Por Pablo Gamba
El sexto largometraje de la actriz, directora y guionista argentina Ana Katz, El perro que no calla, se estrenó en enero de este año en el Festival de Sundance y fue premiado en la competencia Big Screen de Rotterdam. En la carrera de Katz, es un regreso a un cine de menor escala y mayor riesgo creativo que su estreno anterior, Sueño Florianópolis (2018), con Mercedes Morán. Por la parte en la que los personajes usan esferas de plástico en la cabeza para protegerse de la capa de contaminación a un metro veinte del suelo causada por la caída de un meteorito, da la impresión de ser una “película de la pandemia”, pero eso fue pura coincidencia.
Las películas de Ana Katz se caracterizan por su confrontación con estereotipos como los de las representaciones habituales de la familia y la maternidad, por ejemplo. Puede verse en ello una marca de origen: la crítica de los códigos del costumbrismo de los ochenta que Gonzalo Aguilar señala como una característica del nuevo cine argentino que comenzó a finales de la década siguiente –Katz fue parte de ese nuevo cine con El juego de la silla (2002) y Una novia errante (2007)–. Continúa también aquí su exploración del desarrollo inquietante que podrían tener las situaciones de la vida cotidiana, lo que vincula esta historia con las aventuras de mujeres cuyos hijos son bebés de Mi amiga la del parque (2015), premiada en Sundance por el guion.
Lo inquietante tiene un desarrollo que lo lleva hacia lo fantástico en El perro que no calla, pero puede relacionarse con el contorno social real. Junto con la errancia laboral del protagonista, recuerda uno de los clásicos fundacionales del nuevo cine argentino: Mundo grúa (1999), de Pablo Trapero. Lo mismo ocurre con el uso del blanco y negro. Hubo cinco directores de fotografía, lo que Diego Lerer, en su blog, Micropsia, atribuye a un rodaje que se prolongó por estrecheces de la producción.
Sebastián, el protagonista de El perro que no calla, interpretado por Daniel Katz, hermano de la directora, es un diseñador gráfico al que lo echan de su trabajo en una gran empresa por llevar a su perra a la oficina. Lo hace porque su mascota llora de un modo desgarrador cuando se queda sola. Por este motivo, la primera escena de la película es una en la que varios vecinos van llegando a la casa de Sebastián, no tanto a quejarse de las molestias como a manifestar su preocupación por la causa. Esto ocurre, además, justo cuando se larga a llover, lo que hace de la reunión de estas personas bajo paraguas un detalle que introduce lo insólito desde el comienzo.
En la expulsión de Sebastián del mundo empresarial, que transmite poder y seguridad por la arquitectura y la altura de la oficina en el edificio donde está, puede percibirse una referencia a la situación económica y social actual de la Argentina. Está marcada por la crisis económica de 2019, la toma de deuda con el FMI por el gobierno de Mauricio Macri y el ajuste para pagarla que lleva adelante la administración de Alberto Fernández, además de los problemas causados por la pandemia del COVID.
La historia de Mundo grúa tiene un trasfondo real similar en la precarización del trabajo en la década de los noventa y en la falsa sensación de seguridad que le da al protagonista el instalarse en las alturas de la grúa de construcción del título, empleo del que también lo echan. La diferencia es que el despido de Rulo se debe a una cuestión fisiológica, un síndrome que le impide ajustarse al trabajo. El caso de Sebastián es más perturbador, porque el llanto de la perra que desencadena los hechos que llevan a que se quede sin trabajo es escamoteado. Al no estar representado, pero quedando sobreentendido que es desgarrador, el gemido adquiere un aire de angustia existencial implícita. El desajuste no se expresa en una falla del cuerpo, como en Rulo, sino en la que vendría a ser el alma de un animalito al que se lo ve sano.
La caída de Sebastián de las alturas oficinescas también tiene una dimensión simbólica, en tanto el aterrizaje es en la agricultura. Después se adhiere a una cooperativa agrícola y en una entrevista en una radio comunitaria dice cosas que hacen referencia a la deshumanización del trabajo. No se trata solo de registrar la errancia del trabajador precario de Mundo grúa sino de ir hacia algo más profundo.
Sin embargo, el desafío de Katz a las convenciones de la representación no llega a impugnar la instauración de la cierta autocensura por lo que respecta a los temas sociales y políticos, aceptando tácitamente la falsa premisa de que “bajar línea” al espectador no es cosa que corresponda hacer en el arte. Por eso, la cuestión de la inquietud tiene un giro de lo social y existencial a lo fantástico y lo cósmico.
Otra desestabilización significativa en El perro que no calla es la que resulta de un relato fragmentario y de marcadas elipsis, cuya unidad pareciera estar dada por un personaje cuya representación borrosa y cambiante es correlato de las diversas facetas que atraviesa en la historia. Pero hay que poner atención en dos secuencias claves que marcan una ruptura en la diégesis porque no fueron filmadas sino representadas con dibujos. Esto no se explica solamente por los problemas que pudieron desprenderse de los pocos recursos de producción para poner en escena la transición del realismo hacia lo fantástico, puesto que una secuencia no tiene nada de eso mientras que las esferas de plástico que llevan los personajes sí fueron fabricadas para la película.
Lo inquietante de la representación de lo real está también, por tanto, en la diversidad de modos de representarlo –y la cuestión de los cinco directores de fotografía podría tener, así, una lectura diferente de la de Lerer–. Lo que les da unidad a los fragmentos sería, entonces, como el alma que se la da al cuerpo vivo, como también el llanto del perro es una expresión de su alma. Es la música de Nicolás Villamil, colaborador habitual de Katz. Falleció en 2017, y la cineasta lo homenajea con esta película.
Competencia Latinoamericana
El perro que no calla
Dirección: Ana Katz
Guion: Ana Katz, Gonzalo Delgado
Producción: Ana Katz, Laura Huberman, Ramiro Pavón, Pablo Ingercher
Fotografía: Gustavo Biazzi, Guillermo Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc, Joaquín Neira
Montaje: Andrés Tamborino
Sonido: Jesica Suárez
Música: Nicolás Villamil
Interpretación: Daniel Katz, Carlos Portaluppi, Susana Varela, Valeria Lois, Julieta Zylberberg
Argentina, 2021, 74 min.