Por Mónica Delgado Ch.
“El erotismo del hombre difiere de la sexualidad animal precisamente en que moviliza la vida interior. El erotismo es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser. Por sí misma, la sexualidad animal introduce un desequilibrio, y es desequilibrio amenaza la vida; pero eso el animal no lo sabe. En él no se abre nada parecido a una interrogante”.
El erotismo, George Bataiile
-Lo que se estremece a mi contacto, haciéndome estremecer a mí mismo, es carne, sin duda.
Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont
En los cantos de Shuji Terayama no existe la fijación malsana hacia el “espectador”. Si en el río poema de Lautreamont el lector es un ser al que hay que trastocar y atormentar, una pieza conmovible de esa maquinaria infame de ruptura, revolución y disección (el lector abyecto como aquel que narra), en la versión de los Cantos de Maldoror del cineasta japonés, el espectador cumple más un rol de voyeur, ubicado justo en la cuarta pared, en frente de la puesta en escena teatral, de la performance de actores o personajes envueltos en una extraña relación de simbiosis con insectos o animales.
Como si se tratara de experimentar no solo con la imagen y su espacio enmarcado por puertas, ventanas o la materialidad del mismo fotograma, Terayama indaga en las posibilidades de hacer una interpretación pero a partir del libro como objeto a transgredir, a quemar, a sumergir, yendo así hacia las intersecciones de la escritura y lo que va más allá de ese acto estético. Una protesta hacia lo literario, porque en gran medida esos Cantos de Ducasse liberan al lector del hecho decimonónico de la lectura, hacia la afrenta. Terayama nos ubica en el pliegue de ese texto donde no cabe la racionalidad o el discurso dentro de un sistema, sino en el flujo de actos de lo grotesco – sublime y de metamorfosis constante, donde sus personajes, hombres y mujeres que intentan relacionarse con ese universo cerrado y limitado a través de “interlocutores” de lo simbólico: tortugas que transitan sobre cuerpos a la caza del placer, perros rondando mujeres lúbricas, aves sin respuesta ante el atosigamiento.
Isidore Ducasse dice en su Primer Canto que “Quiera el cielo que el lector, animoso y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno…“pero en Terayama la invitación es más bien a un juego post lectura, que deshace precisamente lo grotesco del libro, para ir a proponer un imaginario de fusión de sentidos, humano y animal, a una suerte de equilibrio de aquello que el libro no propone.
Terayama quema el Maldoror, lo ahoga en un recipiente, lo reescribe, lo resucita, es un objeto que se garabatea, se destruye. Y que se “reedita” en mujeres en torturas sublimes o en entelequias del horror, donde no existen seres aberrantes ni episodios del mal. Mas bien construye una respuesta con momentos de contacto con lo animal, en esa fusión sexual que no llega a darse, sino que se traza como vía posible de auscultación sensual. Y allí la música juega un rol crucial, donde instrumentos japoneses generan un ambiente áspero para esa simbiosis.
En Les Chants de Maldoror (Marudororu no uta, 1977) de Shuji Terayama hay tortugas yuxtapuestas en las fauces de mujeres, fotogramas superpuestos entre papagayos y caracoles, episodios breves de castigos y diálogos imposibles. Manteniendo la línea del grupo de teatro que formó en 1967, el Tenjo Sajiki, Terayama utiliza los recursos del teatro de vanguardia de su propuesta una vez más, la gestualidad exagerada o solemne, los espacios desnudos pero ordenados como si fueran naturalezas muertas, en la irreverencia y énfasis en la materialidad de los cuerpos desnudos, pero lejos de lo grotesco o del carnaval.
Si en Los Cantos de Maldoror de Lautreamont, el lector es un ser al que hay que transformar a partir de la alerta del horror, en esta obra de Terayama, el espectador debería ser conciente de que una mujer amarrada en un silla sin escape no es el símil de un pájaro atado con una soguilla que se libera y huye. O que un caracol babeante no percibe en su ceguera que se arrastra sobre el cuerpo de un hombre exhausto sobre una mesa. La animalidad que triunfa o que se mantiene incólume ante esa perversión enajenada.