OLHAR DE CINEMA 2015: HOMELAND (IRAQ YEAR ZERO) DE ABBAS FAHDEL

OLHAR DE CINEMA 2015: HOMELAND (IRAQ YEAR ZERO) DE ABBAS FAHDEL

Por Victor Guimarães

Medir la resiliencia de un pueblo

Es extremamente difícil referirse a Homeland como “un film”. Nombrarlo así es afirmar que esa existencia pertenecería a la misma especie o categoría ontológica de un Jurassic World o de una película como Soft in the Head de Nathan Silver (vista acá en Olhar de Cinema). Seguramente no es el caso. El trabajo monumental de Abbas Fahdel – y la experiencia absolutamente inolvidable que es estar delante de aquella pantalla por poco más de cinco horas y media – participa de un conjunto muy acotado y preciso de obras del género humano, entre las cuales yo citaría Los Desastres de la Guerra de Goya, Guernica de Picasso, Noche y Niebla de Resnais y West of the Tracks de Wang Bing. Lo que une a esas materialidades tan distintas no es solamente el hecho de que sean obras maestras, ni siquiera el dato de que todas hayan llevado años para concretarse. Eso también cuenta, pero lo que realmente conecta a esas obras es el hecho de que todas son figuraciones tan potentes, formalmente íntegras e irrepetibles de la aniquilación del hombre por el hombre, que no es posible mirar a una pintura, a una película o a un hombre de la misma manera.

Homeland se divide en dos partes: antes y después de la invasión estadounidense a Iraq en el año 2003 (el intervalo equivale al momento de los bombardeos a Bagdad, que no vemos). En la primera parte, el director filma de forma muy cercana a su numerosa familia de clase media, mientras sus seres queridos se preparan para lo que vendrá. Los adultos compran linternas y almacenan comida mientras los niños se esmeran en el cuidado del pozo (faltará agua y es necesario excavar la tierra del jardín). Hay aprensión y hay sobretodo resiliencia: nadie se desespera, todos reaccionan con una fuerza innombrable a la guerra que se aproxima.

La imagen de Saddan Hussein es omnipresente en la televisión: en videoclips dignos de los karaokes de Jia Zhangke, el dictador aparece como líder, héroe, padre, divinidad, estrella pop, imagen de salvapantallas. La familia mira la tele y se calla, pero ya es posible sentir la densidad del silencio e imaginar lo que se esconde por debajo de las miradas. El rol de la tele en los diarios de Perlov resuena en esas secuencias, pero apuntar a una referencia cinematográfica es algo demasiado fútil acá.

El hombre de la cámara casi no hace preguntas, pero la mirada no es observacional: provoca a la gente, prepara la escena con la misma atención que lo hace estar presto a posicionarse frente a los devenires de lo real. Su sobrino Haidar – un chico de doce años que se convertirá en protagonista y permanecerá para siempre en nuestra memoria – tira frutas desde la terraza a sus compañeros en la calle, y reclama: “¡así no habrá más frutas, tío!”, como si rechazara el juego propuesto. A pesar de lo terrible de la situación, la mise-en-scène es lúdica, no se deja atrapar por la tristeza. Están los diálogos aprehensivos pero están también las hermosas luces del cumpleaños en la terraza y los colores de cada plato en el almuerzo dominical. Abbas Fahdel apuesta por la alegría con el mismo ímpetu con el cual rechaza el sentimentalismo, con una coherencia formal impecable, que atraviesa todas las elecciones (no hay siquiera una nota musical en la banda sonora que sea externa a la escena).

No hay desesperación porque la guerra de 1991 nunca ha terminado para el pueblo iraquí. El embargo económico hace su trabajo lento de destrucción hace dos décadas, y todo el país es un montón de ruinas, como aquellas en la bellísima ciudad de Hit por donde los chicos juegan con armas de plástico. Sobre las ruinas todo deviene en alegoría, y quizás no haya un momento tan fuerte como aquel en que el niño se pone a cambiar la cinta aislante en la ventana (para evitar que se parta y los pedazos de vidrio vuelen por la casa). La de la última guerra sigue aún ahí, y la cinta se convierte en metáfora de un país que nunca se recuperó de la catástrofe y que tiene que enfrentar la siguiente.

La convivencia de la familia y los juegos infantiles son cálidos y llenos de pasión, pero al mismo tiempo la escenificación y el montaje son duros, secos, implacables. En toda la primera parte, el trabajo de la cámara parece ser el de un instrumento que tiene que ver con la física: medir la resiliencia de las ventanas, de las paredes, de las mujeres, de los hombres y de los niños. La dureza se refleja en una elección sorprendente y asombrosa: en un dado momento, aún antes del intervalo, un letrero informa que el protagonista morirá en algunos años, antes de completar los quince.

Entonces nos damos cuenta de que todo lo que vemos se trata de una melancólica elegía. El ritmo del montaje deviene más lento, como si fuera necesario demorarse en el color de cada comida, en cada rincón de la casa, en cada rostro, antes que todo desaparezca para siempre. La vida pulsa y acompañamos su respiración en la pantalla, pero el documental se acerca a su límite más extremo: filmar la muerte ya es posible porque en grande medida los personajes ya están muertos, ya se han transformado en fantasmas. La sombra de la muerte es invisible pero se proyecta inevitablemente sobre el rostro del niño que sonríe y se burla de la hermana.

Incluso lo que no se muestra es extraordinario. El tiempo sin imágenes del intervalo entre una parte y otra no podría ser más afirmativo. Las imágenes de la guerra ya las vimos por la tele, y sabemos que son un cúmulo de clichés y que se asemejan al videogame. Imaginar el horror no es difícil. Ya se ha filmado innumerables veces y sabemos que siempre tiene sabor a sangre y olor a quemado. No hace falta mostrar una vez más lo que la gigantesca máquina de guerra estadounidense es capaz de hacer: para eso están el periodismo, y las series en el peor caso, y las películas de Brian de Palma, Kathryn Bigelow y Clint Eastwood en el mejor. Pero incluso The Hurt Locker y American Sniper parecen frívolas frente a Homeland.

La segunda parte empieza y todo ha cambiado después de esa elipsis, una de las más fuertes de la historia del cine. Los ocupantes norteamericanos están por todos lados y lo que era un puente que llevaba a la casa del abuelo se ha convertido en “territorio militar”. El estado de excepción es el nuevo reino. Los soldados pueden todo y no pasa nada: acosan, persiguen, matan, y el derecho y la ley son un chiste. Lo que era una estación de radio popular se ha convertido en pedazos de hierro y hormigón, y la convención internacional que prohíbe el ataque a las radios es más una nota de pie de página olvidada por la historia.

El niño que sonreía y jugaba contento con sus primos se ha vuelto un adulto precoz. Su mirada ahora es grave y llena de una revuelta profunda. Las charlas alegres con sus hermanos dieron lugar a una inimaginable discusión acalorada con un traficante de armas fiel a Saddam. Tirar frutas a la calle forma parte de un pasado remoto; el chico ahora se rebela contra los padres porque no puede disparar la ametralladora para celebrar la muerte de los hijos del dictador con sus vecinos. Lo que era ternura ahora es odio y sangre en los ojos.

La forma también cambia radicalmente. Lo que era registro del cotidiano de la familia se vuelve reportaje y peregrinación por las calles, los barrios, las nuevas ruinas que sustituyen las antiguas. La observación cede lugar a la entrevista y a la denuncia encendida. La cámara que era paciente y delicada se convierte en parlante multitudinario: apenas llega a un barrio, la gente se aglomera alrededor del cineasta, pronta a disparar más un testimonio desolador sobre la actuación de los militares. Hay desaparecidos, vecindades enteras destruidas por mísiles, mujeres y hombres que lloran y gritan por alguna ayuda. El infierno es gris, sucio y tiene el color del polvo del desierto. Pero también hay esos innumerables retratos de niños, adultos y viejos iraquís que nos miran con una sonrisa y rellenan toda la duración de Homeland. El pueblo es lo que no cesa de surgir en cada mirada.

“La vida era mejor antes del petróleo”, dice uno. Un comunista recuerda que el gobierno de Saddam ha convertido al pueblo iraquí en una multitud de esquizofrénicos: la censura hacía que uno fuera una persona en el trabajo y otra en casa; una persona por fuera y otra por dentro. El hermano del cineasta explica que la guerra ha creado un enorme ejército de saqueadores, siempre dispuestos a actuar en ese enorme caos que abre paso a la violencia cotidiana. Y si todo ha cambiado no es sino para continuar igual: la amenaza a los opositores del gobierno anterior persiste en la revuelta de ese hombre pobre, que recolecta la basura en una carreta y se pregunta porque los soldados siempre le apuntan las armas gratuitamente; las fosas comunes de la dictadura perduran en el disparo anónimo en la calle, que mata a un joven que llevaba una pieza de repuesto para ayudar a un vecino y nunca será investigado.

La desesperanza es brutal, pero los chistes siguen presentes: todos se burlan de la profesora integrante del partido Baath que ha pedido a los alumnos que rasgasen “con respeto” a la foto de Saddam que figuraba en el libro didáctico. Esos hombres y esas mujeres (los que quedan) encuentran energías donde solamente hay destrucción, y la resiliencia de ese pueblo parece eterna. Pero la vida del niño, la vida singular e irrepetible de ese niño, no lo es. Ya lo sabíamos, pero ni siquiera la inagotable integridad estética de Abbas Fahdel nos había preparado para ese momento de la noche en que se escucha un disparo, un grito, y un corte seco nos lleva a una fotografía mortuoria en la pared. A esa fotografía y al silencio más denso que he experimentado en la salida de una sala de cine en mi vida. Después de las cinco horas y media de Homeland, los muertos vivos somos nosotros.

Sección Outros Olhares

Dirección: Abbas Fahdel
Guión: Abbas Fahdel
Producción: Abbas Fahdel
Dirección de Fotografía: Abbas Fahdel
Montaje: Abbas Fahdel
Sonido: Abbas Fahdel
País: Irak, Francia
Año: 2015