Por Mónica Delgado
Lima tuvo la oportunidad de contar con la presencia (en proyecciones y en un masterclass) del artista y cineasta canadiense Stephen Broomer, quien viene trabajando desde hace algunos años en torno a la abstracción fotoquímica, la tradición del cine experimental y la apropiación. Esta visita estuvo en el marco de la tercera edición del Festival Internacional de Apropiación Audiovisual (MUTA), donde se pudo ver algunos trabajos de su filmografía reciente.
Es así que pudimos ver en estreno mundial Phantom Ride, donde el cineasta retoma registros caseros de Elwood F. Hoffmann (1985-1966), un ciudadano estadounidense que dejó un inmenso catálogo de sus viajes, paseos, que atraviesan EE.UU. a lo largo de varios años. Pero la peculiaridad del trabajo de Broomer aquí no solo es reinventar la óptica domética y sin ambiciones de Hoffmann sino crear un nuevo sentido a un dispositivo muy usado desde los orígenes del cine y darle la calidad de radiografía sentimental de todo un país.
Tomando como concepto de partida el fundacional “phantom ride”, las tomas en movimiento que surgieron de la cámara instalada en los frentes de los trenes, como narrativa y dispositivo básico en la historia del cine a fines del siglo XIX, Broomer propone esta mirada hacia adelante como un espejo social, donde la yuxtaposición de escenas caseras o de vida social en suburbios parecen materializar resquicios de memoria, en un avance fantasmático que podría dar luces incluso de ese American way of life sublimado y ya venido a menos. La fuerza invisible del phantom ride como mecánica del viaje de la memoria.
Son muchos los cineastas del experimental (si pensamos en Ken Jacobs a Siegfried A. Fruhauf) que se han centrado en interpretar o manipular esta técnica, ya sea como evocación primigenia de la urgencia del movimiento en el cine, o como posibilidad de la abstracción y su relación con la materialidad misma del celuloide (fotogramas como rieles). Pero Broomer no intenta solo explorar este ámbito fotoquímico, sino que encadena estos viajes en auto (el tren ha sido cambiado) con imágenes de felicidad y comodidad, en la aparente diversidad de un país inmenso, de concursos de belleza, deportes de privilegio y una que otra postal turística. Más allá de la auscultación física, Broomer apuesta por una interpretación lúdica de ese movimiento, en su interioridad.
Hay un trabajo sonoro a cargo de Stuart Broomer, padre del cineasta, que otorga al film de una atmósfera de suspensión, de momentos en estadio de transición pero contenidos, ralentizados, como si esta idea de EE.UU. se afianzara en esta fantasmagoría sublime de un pasado perdido, o quizás totalmente vigente en el imaginario norteamericano, de enrarecimiento, que idealiza un país blanco y sin fragmentaciones. Un sonido atonal y seco, que genera ambientes extraños de un proceso onírico ante todo.
Este paseo fantasma, de una cámara mecánica que registra carreteras, cuyas imágenes se sobreimprimen en ese otro paseo fantasmático de domingos, tardes de sol y vida feliz ratifica la estética que emplea Broomer, en una intersección del celuloide y lo digital, en esas yuxtaposiciones digitales que generan un nuevo tiempo y espacio, pero sobre todo, una reestructuración psicológica y sentimental, absolutamente emocional que patenta con admiración en más de una hora de viaje. La arcadia de un EE.UU. que solo se puede recuperar de esta manera.