OLHAR DE CINEMA 2019: FORMAS DEL EXILIO LATINOAMERICANO

OLHAR DE CINEMA 2019: FORMAS DEL EXILIO LATINOAMERICANO

O Pequeño Exército Louco (1984), de Lucía Murat

Por Victor Guimarães

La muestra Raúl Ruiz y diálogos en el exilio, organizada en la última edición del festival Olhar de Cinema en Curitiba, Brasil, ha sido una oportunidad única para ver, cartografiar, comparar y pensar a fondo los gestos y las formas que animan la obra hecha por algunos cineastas latinoamericanos en el exilio. En las décadas de setenta y ochenta, años de violentas dictaduras civil-militares en el cono sur, muchos realizadores y realizadoras que actuaban en esa región se vieron, de variadas maneras, obligados a exiliarse para escapar a la persecución política o la represión de la actividad artística. El caso más conocido es, sin lugar a dudas, el del chileno Raúl Ruiz, quien se ha convertido en un nombre fundamental del cine moderno a partir de su exilio en Francia. Pero hay muchos otros. A partir del eje formado por algunas obras claves y otras menos conocidas de la extensa filmografía de Ruiz en los años de Pinochet, la curaduría ha propuesto una serie de diálogos con cineastas brasileños, que también han filmado fuera de Brasil durante la dictadura.

Las aproximaciones de ese repertorio con la obra extremadamente variada y singular de Ruiz, sin embargo, no son automáticas. En algunos casos, como los de Julio Bressane y Carlos Diegues, la programación conjunta con Ruiz produce diálogos efectivos e ilumina la mirada sobre ambos los cineastas. En casos como los de Helena Solberg, Ruy Guerra, Murilo Salles, Lúcia Murat & Paulo Adário, al contrario, lo que impresiona es la inmensa diferencia entre los gestos: mientras Bressane filma en Londres, Diegues en París y Ruiz en varios países de una Europa pacificada y estable, esos cineastas brasileños, a ejemplo de otros latinoamericanos del mismo momento histórico, viajan a países de África y Latinoamérica que viven momentos de inestabilidad y conflicto, con el intuito de participar en las luchas de liberación que sacudían el entonces llamado Tercer Mundo.

En ambos los casos, está presente una característica estructurante en tantas obras de exilio: el cineasta filma la geografía en donde vive, pero casi siempre se refiere – directa o indirectamente – al contexto histórico de donde salió; componer una escena es, muchas veces, imaginar una otra, imposible de filmar, pero que se imprime de muchas maneras en la película. Y si por una parte las estructuras narrativas asumen una forma intrincada y alegórica – como en Der Leone Have Sept Cabeças (Glauber Rocha, 1970) –, por otra hay una entrega total al presente. Sin embargo, aún en las películas brasileñas explícitamente militantes, devotadas a la intervención en las luchas de afuera, Brasil continúa a ser un horizonte ineludible.

Una cámara derrotada encuentra un pueblo en lucha

Para los cineastas brasileños en tiempo de dictadura, involucrarse en las luchas contra el colonialismo y el imperialismo en Mozambique, Chile y Nicaragua, o en su faceta machista y capitalista en Argentina, Bolivia y México, es encontrar, en esas luchas vivas – y, en algunos casos, triunfantes –, un aliento nuevo para un cine que, desde la mitad de los años sesenta, trabajaba bajo el signo de la derrota. Si desde películas como O Desafio (Paulo Cézar Saraceni, 1965) o A Derrota (Mario Fiorani, 1966) el cine brasileño formulaba, de muchísimas formas, la desesperación de la revolución fracasada, la autocrítica de la izquierda y la interrogación sobre el poder del cine en participar del cambio histórico, es impresionante percibir como, en los viajes de Lúcia Murat y Paulo Adário, Murilo Salles, Ruy Guerra en fines de los 1970, hay una búsqueda por contaminarse con la energía de la liberación. Es como si, sofocado en su tierra – una asfixia que ha producido una serie impresionante de obras maestras, hay que decirlo, pero aun así una asfixia –, el cine brasileño viajara para descubrir una forma nueva de respiración.

O Pequeño Exército Louco (1984), la rarísima primera película de la importante cineasta brasileña Lúcia Murat (codirigida por Paulo Adário), redescubierta por el festival, parte de un viaje a Nicaragua en pleno proceso revolucionario en fines de los 70 para recontar la lucha de la guerrilla sandinista hasta el triunfo y los combates a los “contras” en el início de los 80. El trabajo irónico con los archivos (los noticieros estadounidenses, la apropiación de una película hollywoodense donde la star es Ronald Reagan) y las soluciones inventivas de montaje (el discurso amodorrado de Somoza sobrepuesto a las ruinas de un terremoto) son impresionantes, pero lo que realmente impacta es el encuentro de esa cámara extenuada por las derrotas históricas, venida de un Brasil confiscado por una década y media de dictadura, con el vigor de un pueblo nicaragüense libre, altivo, en plena lucha revolucionaria. El funeral del sandinista abatido, en el que la madre llora mientras la vecina celebra la lucha del muchacho, hasta contaminar la amiga con su transfiguración del duelo; el grito preso en la garganta hace 45 años, rasgando la boca por primera vez; la emoción de los vecinos reunidos sobre los escombros de los bombardeos somozistas, mezclando el más puro odio revolucionario y la certeza en la victoria; la mirada serena e inolvidable de la guerrillera de 14 años de edad, hablando tranquilamente sobre su nueva rutina de abatir guardias genocidas en la montaña; los guerrilleros y guerrilleras, bellos y altivos, a limpiar sus armas y fumar cigarrillos en un momento de descanso; los niños con sus armas de juguete, haciendo de sandinistas y somozistas por las calles del barrio, transformando un juego infantil tantas veces filmado como metáfora de la enfermedad social en elogio a la violencia revolucionaria. El inventario de gestos es impresionante. La cámara de Murat y Adário filma la revolución como un estado del cuerpo. Su energía se deja contaminar por un éxtasis colectivo, pero figurado siempre en lo singular: a cada gesto antes imposible, a cada postura nueva descubierta ahora, en un cuerpo envejecido por la opresión; a cada sensación inédita que el cuerpo experimenta en un mundo en estado de inauguración.

Otro cineasta brasileño importante que filma por primera vez fuera de Brasil es Murilo Salles. Autoexiliado en Europa, el futuro realizador acepta la invitación de Ruy Guerra – mozambiqueño de origen que vuelve a su país natal después de décadas trabajando en Brasil – para contribuir en la fundación del Instituto Nacional de Cine de Mozambique. Estas São As Armas (1978) es una encomienda del gobierno expresamente destinada a denunciar los ataques contrarrevolucionarios del imperialismo, pero Salles se dedica también a recontar la historia de la guerra de liberación y a retratar el placer de los pequeños triunfos. A partir de un conjunto enorme de imágenes preexistentes, realiza una película de montaje en donde se adivina una mirada muy personal, atravesada por el entusiasmo de un extranjero que vislumbra afuera un estado de inauguración histórica imposible en su país. Si consideramos el hecho de que en Brasil la dictadura ya se arrastraba por más de una década, la escena memorable de las elecciones democráticas en un pueblo rural de Mozambique – en donde los analfabetos ejercen por primera vez su derecho de elegir y de presentarse como candidatos – se vuelve aún más significativa.

Mueda, Memória e Massacre (Ruy Guerra, 1979)

Algo muy distinto ocurre en Mueda, Memória e Massacre (1979), la obra maestra de Ruy Guerra hecha en Mozambique. Todos los años, en el altiplano de Mueda, la comunidad local se reúne en un enorme espacio público para poner en escena un episodio histórico fundador: en aquel mismo espacio, en 1960, una aún tímida rebelión popular contra el colonialismo había terminado en una enorme masacre perpetrada por la guardia colonial. En fines de los 70, rehacer los eventos históricos como obra de teatro popular es poner en escena un encuentro extraordinario entre memoria y ficción, historia y performance, que la presencia de la cámara provoca y transfigura cinematográficamente. Sin abandonar la fuerza de la evidencia histórica – el montaje convoca testimonios de los sobrevivientes de la masacre e incluso de los verdugos –, la cámara supera el registro puramente factual – función muchas veces asignada a la cámara militante – para transformarse en un instrumento de encantamiento, cuyo trabajo es multiplicar las fuerzas de invención de la puesta en escena. En un conjunto de planos secuencia cargados con la energía de los cánticos revolucionarios – que, repetidos en looping en la banda sonora, se transforman en mantras –, poblados por la presencia de una multitud que se derrama por los bordes del encuadre, la cámara poco a poco se pone en trance. En el mismo movimiento, redobla la visibilidad farsesca del artificio – los actores negros haciéndose de blancos como en Soleil Ô (Med Hondo, 1970), las barrigas y narices de plástico – y acentúa la presencia performática de los espectadores, componiendo una teatralidad verdaderamente hipnótica, anclada en un espacio en donde aún se ven los huecos de las balas. Considerado el primer largometraje de ficción mozambiqueño, Mueda, Memória e Massacre es la culminación de las utopías estéticas y políticas más íntimas del proyecto del Cinema Novo brasileño. Paradójicamente, hay que salir de Brasil para conseguirlas, pues solamente allí, en este país recién liberado, el sueño de un cine popular y revolucionario puede, en fin, realizarse.

El espíritu del Cinema Novo también sobrevive y se desdobla en Helena Solberg, una de las únicas mujeres a integrar el movimiento en los años 1960. Luego de haber hecho dos cortometrajes visionarios en Brasil – A Entrevista (1966) y Meio Dia (1970), ese último también incluido en la retrospectiva –, Solberg se exilia en Estados Unidos y, desde allá, viaja para realizar algunas películas involucradas en las luchas de liberación en América Latina. Antes de la bellísima De las cenizas… Nicaragua hoy (1982), que retrata el proceso postrevolucionario en Nicaragua, la mirada de la cineasta se vuelve para otra lucha, menos visible en la época, pero igualmente emancipatoria: La doble jornada (1976), filmada en Argentina, Bolivia y México, traza un panorama amplio y multifacético de la lucha de las trabajadoras contra la opresión machista en las sociedades patriarcales latinoamericanas. La primera secuencia, en donde el montaje convoca la presencia simultánea de las trabajadoras detrás de la cámara y de las trabajadoras frente a la cámara, tiene la fuerza de poner en perspectiva las contradicciones de la construcción histórica e ideológica del Cinema Novo. Más allá de la desconstrucción del machismo interno al movimiento, es justamente aquí, en esa película hecha entre mujeres, que la alianza entre quienes filman y quienes son filmados – utopía mayor del Cinema Novo – deja de ser una mera ilusión bienintencionada para transformarse en figura fílmica decisiva. 

Monólogos y diálogos de exiliados

No es hora de llorar (Luiz Alberto Sanz & Pedro Chaskel, 1971)

Hay dos películas en el programa que se dedican a figurar frontalmente la condición del exilio. La primera es No es hora de llorar (1971) hecha en una alianza entre el cineasta brasileño exiliado en Chile Luiz Alberto Sanz y el chileno Pedro Chaskel junto a los revolucionarios brasileños también exiliados en el país de la Unidad Popular. La película es más conocida por su importancia histórica – reúne algunos de los primeros testimonios de las torturas en Brasil, en la voz de los sobrevivientes, que aún traen en el cuerpo las marcas de la represión –, pero su forma es igualmente notable. Si la teatralidad de Mueda, Memória e Massacre es incendiaria, la de No es hora de llorar solamente puede ser gélida. El montaje alterna entre los monólogos testimoniales de los sobrevivientes y una escena ficcional, que reconstituye las prácticas de los torturadores brasileños. El silencio obsesivo de esas secuencias, los gestos lentos de los actores, la sobriedad del tratamiento fotográfico en blanco y negro, la artificialidad de la puesta en escena son una figuración tan potente de la tortura como los testimonios monotónicos y rigurosamente desapasionados de los revolucionarios exiliados. Como en el mejor cine latinoamericano de aquella época, el compromiso revolucionario no está divorciado del compromiso con el cine.

Si No es hora de llorar hace del exilio en Chile el espacio de la rememoración estricta y la puesta en escena desafectada de los horrores de la dictadura brasileña, Diálogos de Exiliados (1974), de Raúl Ruiz, se dedica a figurar el cotidiano de los exiliados chilenos en París entre lo banal y lo absurdo, distanciándose de cualquier discurso de izquierda oficial. En una película recibida con escándalo en la época – por su tono fuertemente satírico y autoirônico y por la ausencia de los crímenes cometidos por los militares –, Ruiz compone una ficción fragmentaria y coral, en donde las situaciones se vuelven más y más extrañas mientras crece la ambigüedad de los personajes. Ruiz se recusa a ser “el pintor de las cosas simples para el pueblo” – definición dada en la película por un dueño de restaurante en referencia a su hermano artista – o a ponerse en portavoz de los oprimidos de su país, y prefiere voltear la cámara hacia su propio círculo parisino, explorando las contradicciones internas al grupo de los exiliados, examinando críticamente la “ayuda” de los aliados europeos – frecuentemente atravesada por la colonialidad –, apostando al absurdo de la propia situación de exilio. Las aperturas y cierres de puertas en los espacios internos que reorganizan constantemente la escena y apuntan a la desorientación espacial, la esquizofrenia del discurso de ese personaje notable llamado Fabián Luna, lo insólito del cotidiano militante – las huelgas de hambre de la nada, el asambleísmo para resolver cualquier tema –, los chilenos a gritar hacia la ventana contra la fealdad de los edificios nuevos de París, el industrial que quiere colaborar con los exiliados para conseguir mano de obra barata… Si Sanz y Chaskel apostan a la aridez del monólogo y a la sequedad de la puesta en escena, la polifonía de Ruiz afirma la exacerbación del absurdo como única posibilidad de razonamiento sobre el exilio.

Sin embargo, antes que veamos jerarquía donde no hay, ya es hora de combatir un discurso crítico perezoso y desinformado que opone dicotómicamente la militancia y la creación artística, como si no hubiera invención formal en el compromiso político o como si toda obra de arte desinteresada fuera automáticamente menos valiosa. Un texto del maestro cubano Santiago Álvarez publicado en 1969 definió el problema mejor que nadie: “El temor a caer en lo apologético, el ver el compromiso del creador, de su obra, como arma de combate en oposición al espíritu crítico sustancial con la naturaleza del artista, es sólo un temor irreal y en ocasiones pernicioso. Porque armas de combate para nosotros lo son tanto la crítica dentro de la revolución como la crítica al enemigo, ya que ellas en definitiva representan ser tan sólo variedades de armas de combate”. La fuerza de la sobriedad estética de No es hora de llorar no es menos valiosa que la exuberancia absurdista de Ruiz. Por otra parte, la autocrítica ruiziana no es más importante como arma de combate que el enfrentamiento de Sanz y Chaskel. 

Formas de la profanación

Diálogos de Exiliados (Raúl Ruiz, 1974)

Una de las escenas más brillantes de Diálogos de Exiliados es una intervención de Edgardo Cozarinsky, escritor y cineasta argentino también exiliado en París en aquel momento (y que también sería responsable por una prolífica y vigorosa obra fílmica durante el exilio), que llega para interromper un diálogo lleno de racismo entre dos burguesas francesas. Cozarinsky comienza hablando en francés, y luego cambia al español para proferir su monólogo: “Las experiencias más típicas del hombre moderno, una cierta impermanencia, una cierta trans-culturación, un cierto estar de paso por las cosas, fueron hechas por los latinoamericanos, mucho antes que por todos los europeos. Porque en el fondo somos todos mestizos. En segundo lugar, todas aquellas cosas que los latinoamericanos más envidian en Europa, son aquellas de las que Europa, hoy mismo, está tratando de desprenderse, con una gran dificultad. Me refiero a ciertas formas del super-desarrollo, del adelanto tecnológico. Es una situación que podría compararse con la que quizás Usted, señora, hace años, cuando era pobre, sintió al ver en la vitrina de Balenciaga, un modelo que le gustaba, y que no podía comprar. Y hoy, cuando puede comprarlo, se da cuenta de que ese modelo ha pasado de moda”.

La intervención anticolonial de Cozarinsky es una oportunidad para pensar un gesto estético-político frecuente en la obra de Ruiz en el exilio. Por un lado, la obra de Ruiz es el antídoto más inmediato contra una doxa colonialista – seguramente vigente aún hoy en los festivales, en la cinefilia eurocéntrica, por todos lados – que suele exigir del arte latinoamericano una suerte de espontaneísmo, una vinculación obligatoria al contexto social, mientras el arte europeo podría dedicarse solamente al trabajo de las formas. Ruiz está para el cine como Borges para la literatura mundial: nadie que conozca sus obras podría dudar del grado de sofisticación y modernidad de sus obras, fácilmente comparables a los más grandes escritores y cineastas del siglo XX. Una película de Ruiz desarma inmediatamente toda condescendencia, todo intento de seguir considerando el cine latinoamericano como una especie de episodio periférico en la historia, útil apenas cuando se trata de obtener un poco de “color local”. Por otro lado, parte significativa de la fuerza de la obra de Ruiz reside justamente en ese enfrentamiento anticolonial con Europa. La obra de Ruiz en el exilio es pródiga en momentos en cual el cineasta, explícitamente, se dirige a la herencia cultural europea para profanarla.

Memórias de um estrangulador de loiras (Julio Bressane, 1971)

Las formas de la profanación son muchísimas. En una de las funciones más curatorialmente logradas del festival, el corto Las Divisiones de la Naturaleza (Ruiz, 1978) fue programado juntamente con Memórias de um estrangulador de loiras (1971), película realizada por el más grande cineasta brasileño vivo, Julio Bressane, durante su exilio en Londres. A la primera vista, no hay nada que ver entre una película y otra: Las Divisiones de la Naturaleza es una investigación arquitectónica y filosófica sobre un castillo en Francia, mientras Memórias es una suerte de slasher experimental lúdico. Pero en ambas hay un gesto muy pronunciado de profanación. Ruiz recibe la encomienda de filmar el castillo de Chambord, pero todo lo que hace es corromper la arquitectura del edificio, deconstruir sus líneas y contornos equilibrados, encontrar mil formas de desfigurar sus formas. Bressane, por su turno, concibe la forma más inesperada del cine estructural: un serial killer (interpretado por el enorme actor brasileño Guará Rodrigues) camina por las calles y parques de Londres estrangulando rubias, y toda la película es una variación constante sobre el mismísimo motivo. El estricto serialismo de la película – Bressane se apropia del cine de vanguardia – genera un juego estrictamente formal de modalidades de composición: entre la simetría y la asimetría, entre la estabilidad y la inestabilidad, entre la panorámica y el plano fijo. Por otra parte, la presencia paradójica de Guará – a la vez perfectamente racional y radicalmente salvaje –, el color rojo de su vestuario profana la quietud de los jardines, la homogeneidad de la arquitectura de las casas, lo gris del invierno londinense. “We are what civilization calls inhuman”, escribe en sus memorias el asesino escritor, la bestia literata.

No estamos lejos del gesto de Glauber Rocha en Der Leone Have Sept Cabezas (1970), también incluido en la retrospectiva. Al filmar en el Congo, Glauber concibe una alegoría de la lucha anticolonial en una ruptura violenta con los racionalismos eurocéntricos, llena de formas a la vez dialécticas y sensuales, personajes ambiguos al borde de la histeria, fuerzas dispares que la cámara y el montaje tratan no de apaciguar, sino de multiplicar las tensiones. La profanación de la figura de Jean-Pierre Léaud es ejemplar: el actor francés por excelencia adquiere en Glauber una bestialidad insospechada, arrastrándose por el suelo africano mientras pierde la razón y se ahoga en el delirio. Ruiz, Bressane y Glauber se encargan de la tarea de profanar la arquitectura sensorial de Europa, concibiendo la tradición siempre como un modelo dudoso. Los cineastas se nutren de los modelos europeos, pero su gesto ya nace con la conciencia de que la vitrina centenaria de Balenciaga solamente puede ser un espejo roto.

En el extremo opuesto de la irreverencia radical y sistemática de Ruiz, Bressane y Glauber, está la ceremonia floja y lamentable de Carlos Diegues. Su mediometraje Un Séjour (1970) es un ejercicio de reverencia frente a los señores. Partiendo de una encomienda de la televisión francesa, Diegues sale a la calle para construir una mirada sobre Francia desde su lugar de exiliado, pero se limita a coleccionar respuestas aleatorias a una pregunta banal (“¿Qué es Francia para Usted?”) y a homenajear cariñosamente la Nouvelle Vague – la figura de Jean-Pierre Léaud recupera aquí el lirismo inofensivo de los homenajes. Y cuando Diegues se dedica a un gesto un poco más complejo, viajando a las aldeas pobres de Francia para deconstruir la imagen positiva del país, repite los mismos problemas del Cinema Novo en su aproximación con la marginalidad, ignorando su propia posición de clase en un afán de denuncia. 

De grands événements et des gens ordinaires (Raúl Ruiz, 1979)

Mientras Diegues hace un producto televisivo cualquiera, Ruiz se aprovecha de las encomiendas de la televisión para hacer películas memorables y enteramente personales, como De grands événements et des gens ordinaires (1979). La película es uno de los mejores ejemplos de una definición posible para la filmografía Ruiz: un cine sistemáticamente dispersivo. El documental sobre las elecciones en un barrio de Paris – es lo que decía la consigna – ni siquiera llega a empezar, porque desde el primero plano ya es totalmente dislocado por la fuerza centrífuga de la dispersión. Ruiz transforma un simple documental para la televisión en una investigación ensayística laberíntica sobre la naturaleza misma del cine documental, que se desdobla en cada movimiento de cámara, cada fragmento del texto, cada apropiación de imágenes ajenas, cada collage. Mientras Diegues delega a críticos franceses el discurso sobre su propia admiración personal por el cine francés, Ruiz reúne los críticos de los Cahiers du Cinéma en el escritorio de la revista para discutir sobre la naturaleza del cine documental, y la manera de filmarles es hacer una panorámica circular en la habitación de al lado. Su cine es eso: la creencia obsesiva de que lo periférico es, muchas veces, más importante que lo central; una fuerza enérgica de descentramiento capaz de perturbar todas las estructuras estables.

El Techo de la Ballena (Het Dak Van De Valvis, Raúl Ruiz, 1982)

La descubierta más impresionante de toda la retrospectiva es la más ejemplar en ese sentido. En El Techo de la Ballena (Het Dak Van De Valvis, 1982), un científico europeo acepta la invitación de un aristócrata comunista latinoamericano para viajar a la Patagonia con su esposa y su hija, con el intuito de estudiar la lengua practicada por los últimos sobrevivientes del pueblo Yachane. El argumento de ciencia ficción es el pabilo de una bomba con el cronómetro roto, a punto de estallar de nuevo y de nuevo en colores aberrantemente bellas, formas elásticas que no cesan de sorprendernos, movimientos de la lengua o del paisaje que, a cada dobla de la ficción, relanzan el juego de la película. Raúl Ruiz, como Borges, es un hacedor de arquitecturas rigurosamente incongruentes, de laberintos infinitos construidos a medida que aprendemos a caminar. La panorámica es la forma del misterio: a cada paseo perturbado de la mirada, una dimensión insospechada del mundo siempre puede surgir para barajar de nuevo todas las cartas. La sátira de la izquierda católica se desdobla en teatro del absurdo, que se transfigura en farsa metafísica, que poco a poco se transforma en una invocación exuberante de la desrazón violenta del sueño latinoamericano para dinamitar de una vez por todas la colonialidad del pensamiento-lenguaje. Aunque la Patagonia sea filmada en Holanda (gesto más ruiziano imposible), esta obra monumental sólo podría surgir del extremo sur del mundo, y sus únicos pares posibles son obras maestras como La Edad de la Tierra (Glauber Rocha, 1980) y Org (Fernando Birri, 1979). La copia restaurada de El Techo de la Ballena es un meteoro incandescente, a punto de atingir la atmósfera tóxica de la razón colonial.

La filmografía de los cineastas latinoamericanos en exilio abriga dos gestos simultáneos: de un lado, corromper la arquitectura sensorial envejecida de la tradición forjada en la metrópolis por la acción de una energía rupturista que solamente podría venir del sur; de otro, ponerse al lado de las luchas anticoloniales del Tercer Mundo para descubrir formas nuevas y respirar el aliento fresco de un mundo en inauguración. Esas dos lecciones son, en el fondo, indisociables.