Por Mónica Delgado
La primera edición de Lima Alterna se está mostrando como una ventana para ver en panorama varias producciones peruanas recientes. En la competencia peruana de largos y mediometrajes nacionales se pueden ver tres trabajos recientes, dos en estreno.
En un artículo anterior escribí sobre el trabajo técnico de El tiempo y el silencio de Alonso Izaguirre, que tuvo su estreno mundial en la 3° edición del festival Frontera Sur, en Chile. Ahora quisiera ahondar sobre sus aspectos expresivos y sobre la relación con lo usualmente visto en el cine peruano independiente de bajo presupuesto.
En este primer largometraje de Izaguirre, hay un concepto y una estructura que ordenan el film. Se percibe la necesidad de construir un relato simple a partir de complejidades que no están en la superficie, sino que van a apareciendo a partir de las relaciones que el cineasta establece a partir de dos elementos capitales, y que se enuncian reunidos en el título de la película. La puesta en escena de estos dos elementos podría estar correspondida con ese cine de hace veinte años, con las opciones expresivas de obras de inicios del siglo XXI, como las de Tsai Ming-liang o de Lisandro Alonso. Quedan ecos de este tipo de cine de silencios, caminatas reflexivas, contemplaciones y funcionalidad del espacio para dar interioridad a personajes que circulan como si fueran fantasmas o seres desangelados. Hay bastante de eso en El tiempo y espacio, y que cobra una dimensión más organizada en este ir y venir de personajes cuando aparecen las menciones y “cameos” de Marcel Proust.
El film describe el encuentro de dos personajes: un profesor de literatura y de una proyeccionista de un cine club, ambos inmersos en una ciudad sin mucha novedad. Lo que los une o hace coincidir no es necesariamente un vínculo amoroso o una amistad, sino más bien una intersección de ese tiempo que los dos personajes llegan a consensuar o a percibir como el ideal para ese periodo de sus vidas, y que Izaguirre muestra desde planos fijos o desde travellings, usados en momentos específicos.
Si bien hay referencias literarias, sobre todo en la concepción del tiempo que construye Proust en En busca del tiempo perdido, lo que hace Izaguirre es concadenar estas reminiscencias con su propuesta visual y sonora. En esta obra de Izaguirre el tiempo no es solo aquello imparable e inevitable que impide la reflexión y análisis del estado de las cosas, sino también la posibilidad de un sentido que teje, extrapola, divaga, como pasa en la obra de Proust y su propuesta de memoria involuntaria, o desde aquello que Henri Bergson denomina como devenir, lo real como movimiento permanente. Por ende, lo fijo, inalcanzable.
Hay una secuencia que grafica muy bien este uso sonoro del tiempo: tras una separación amorosa, la proyeccionista está en un parque, de noche, escuchando una canción en una radio que tiene en la mano. De pronto, la música asalta la escena y lo que era observación, se vuelve una secuencia larga, gobernada por este flujo sonoro, que va de un travelling out por calles de Lima, como si se tratara de un punto de vista, hasta planos fijos del amanecer y posteriores escenas del taller del profesor. La música que atraviesa esta noche, amanecer y día, queda como característica principal en este montaje que entrelaza el espacio de la proyeccionista con el espacio del docente.
Hay un sentido del tiempo dispuesto no solo por la continuidad y flujo de las escenas sino por la música extradiegética, que funciona como arrebato onírico que permite captar la materia del flujo del tiempo (o como esa proustiana memoria involuntaria que aparece de pronto al ser despertada por algún objeto o suceso). No solo se muestra al tiempo como un recurso o vía (el río de Heráclito), tal cual en las menciones a Proust, sino también desde la clara mirada de aquel que filma. No hay registro desnudo ni una puesta en escena que hable del punto de vista de los personajes, sino más bien aparece una suerte de “narrador omnisciente”, que elige la observación distante de sus planos para acercarse a ambos personajes, cuando se lee algo en un parque, cuando se malogra una bicicleta, cuando se ve una película o cuando se pasea en moto. Es decir, El tiempo y el espacio es un film que propone un acercamiento redondo desde estos conceptos o estructuras, a pesar de algunos diálogos que lucen forzados o naif, o de algunas performances que lucen vacías o forzosamente fantasmales.
Otro film visto en esta sección peruana de Lima Alterna, es el documental Lo que no pude contar (Perú, 2020), segundo trabajo de Antonella Bertocchi, que a partir de tres testimonios de mujeres jóvenes aborda el tema de la violencia sexual.
Este trabajo emplea varios recursos para escapar del documental más convencional y usa un mix, entre la confesión o entrevistas, la recreación o ficcionalización y el registro directo. Más allá de la investigación detrás, que busca materializar una premisa fundamental dentro de los feminismos de todos los tiempos, sobre “lo personal es político”, la cineasta parte de un elemento dramático (una búsqueda particular de uno de los personajes) que se convierte en el hilo conductor y que cohesiona la lógica del documental.
A partir de estas tres mujeres, la cineasta aplica su método, que implica escuchar pero también apostar por un proceso sanador, que por momentos podría rozar la revictimización y el morbo, con las implicancias emocionales o contradictorias que eso implica. Si bien aparece la intención de la terapia desde la sororidad, lo que se plantea es más bien develar algunos procesos de cambio en sentidos comunes sobre lo que es o no la violencia sexual. Deja en evidencia, en todo caso, un aprendizaje doloroso y lento.
Y, finalmente, esta sección competitiva incluye a Supa Layme (Perú, Japón, 2020), documental de corte antropológico del japonés Fumito Fujikawa, que narra la experiencia de un extranjero en las alturas de Arequipa, a más de 4500 msnm.
La mirada de Supa Layme es la del propio cineasta que registra, dialoga, contempla, con la anuencia de una familia joven, que vive de la siembra y la ganadería en medio de una puna desierta. Este lugar apartado es percibido por Fujikawa desde la inmensidad de planos muy amplios, que sacan jugo a los paisajes poblados de alpacas y donde esta familia de seis miembros, padre, madre y cinco hijos pequeños y en edad escolar, trabaja y sobrevive.
El modo en que Fujikawa palpa esta realidad se da desde la intimidad que ha establecido con los sujetos que observa y con los cuales convive. La cámara se invisibiliza pero no el cineasta, que es mencionado, y que se vuelve interlocutor/oyente de hechos vividos durante el terrorismo o la explotación infantil. Por ello, quizás, los mejores momentos del documental sean aquellos en que el cineasta dialoga con Beronica Layme, quien le revela desde una narración desprovista de dolor, frustración o miedo, sobre el asesinato de su padre por parte de Sendero, o los abusos que cometían con ella los amos de una casa donde ella siendo niña trabajaba como criada.
En Supa Layme (que se titula así por los apellidos de la familia), se mantiene esa capacidad de observación y sorpresa sobre el mundo desconocido que se registra en los clásicos del género, desde el fundacional Nanook, el esquimal, hasta los trabajos de Jean Rouch, en el uso de los dispositivos del cinéma vérité, y donde el cineasta se vuelve el ente único que forja la mirada y la puesta en escena (usualmente sostenido en planos fijos y largos).
También hay en Supa Layme esta posición del extraño en tierras que le despiertan admiración, porque a diferencia de los trabajos de un documentalista como Wang Bing, en las motivaciones de Fujikawa no está la denuncia o la crítica social, sino la descripción con algunas dosis de fascinación, sobre todo cuando realiza el registro de los niños, en su escuela, bailando un huayno o jugando con un pedazo de carne o huesos. Y allí están los mejores momentos de este documental, que captan ingenuidad, elocuencia y libertad en esta arcadia andina, que parece detenida en el tiempo, y que hacen que Fujikawa se aleje poco a poco de la figura del explotador de culturas ajenas. Además, muestran la vigencia del centenario ejercicio de filmar individuos de un modo distinto en terrenos pocos explorados por los cineastas peruanos. El extranjero Fujikawa establece un pequeño -o gran-reto.