venezolanas de exportación como Contra viento y marea (1997) y El país de las mujeres (1998-1999), y como protagonista a la cubana Beatriz Valdés, conocida por su papel en La bella del Alhambra (Cuba, 1989) de Enrique Pineda Barnet, y a partir de 1992 como actriz de telenovelas y cine en Venezuela. La película llegó a las salas en una época en que Bolívar había vuelto a ser popular en el país, luego de la elección de Hugo Chávez como presidente, en 1998, y con 311.872 espectadores fue el film nacional más taquillero el año de su estreno.

En Manuela Sáenz hay un relato que se presenta como el colmo de lo literario. El narratario es un Herman Melville que se prepara para escribir Moby Dick. Desembarca en Ecuador como marinero de un barco apestado y busca a la mítica amante de Simón Bolívar, a quien creía muerta, quien le cuenta su historia a partir de las cartas del Libertador. Como es característico de Rísquez, el tema está relacionado con la historia de Venezuela y hay un intento de resaltar la belleza de las imágenes, lo que aquí se da por medio de un estilo inspirado en la fotografía del cine clásico –incluido el uso del blanco y negro–. También hay planos basados en pinturas, como La maja vestida y La maja desnuda de Francisco de Goya, y Miranda en La Carraca de Arturo Michelena, uno de los cuadros más célebres del arte patriótico nacional. Pero aunque por eso Manuela Sáenz lleva cierta marca autoral de Rísquez, lo dominante es el diálogo de la televisión, por lo que se trata del tipo de cine con el que había tratado de romper en la Trilogía americana. El intento de mantener la lucidez se ahogará, a partir de esta película, en las convenciones de ese realismo.

La maja vestida (1800-1808) en Manuela Sáenz

En sus tres siguientes largometrajes Diego Rísquez perfeccionó esa fórmula de compromiso. En Francisco de Miranda (2006), sobre el Precursor de la Independencia venezolana, quien participó también en la Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa, hizo lo contrario al Hollywood que basa su éxito en los efectos visuales, haciendo evidente la presencia de maquetas y muñecos que ese cine descartó en la búsqueda del realismo fotográfico digital para sus espectáculos. También volvió a la interpelación del espectador, con parlamentos de los personajes dirigidos directamente al público, y siguió encontrando en la pintura fuente de inspiración para sus escenas. Hay que considerar, además, la razón del atractivo que siempre ejerció la figura de Francisco de Miranda sobre Rísquez: el Precursor es el inventor por antonomasia de la patria venezolana. Sin embargo, el guion de Padrón inscribe el film en el género de la biopic y el cine de aventuras clásico, cuya fantasía es capaz de absorber lo artesanal como aparente anacronismo, así como también los cuadros como base de la composición. La lectura del diario y los diálogos son lo dominante, y a través de ellos se explican las intrigas políticas, que son representadas como realidad del pasado, sin problematizar su representación.

Hubo un cambio de guionistas en Reverón (2011), su tercera película inspirada en el pintor –la primera fue el corto A propósito de la luz tropikal (1978)–. Junto con Rísquez participaron en la escritura el actor protagonista, Luigi Sciamanna, y Armando Coll, con un resultado que, a pesar de que no plantea ruptura con la narración basada en el diálogo, se destaca por el peso de la actuación y por un subtexto construido visualmente, con elementos simbólicos que el espectador debe reimaginar a la manera de las primeras películas del cineasta. En este caso, sin embargo, lo que se persigue es el fin convencional clásico de darle espesor psicológico al personaje, relacionando su locura con el laberinto y la figura simbólica del Minotauro. Ha sido la película de Rísquez más celebrada por la crítica desde los ochenta, aunque por otra parte es también la que quizás hace más evidente el giro de su obra, al ser un film biográfico sobre un pintor, no una película sobre la representación en la pintura y el cine.

Jesús “Chino” Miranda en El malquerido

El malquerido (2015) no iba a ser el último film de Diego Rísquez. Pero su obra se cerró con esta biopic del bolerista venezolano Felipe Pirela, con Jesús Miranda, exintegrante del dúo de reguetón Chino y Nacho, en el papel principal. La película es un fracaso por las flaquezas del guion, a pesar de que el director trató de hacer una obra característicamente suya mediante el rescate de la belleza visual de la arquitectura modernista venezolana de los años cincuenta, al margen de su relación con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958). Con Miranda otra vez como protagonista –ideal por su fisonomía–, el cineasta se proponía rodar un film sobre el indígena rebelde Guaicaipuro, inspirado en la obra plástica del creador de una serie sobre los caciques de Venezuela, Pedro Centeno Vallenilla. La enfermedad que lo llevó a la muerte le impidió realizar ese proyecto en el que volvería a la temática de Orinoko, nuevo mundo. Quién sabe si iba a encontrar otra solución para el dilema entre la autenticidad y la comunicación; quién sabe si iba recuperar allí su lucidez para la imagen.

Referencias