Por Mónica Delgado
Es inevitable asociar El tiempo perdido (2020), el nuevo film de la argentina María Álvarez con The Joycean society (2013) de la española Dora García. En ambos trabajos hay una exploración y seguimiento en un periodo de tiempo a un grupo de lectores y lectoras mientras desmenuzan obras capitales y mastodónticas de la literatura. En la película El tiempo perdido, el espacio de reunión es una cafetería tradicional en la zona de Tribunales, mientras en el film de García, estamos en una biblioteca joyceana en alguna parte de Suiza. Ambos films describen sesiones de lectores amateurs, quienes se reúnen desde hace muchos años, desde 1986 en Zurich, y desde 2001 en Buenos Aires.
Tanto en El tiempo perdido como en The Joycean society, abordan ejercicios de interpretación, no desde análisis literarios sino desde la exégesis como traducción de confesiones e intimidades de los escritores, a tal punto que uno de los lectores indica que el grupo proustiano fue creado por Albertina, su hija, pero también, claro, porque el nombre se inspiró en el icono amoroso de En busca del tiempo perdido. Más que estas profundizaciones sobre aquello que despiertan las novelas (incluso la críptica Finnegan’s Wake de Joyce), lo que se captan en estos films son procesos de aprendizaje, de diálogo, de intercambio de afinidades o de contraposiciones. Pero sobre todo, la necesidad del encuentro y de la repetición o confirmación de una rutina a través del tiempo.
En este reciente documental, elegido como mejor film de la competencia argentina del Festival de Mar del Plata 2020, María Álvarez logra detener el tiempo, es decir comparte un registro con insertos capturados durante cuatro años, de 2015 a 2019, reordenándolos en una hora y cuarenta de metraje. El grupo se reúne desde hace dieciocho años a leer los siete tomos de la famosa obra de Marcel Proust, y con esta información se advierte una obsesión por ahondar en las motivaciones de uno de los escritores más importantes de la historia. Se habla allí de los mecanismos de la memoria, de cómo afloran los recuerdos, tratando de ir más allá de la machacona metáfora de la magdalena; que perciben manoseada. Una quincena de personajes, que salen y entran en escena de acuerdo a las diversas sesiones en el café van modelando una sensibilidad generacional hacia Proust, a quien auscultan desde detalles biográficos, desde anécdotas y biografías. Aquí no se separa a la obra del autor.
Por un lado, Álvarez elige un blanco y negro que permite difuminar la idea de actualidad, sin embargo, como espectadores asistimos de alguna manera a un encuentro nostálgico, marcado por visiones de un tiempo pasado. Y por otro lado, logramos empatía con lectores y lectoras pasionales, tal como pasa con los personajes de su anterior film, Las cinéfilas. Es decir, presenciamos de modo gratos un tipo de filia, de acercamiento a las obras como experiencias sensibles, atravesadas por lo personal y por el acto placentero de ver e imaginar.
En Esquirlas (2020) de Natalia Garayalde, el tratamiento también tiene un componente fuerte del pasado. La cineasta cordobesa reedita material que ella mismo grabó en video cuando tenía doce años. La intención de elaborar un archivo familiar en 1995 se ve intervenida sorpresivamente por el contexto: una explosión de una fábrica militar, en Río Tercero, una comunidad en Córdoba.
Este suceso, que oscila entre el accidente y la denuncia de venta ilegal de armas en el gobierno de Carlos Ménem, está atravesado por la mirada de una niña, por el clima familiar y amical. Puede verse como un coming of age atípico, en primera persona, de crecimiento forzado, con los decoros iniciales de un diario fílmico y desde el amateurismo de una home movie, pero que va virando hacia la denuncia, al convertirse en evidencia de un proceso político olvidado por el tiempo. Y esta conciencia de la intensidad del material grabado solo es posible con la mirada madura de la cineasta, ya adulta, en una tiempo y espacio distinto.
En esta propuesta de Garayalde, la memoria familiar, de momentos irrisorios, de recuerdos de una casa privilegiada frente al río, en un paisaje bucólico, se ve interrumpida por esta historia política y social, de corrupción y responsabilidad gubernamental. O más bien se fusionan. ¿Cómo no mezclar lo público con lo privado? La explosión que es registrada casi en directo, dejó muertos, cientos de heridos y destrucción que se va cimentando desde estos planos como un acto de barbarie, para ocultar venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador. El tiempo propició la reapertura de un caso judicial, que logró algunos coroneles encarcelados. Pero más allá de estos indicios de actividad criminal, lo que la cineasta plantea es la reconstrucción de los hechos desde el azar y desde la necesidad de aportar a recuperar la ignominia desde estos sucesos que marcan el cierre de la infancia y la bienvenida a un mundo de inequidades.
El segundo largometraje de Toia Bonino, visto en la competencia argentina del festival, es un regreso a la materia de Orione, su film anterior. Más allá de la oportunidad de salir de la anécdota policial, lo que la cineasta porteña logra es mostrar parte de la vida en los barrios marginales, desde sus protagonistas, vigorosos outsiders. Más que entornos, vemos sujetos que intentan enfrentarse a realidades obtusas, donde no cuentan los cuestionamientos que propician el arraigo o atracción por lo que está al margen de la ley, sino solo la descripción de posiciones dentro de este borde. En este caso, se trata de un retrato de Leo, hermano de Ale Robles, quien a través de la voz en off de su madre conocimos en Orione. En este sentido, desde el retrato y la entrevista, este nuevo film, La sangre en el ojo (2020) es una continuación o díptico sobre el duelo familiar o deseo de venganza por el honor filial.
Los mejores momentos de este nuevo documental están en la edición de algunos registros carcelarios, que permiten adentrarnos en las instalaciones tugurizadas de las prisiones, pero también desde los mecanismos policiales, mostrados con holgura y afán de redes sociales. También hay un valor especial en la conexión de los testimoniantes con la cineasta, con quien dialogan y envían videos de teléfono que son compartidos e incluidos en el film. Sin embargo, las dramatizaciones en las que participa Leo y su voz en off, así como las secuencias en la piscina o en celebraciones masculinas, parecen optar por la idealización de los bajos fondos.
Por un lado, parece haber usufructo desde el lugar desde donde la cineasta se ubica, siempre fuera de campo, solo como destinataria invisible de conversaciones y confesiones (pese a que se le menciona varias veces) y mostrando aquello que le comparten a través de videollamadas; y por otro, hay como un regocijo en lo criminal. No se observa a Leo para que saquemos conclusiones, sino que el modo en que se diseña su personaje, ya está ubicado desde una clara posición: la validez y embellecimiento de su causa.